Homilía del P. Gonzalo Estévez en la parroquia Stella Maris, el pasado domingo 28 de julio.
Ayer circuló una imagen con algún breve comentario sobre una París a oscuras. En medio de la celebración de los Juegos Olímpicos, un apagón aparentemente ganó y la ciudad quedó en tinieblas. Solo un lugar permaneció con sus luces encendidas, en Montmartre: la Basílica del Sagrado Corazón, el Templo Expiatorio del Sagrado Corazón.
Yo empecé a buscar inmediatamente en las redes información sobre esto. Prácticamente no encontré ninguna, con lo cual dudé si sería una fake news, una de esas informaciones falsas que recorren habitualmente las redes. Pero parece que no. ¿Y saben qué? Aunque lo hubiera sido, en realidad no sería una fake news, porque, aunque París no se hubiese quedado a oscuras, sí está en tinieblas, y las tinieblas han ganado la ciudad.
Creo que muchos vimos por lo menos algunas partes de la inauguración de los Juegos Olímpicos, y hemos asistido no a la inauguración de un Juego Olímpico, sino a un desfile del orgullo gay. Todo el mundo tiene derecho a manifestarse como mejor le plazca. Y un país tiene derecho a autopercibirse en el género que quiera. Pero parece que en París solo vivieran gays. Aparentemente, si lo que se supone que un país hace cuando tiene el orgullo de recibir los Juegos Olímpicos en su territorio es mostrar al mundo su cultura, lo que mostró Francia es una especie de imperio gay. Y, repito, cada persona tiene derecho en estos tiempos de ideología de género a autopercibirse como mejor le plazca y a vivir del modo que quiera. Pero no deja de ser llamativo que un país se manifieste así, de este modo. Se olvidaron de Clodoveo, el rey, el padre y fundador de Francia, quien logró la unificación de las tribus bárbaras en la Galia con su bautismo. Se olvidaron de Carlomagno, por supuesto. El grandeur de la France se terminó en un carnaval del cual nos hicieron espectadores a todos. Llegaron a ese acto —yo lo llamo repulsivo— de ridiculizar y reírse de una reina a la que le cortaron la cabeza simplemente por el hecho de ser reina. Y con ella se rieron de los miles que el terror decapitó en la guillotina. ¡Qué gracia tenía esa reina con su cabeza en la mano cantando rock metálico! Fue un tristísimo espectáculo.
Y para terminarlo, para redondear esa parodia burda, grosera, blasfema de la última cena, con la cual ya no sólo se reían de su historia los franceses, sino que, además —voy a decirlo del modo más elegante que pueda— nos metieron el dedo en la oreja a todos los cristianos. París está en tinieblas, no importa si hubo apagón o no, París y toda Francia lo están. Lo que nos lleva a mirar en casa, porque es Occidente el que está a oscuras, y el que, cortándose sus raíces, se amputa también su futuro. Y nosotros somos Occidente.
¿Qué vamos a hacer? ¿Qué podemos hacer desde nuestro lugar? Creo que el Evangelio de hoy es un regalo maravilloso, porque nos recuerda que cuando se tiene algo, aunque sea muy poquito, si se da, se multiplica. Aquel niño que tenía cinco panes y dos peces no tenía nada para alimentar a aquella muchedumbre. Pero algo tenía, sobre todo ese sentimiento de no poder esconder aquello que tenía, y que, si lo tenía, era para compartir aún en el riesgo de que no le tocase nada en ese reparto. Ese niño da lo que tiene, y Jesús lo multiplica. Ante un mundo que se corrompe y que se cae a pedazos, todos los cristianos tenemos algo, un poco más o un poco menos, y es el momento de sacarlo y compartirlo. Basta de callarnos la boca, de esconder nuestra fe, de disimular nuestros sentimientos. Es el momento de decir que Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida. Sólo en él el hombre tiene vida, porque no hay esperanza sin Cristo. A veces pensamos: ‘No, porque a lo mejor alguien se ofende’. Si alguien se ofende, que se ofenda. ‘No, porque a lo mejor esto puede generar algún conflicto’. Si eso pasara, recordemos que Jesús nos dijo que él no vino a traer paz, sino guerra. Y no los estoy invitando a una cruzada, sino a dejar que salga de nuestro corazón lo que en él hemos escondido, con la certeza de que, si lo ponemos en común, lo vamos a multiplicar. Porque si seguimos tolerando lo que nos hemos acostumbrado a tolerar, y si seguimos callando lo que hemos ido metiendo en nuestro corazón y escondiendo en la privacidad de nuestra intimidad, todo se nos viene abajo.
