Con motivo de los 700 años de la muerte de Dante Alighieri, iniciamos un vistazo a su vida y su tiempo.
El pasado 14 de setiembre se cumplió el séptimo centenario de la muerte de Dante Alighieri. Por este motivo, el P. Gonzalo Abadie comenzó una serie dedicada a la vida y obra del «Poeta Supremo», que se publica en el quincenario Entre Todos. ICM comparte con ustedes la primera entrega de la serie.
Cuando Dante llegó al mundo (1265) Florencia se encontraba en una fase de profundas transformaciones que la volverían irreconocible, poderosa y espléndida, ya no solo en la región de la Toscana, sino en todo el continente, e iría alejándose de aquella imagen de oscuro caserío de casas de madera y paja apiñadas las unas contra las otras, apenas una multitud de enanos a la sombra de un centenar y medio de prepotentes gigantes de piedra, unas imponentes y desagradables torres de hasta ochenta metros por encima del pueblo raso y anónimo, y que eran las guaridas y fortalezas de los históricos capangas de las familias de la aristocracia, acostumbrados a mandar y a prepotear, a regir las relaciones sociales y a llevar las riendas del poder, los jefes de las grandes familias ―los Guidi, los Uberti, los Donati, los Velluti, los Cavalcanti…―, que deberían ir bajando metro tras metro, hasta ser ellos mismos los que habrían de contemplar las cosas desde abajo, viendo cómo la rueda de la fortuna iba elevando hacia la cumbre a otros señores, los señores del dinero que estaban inventando la banca internacional y la industria de la lana y de la seda, y el comercio a gran escala ―los Peruzzi, los Rucellai, los Bardi, los Salimbeni… los Portinari―, hasta quedarse con el mango de la sartén.
La pugna llevaba su tiempo. Nacido a los pies de los castillos ―recintos de los nobles― erigidos en las colinas circundantes de la ciudad, y sometidos por ellos, el pueblo había logrado neutralizarlos en el siglo anterior, y obligarlos a avenirse a unas condiciones de mayor igual
dad, forzándolos a vivir en la ciudad y a allanarse a reglas de juego comunes, a cambio de lo cual podían mantener sus títulos y propiedades. ¿Cómo habían conseguido hacerlo? Por una parte, los barrios de Florencia tenían cada uno su propia compañía armada que, reunidas, conformaban un ejército capaz de someter una a una ―como lo hicieron― a las familias nobles enzarzadas en perpetuas luchas internas, incapaces de defenderse juntas frente a un enemigo común, esos que vivían a sus pies en el valle.
Los nobles mantenían entre sí una lucha de largo aliento, que se extendía, además, por toda Italia, entre el papado y el imperio (el Sacro Imperio Romano Germánico), cuya influencia alcanzaba especialmente el norte y el centro de Italia, donde se encuentra la Toscana, que, por tanto, era un feudo dependiente del emperador. Florencia ―así como Lucca, Pisa, Arezzo, Siena…― había dependido así de señores marqueses, el último de los cuales, la marquesa Matilde de Canossa (+1115), había complicado todavía más las cosas dejando en herencia el feudo de la Toscana al papa, cosa que el emperador rechazó decididamente. En fin, a los partidarios de la causa del papa en este conflicto político, en todas partes, se los conocía con el nombre de “güelfos”, y a los del emperador, de “gibelinos”. Entre los nobles de Florencia había un buen número de gibelinos, debido al vínculo que tradicionalmente había tenido la Toscana con el imperio.
Cuando las familias de la aristocracia fueron desalojadas de los castillos y convertidas en ciudadanos a la fuerza, no por ello perdieron el poder, sino que controlaban el Consejo de la ciudad. Eran estas familias los inquilinos de los grandes palacetes de piedra coronados con una torre de tipo militar que alzaba su cuello presumido por encima del área que dominaba, y a cuyo alrededor se amontonaban las casas de los parientes y protegidos, convirtiendo la zona en un distrito familiar y faccioso al mismo tiempo. Eran las “consorterías”, zonas rojas para quienes no eran bienvenidos. Por sus callejuelas y plazoletas el jefe podía moverse a sus anchas, pero en el resto de la ciudad debía andar con varios de sus hombres armados, cuidándole las espaldas. En una ciudad que por aquel entonces tenía unos treinta mil habitantes la reyerta entre dos señores significaba la batalla entre dos consorterías, y por lo tanto, la ciudad, en vilo, se exponía fácilmente a una guerra civil, a la asonada política, a la deriva anárquica en que la sumían los estallidos de violencia entre las grandes familias.
Pero las cosas estaban cambiando debido al ascenso de la alta burguesía naciente y pujante, que impondría progresivamente las reglas de juego a su favor. Quince años antes del nacimiento de Dante los florentinos se echaron a las calles y expulsaron de la ciudad a los grandes señores, identificados la mayor parte con la causa del emperador, o sea, con la causa gibelina. Los otros, los güelfos, se acercaron rápidamente al nuevo orden emergente y triunfante de la alta burguesía, identificándose con ella. Sin embargo, una batalla (Montaperti, 1260) librada cerca de Siena dio la victoria a los gibelinos, que volvieron a la ciudad e hicieron una masacre, que era la práctica común del bando ganador, destruyendo las propiedades, confiscando los bienes, persiguiendo encarnizadamente a los güelfos que no habían logrado escapar… La autoridad del jefe de la familia Uberti, y líder gibelino, Farinata degli Uberti, impidió que la ciudad fuese reducida a escombros. Fueron siete años de poder gibelino, antes de despedirse definitivamente del ámbito público, que será en adelante solamente de los güelfos, y, sobre todo, del mundo del dinero y el comercio.
Dante, cuya familia era güelfa, nació en este período en que la ciudad estaba dominada por los gibelinos pero que volvería a manos güelfas, y para siempre, dos años después. Vivía en el barrio acomodado de San Pedro, aunque su padre, Alighiero, un cambista, tal vez un intermediario en la compraventa de tierras, contaba con algunas rentas exiguas, recursos más que moderados para vivir. En el barrio vivían grandes familias de la vieja aristocracia feudal, como los Guidi, o los Donati ―con uno de cuyos miembros se casó Dante, Gemma Donati―, o de la burguesía millonaria, como los Cerchi, o la familia de Fulco Portinari, acaudalado banquero, padre de Beatriz, la musa inspiradora que Dante vio a los nueve años, que vio deslumbrado hasta la eternidad, y que murió con 24 años. Bella (Gabriella), la madre de Dante (diminutivo de Durante), murió cuando tenía tan solo cinco años. Cuando Dante era niño veía las altas torres de los capos, pero muy devaluadas, símbolo elocuente de la inversión de poderes que estaba en curso, porque con la revolución burguesa de los años 50, las siete corporaciones más poderosas en que se organizaban los hombres de las finanzas, el comercio exterior y la industria, de los productores de seda, y de otras influyentes actividades, mandaron reducirlas a un máximo de veintinueve metros. Ahora Florencia se volvía una Comuna moldeada por las políticas y gustos de la plutocracia, de los hombres que hacían pesar el florín como la moneda más poderosa de la tierra, cuyos tentáculos financieros se multiplicaban en agentes y casas filiales en las principales ciudades de Europa, que se convertían en golosos prestamistas de reyes y papas, en usureros que sacaban tajadas suculentas del negocio exigiendo hasta el cincuenta por ciento de interés, y que ya no sabían dónde invertir el dinero, porque podían comprarlo todo, desde castillos soñados hasta una flota de barcos, o una colección de joyas únicas y magníficas, y que promovían el desarrollo de la moda que estaban inventando, porque querían vender prendas de lana y seda a todo el mundo, por lo que incentivaron el refinamiento, especialmente femenino, que podía ahora no solo abrigar, sino lucir unos delicados guantes de gamuza, o elevar a las mujeres sobre unos buenos tacones, ofrecerles un gorro que destacara un rostro hermoso o escondiera parcialmente uno menos agraciado, o empilcharlas con una blusa abotonada y ceñida en la cintura.
Dante creció contemplando estos cambios fulminantes, que trastornaban las costumbres y la misma imagen urbana que se iba transfigurando a galope tendido, a partir sobre todo de su juventud, en los años 80. Ante sus ojos se ofrecía el contraste entre un mundo que se desvanecía y otro que se abría paso con maneras no más gentiles que el que se despedía. El niño y el joven Dante verá muchas partes de la ciudad destruidas, en ruinas, consecuencia de la violencia y depredación infligida mutuamente entre los bandos que se habían alternado el poder (güelfos y gibelinos) y aniquilaban los palacetes del enemigo, y por otra parte, verá un aluvión de obreros, artesanos, notarios, e inmigrantes llegar a la ciudad, verá aumentar la población hasta duplicarla, verá andamios por todas partes, verá tirar abajo la pequeña catedral de Santa Reparata que tanto amaba, y que se derrumbaba a tres cuadras de su casa, y comenzar la erección, sobre sus despojos, de la nueva, la imponente catedral de Santa María del Fiore, inmortalizada un siglo más tarde con la cúpula de Brunelleschi. Afortunadamente el Baptisterio estaba en su lugar, y pronto sería revestido del mármol blanco y verde que hoy podemos admirar, aunque sin las tres puertas majestuosas de bronce, que son de época más tardía.
La vida entonces estaba en las callejuelas tortuosas y estrechas, aunque ya pavimentadas, como no lo estaban ni en París ni en Roma, atestadas de mercados, de talleres artesanales con sus toldos y escaparates, de carros de agricultores provistos de mercaderías, de procesiones religiosas casi cotidianas, pensemos que había ciento veinte iglesias, y treinta monasterios y conventos. El nuevo mundo traía consigo también nuevos pobres, que el gobierno del Municipio buscaba registrar debidamente para rescatar de la inopia y de la inedia. No era infrecuente que Dante se cruzara con algún personaje importante que visitaba la ciudad, y que andaba escoltado por un séquito vestido de modo particular enseñando un estandarte que lo identificaba. Las calles se tornaban malolientes, como pestilentes establos de Augías, y los peatones debían andarse con cuidado, no solo por las boñigas y cagarrutas abundantes, sino especialmente por los proyectiles que se arrojaban desde las ventanas, muchas veces sin dar aviso, la materia innombrable que había sido descargada en los orinales de la época, y que nosotros llamamos pelelas, ya que las casas del común no tenían retretes ni agua corriente, que eran patrimonio de los muy adinerados. En las calles había muchos cerdos hocicando, y gran número de pollos picoteaban lo que podían también, y proliferaba la prostitución, los rateros, los pillos, los truhanes y tahúres. Infierno y paraíso.
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Buen artículo, muy agradable de leer. Gracias
Muy buen aporte. Muchas gracias
Estupendo artículo, buen aporte al saber común. Gracias