Escribe Leopoldo Amondarain Reissig.
“¡Tú me has seducido, Señor, y yo me dejé seducir!”. Estas palabras del profeta Jeremías narran el origen de toda vida sacerdotal, puesto que la vocación es un misterio de seducción y por lo tanto de belleza. Una persona se hace sacerdote porque de algún modo ha experimentado la seducción de Jesucristo. Seducción que se fundamenta en su belleza, y porque entiende que Jesús lo llama a seguirlo como sacerdote.
Recordamos cuando el apóstol Andrés, luego de haber pasado unas pocas horas con Jesús, se dirige a su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”. Claramente en ese breve espacio de tiempo el apóstol Andrés percibió que Jesús correspondía perfectamente a los anhelos más profundos del propio corazón. Eso, en el fondo, es como decir que ha percibido la belleza de Cristo.
La vida de todo sacerdote se fundamenta en una percepción de la belleza de Cristo, como narra el salmo 45: “Tú eres hermoso, el más hermoso de los hombres”, y se afianza en el tiempo por la profundización incesante de este misterio de belleza que es el rostro del Señor.
El sacerdote es siempre un enamorado de Jesucristo, y nunca debe ser un mero instrumento de su acción en medio de los hombres, sino su íntimo amigo. Es alguien que tiene intimidad y confidencialidad con el Señor, y de ese modo se hace como un ícono de Dios. Es el amigo entrañable que cuida de la esposa de Cristo que es la Iglesia.
Todo esto supone dos cosas importantes. Por un lado la confidencialidad y el silencio, y por otro la penitencia. Toda relación de amor y de amistad supone siempre un ámbito de privacidad, discreción y silencio, en la cual se producen las confidencias mutuas y se saborea la presencia del otro. En este sentido, la soledad no es un problema, sino un ámbito necesario para encontrarse cara a cara con el Señor.
Por otro lado, la penitencia significa que en mi relación de persona me descubro amado en exceso por Dios, y frente a ese amor intento trasmitirle mi agradecimiento y amor. Para eso invento gestos que nadie me pide, que no son obligatorios, y que reflejan lo importante que Dios es para mí. Le manifiesto que quiero que él sea el primero en mi vida, y para eso pospongo y sacrifico cosas que a mí me gustan en honor a él. Son gestos gratuitos con los que el enamorado muestra su amor, y trata de darle una alegría a Dios yendo más allá de lo que está mandado.
El sacerdote existe para anunciar a los hombres su vocación a la santidad, y para hacerla posible mediante los sacramentos. Para eso tenemos que darnos cuenta de que sin el bautismo, la eucaristía y los demás sacramentos no hay cristianismo. Puede haber esfuerzo moral, búsqueda de determinados valores o imitación extrínseca de un modelo llamado Jesús, pero no hay cristianismo. Porque el cristianismo arranca de un nacimiento que no procede de la carne, ni de la sangre, sino de Dios. Si Dios no viene, si el cielo no se abre, no hay cristianismo.
«El sacerdote existe para anunciar a los hombres su vocación a la santidad, y para hacerla posible mediante los sacramentos»
Hay uno solo que puede abrir el cielo. Ese es Cristo. Y él, de entre sus amigos, ha constituido a algunos como representantes suyos para que actuando en su nombre abran las compuertas del cielo, y así el milagro de la transfiguración del hombre se pueda seguir produciendo. Esto hacen los sacerdotes, que en virtud del ministerio recibido son testigos privilegiados de ese misterioso proceso por el cual el hombre y el mundo van siendo transfigurados por la gracia de Dios. Este proceso de transfiguración es el espectáculo más bello que existe, porque es también el más verdadero y el más bueno.
Si la finalidad del sacerdocio es servir el misterio de santificación de los hombres, es obvio que el enemigo por excelencia es el pecado, que no es una mera transgresión de una norma moral. En realidad es un poder espiritual contrario a Dios, que posee una fuerza de seducción y atracción sobre los hombres, y que pretende separarlos de Dios y alejarlos del proceso de santificación. El pecado busca hacer imposible la divinización del hombre que Dios quiere, odia a Dios y su obra en nosotros. Y odia de manera especial a los sacerdotes, que tienen la misión de anunciar a los hombres la voluntad santificadora de Dios, y hacerla posible mediante la recepción de los sacramentos.
El rezo diario de la liturgia de las horas es un compromiso solemne que los sacerdotes adquieren en la ordenación de diáconos ante Dios y su Iglesia reunida en la asamblea litúrgica. Al rezarla, no solo lo hacen en nombre propio, sino también en nombre de la comunidad a la que sirven como presbíteros, de forma que a través de ellos, toda la comunidad le da a Dios la alabanza que él merece.
La belleza de la liturgia, momento esencial de la experiencia de fe y del camino hacia una fe adulta, no puede reducirse únicamente a mera belleza formal. Es ante todo belleza profunda del encuentro con el misterio de Dios, presente en medio de los hombres a través de su Hijo, el más bello de los hijos de los hombres, como reza el salmo 45, que renueva continuamente por nosotros su sacrificio de amor.
La liturgia de la misa expresa la belleza de la comunión con Cristo y con nuestros hermanos. Es la belleza de una armonía que se traduce en gestos, símbolos, palabras, imágenes y melodías que tocan el corazón y el espíritu, y despiertan el encanto y el deseo de encontrarse con el Señor resucitado. Esta belleza está confiada a los sacerdotes cuyo modo de celebrar la misa debe ajustarse a la objetividad de la liturgia, en la que se hace patente la verdad que ella expresa.
Antes que nada el sacerdote es servidor. Como decía san Agustín, el sacerdocio es amoris officium, es decir, es el oficio del buen pastor que da la vida por las ovejas.
El sacerdocio es servicio de la belleza divina que se nos comunica en la liturgia, la cual es hermosa cuando deja que se manifieste el misterio de amor y comunión en todo su esplendor, y sobre todo cuando es agradable a Dios y nos introduce en el gozo divino.
Para un cristiano celebrar la liturgia es experimentar sensiblemente que el Señor es Dios y se nos ha manifestado. Contemplar, ver, oír, gustar y sentir en los signos y acciones simbólicas del rito la presencia sacramental de la gloria de Dios. Por eso es en primer lugar una teofanía, es decir, una manifestación de Dios. Y nosotros lo reconocemos, lo adoramos y glorificamos.
«El sacerdote ayuda y prepara a las personas para su encuentro existencial con Dios»
El sacerdote, siendo la representación sacramental de Jesucristo como cabeza, maestro, pastor y esposo de la Iglesia, también pasa a ser una representación sacramental de la paternidad de Dios. En ese sentido, la tradición cristiana a otorgado el nombre de “padres” a los sacerdotes, porque en ellos los fieles han descubierto y vivido la única paternidad de Dios, con la fuerza de crecimiento humano y espiritual que ella conlleva.
La paternidad espiritual del sacerdote incluye el cuidado y la atención personal a cada persona en su singularidad. Exige mucha dedicación y tiempo, y un comprender que cada persona es una historia sagrada, un ser único e irrepetible por el que Cristo ha dado toda su vida. Por tanto, todo tiempo dedicado a esa persona es un tiempo muy bien invertido espiritualmente hablando.
Cada persona es un ser único creado libremente por Dios y que expresa en su unicidad algún aspecto del rostro de Cristo resucitado. La tarea espiritual del sacerdote consiste en ir desarrollando en las personas su progresiva realización por la obediencia a la gracia. Para eso es fundamental que el sacerdote tenga verdadera sabiduría, y un auténtico discernimiento, por el que sepa ayudar al cristiano a reconocer las inspiraciones que el Espíritu Santo pone en su corazón, distinguiéndolas de las sugestiones del maligno, que con mucha frecuencia se disfrazan de bondad. Y también ayudarle a distinguir la verdad del error en los problemas que se refieren a la fe. Y todo esto hay que hacerlo desde una gratuidad absoluta, libre de todo espíritu de dominio y posesión.
El sacerdote ayuda y prepara a las personas para su encuentro existencial con Dios. Cuando logra que las personas conversen y confíen en Dios, consigue que experimenten una libertad cada vez mayor. Por eso se puede decir que el padre espiritual es una persona de libertad. Y quien acude a él se va haciendo libre.
“La cosecha es abundante, pero los trabajadores son pocos. Rueguen al dueño de los sembrados que envíe trabajadores para la cosecha” (Lucas 10, 2). En este año dedicado especialmente a las vocaciones sacerdotales y a la vida consagrada, le pedimos a Dios, dueño de las cosechas, que envíe santas vocaciones.
“Señor Jesús, Buen Pastor, tú nos pides que roguemos al Dueño de los sembrados que envíe obreros para la cosecha. Te pedimos que bendigas a tu Iglesia con numerosas y santas vocaciones sacerdotales y consagradas, para que viviendo en santidad y entrega, sean testigos de la alegría del Evangelio.
Que fortalecidos por tu Espíritu, respondan generosamente a tu llamado y, protegidos por tu misericordia, perseveren en la misión que les has encomendado.
María, Virgen de los Treinta y Tres, ruega por nosotros.
Beato Jacinto Vera, ruega por nosotros”.