Cuando comenzamos la celebración, un papá preocupado por la conducta de uno de sus hijos le ponía límites. Un poco desde lejos, pero lo hacía, y hasta le ponía cara de malo, además. Bueno, en este momento Dios nos está poniendo límites, y tiene razón. No solo porque otros salgan a pasear su orgullo por la calle, sino porque nosotros hemos escondido nuestra fe y nuestros valores de cristianos, dejando de ser sal y luz en el mundo. Y ya sabemos que, si la sal no sala, no sirve sino para ser echada a la tierra. Es triste aquello de lo cual hemos sido testigos. Es triste que se haya insultado la fe de los católicos y de los cristianos. Es triste que una nación se haya olvidado de quienes la construyeron, porque las mujeres que surgían del Sena no eran santas justamente. Se olvidaron de Juana de Arco o de Teresa de Lisieux, porque se ha querido evitar la historia de santidad del pueblo francés. Se olvidaron de las mártires de Compiègne, que con su sangre testimoniaron su fe. Ellas no se escondieron, y que, si es verdad la historia de aquella obra maravillosa que se transformó en película —que se llamó La Última en el Cadalso—, aquellas monjas mártires decapitadas por el terror de Francia, cuando cayó la última de las cabezas que cantaban yendo juntas hacia la muerte, entre el pueblo apareció una voz muy pequeña, una vocecita que tomó el canto y ella sola se encaminó hacia la muerte para morir con sus compañeras y no renegar de su fe.
Estamos en tiempos difíciles, todos los tiempos son difíciles, pero uno tiene la sensación de que estamos en tiempos peculiarmente difíciles. Que Dios nos dé la gracia de poner nuestros cinco panes y dos peces al servicio de un mundo que se muere de hambre por renegar de Cristo, del Evangelio y porque ha expulsado a Dios. Qué hermosa aquella liberté, egalité, fraternité, que era fraternité sin un padre y que muy pronto se convirtió en muerte, presión y tortura para todos los que no compartieran la ideología. En el fondo de nuestro corazón está nuestra fe y allí está la fuente de la vida de cada uno de nosotros y la de Montevideo, la de Uruguay, la de América y del mundo. El futuro de la humanidad está, en este momento, en el corazón de cada uno de nosotros. Se trata de sacarlo fuera. Basta de esconder lo que somos. Basta de creer que podemos dejar todo, incluso el anuncio y la defensa de la fe, en manos de otros. Es en mis manos que está el anuncio del Evangelio, la defensa de Cristo. Sacar la cara por Dios es mi responsabilidad, no la de un otro, de quien yo me mostré respetuoso, pero con el cual no me mezclaré demasiado para no correr riesgos. Hay que sacar afuera la fe. Nos asombramos de la falta de fe del mundo, y en parte es porque cada uno de nosotros, creyentes, ha escondido la fe en su corazón y no la ha compartido. Hay que poner en juego la fe. Que Dios nos regale la gracia de tener la generosidad de este niño que no dudó en compartir lo que tenía y que, al hacerlo, no solamente le dio pan a aquella muchedumbre. Vamos a descubrir en estos próximos domingos que aquel pan era un signo de la Eucaristía, y que aquel niño compartiendo su pan nos alimenta hoy, aquí, a nosotros. Aquella multiplicación del pan tiene que ver con esta Eucaristía, y ella tiene que ver con lo que hoy como. Comemos porque aquel niño puso sus cinco panes y dos peces. Si mañana nuestros hijos, nuestros nietos, se mueren de hambre, va a ser culpa nuestra. Nuestra y solo nuestra. Porque la gracia no falta. Lo que falta son hombres y mujeres dispuestos a compartir su fe, a vivirla hasta dar la vida por ella. Que Dios nos regale la generosidad de aquel niño.
Puede verse la homilía completa aquí: