Conocemos la obra de las Hermanas Misioneras Franciscanas del Verbo Encarnado en un punto olvidado de nuestra capital.
El barrio Unidos no es solo una postal. No es un paisaje para mirar desde lejos, ni una imagen que desaparezca cuando el sol cae sobre Montevideo. Es una realidad, una comunidad viva que requiere atención y compromiso.
Hace catorce años, esta zona humilde sobre las costas del Arroyo Pantanoso parecía estar sentenciada a vivir en la precariedad y el olvido. Pero algo cambió. Llegaron las Hermanas Misioneras Franciscanas del Verbo Encarnado, una congregación con un carisma muy especial.
“El evangelio, sólo el evangelio y nada más que el evangelio”, repite varias veces la hermana Mariana Marguery, referente de la obra que las misioneras realizan en donde antes había un asentamiento y un basural.
La congregación se fundó en 1930 y arribó a Uruguay diecinueve años después. Su misión en el barrio Unidos —como en otros rincones donde actúan, ya sea en Montevideo, Fraile Muerto, Sudamérica o incluso Angola— es mirar a los pobres sin miedo y ayudarlos a progresar desde el respeto, el amor y la fe.
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Et Verbum caro factum est, quiere decir “Y el verbo se hizo carne”. Esa fue la frase que encontró la futura fundadora de las Hermanas Misioneras Franciscanas del Verbo Encarnado, junto con una compañera que la estaba ayudando en tal misión. Estaban en un santuario en Loreto, Italia, cuando comprendió hacia dónde dirigir su naciente congregación.
“Todo comenzó en 1930 y la madre fundadora murió en 1984, así que gracias a Dios nos acompañó por muchos años. Por aquel entonces pasamos por varios nombres hasta que se clarificó hacia dónde queríamos ir. Primero ella identificó que quería ser franciscana. De hecho, dijo ‘Franciscana o muerta’ en varias ocasiones, y afirmó que sentía un espíritu sumamente franciscano, que quiere decir de alabanza a Dios y de profundo respeto por su creación. Pero, por otro lado, con su experiencia en Loreto entendió que la base de todo es Cristo, y como estaba en dónde dicen que nació Jesús, donde el verbo se hizo carne, optó por ser franciscana del verbo encarnado. Ese fue el principio de todo”, recuerda la hermana Mariana.
El carisma de la congregación está adaptado al lugar en el que estén, pero mantiene como común denominador vivir en castidad, obediencia y “sin propio”. ¿Qué sería lo último? La hermana lo explica: “Es una forma de decir que vivimos en pobreza, así lo contaba nuestra fundadora, ‘Nada es mío, sino todo de todos’”.
Además de nuestro país, la congregación está presente en Brasil, Bolivia, Italia y Angola. La casa provincial se encuentra sobre la avenida Millán, y allí comparten las hermanas.
“Somos pocas. A nivel internacional apenas superamos las cien hermanas, y en Uruguay somos veinticinco. Hay otras uruguayas que están en el exterior, de hecho, la madre general es de Fraile Muerto y la provincial es de Carmelo. Pero lo bueno es que hay un ambiente muy familiar”.
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“¡Esto era un basurero! Había basura por todos lados. El barrio entero reciclaba para sobrevivir”, rememora Rosita, una de las vecinas que compartió desde adentro toda la transformación del ahora barrio Unidos. Ella se trasladó allí en 1988, pero era otra realidad muy distinta.
“No había luz, no había ni agua. Sacábamos todos de una cachimba”, acota, mientras señala un lugar donde hoy se encuentra el Centro Comunitario Barrio Unidos, único lugar de referencia para los vecinos.
Rosita prefiere no detenerse en aquella época dura. Sus comentarios ahora son escuetos. Unos pocos fragmentos que explican la precariedad de las construcciones se cuelan en el silencio ahora reinante. Son las doce y media del martes 3 de diciembre, y en escasos minutos el patio será invadido por cincuenta niños. Rosita y Carina miran por una de las ventanas del contenedor, para no perderse ningún detalle. Con el paso de los minutos, ellas cuentan cómo cambió la realidad de la zona.
“Esto giró ciento ochenta grados después de que llegaron las hermanas, allá por 2010. Fue un cambio total, un cien por ciento. Trajeron los convenios con el Mides, las viandas, apareció la luz, comenzamos a tener agua, y hasta nos ayudaron a tener viviendas dignas. No fue algo que cayó de arriba, sino a fuerza de trabajo, de mucho esfuerzo de todas las familias de acá, y de las donaciones que nos llegan. Pero, sin dudas, todo partió con la ayuda de las hermanas misioneras. La hermana Mariana coordinó todo por acá y en el barrio es muy querida, le debemos muchísimo”.
“Rosita conoce todo el barrio”, puntualiza Giselle, que es quien coordina el club de niños desde hace casi dos años. Ella documenta a todos los vecinos de Unidos para registrar cuántos son y sus distintas realidades. Rosita realiza una especie de censo. En su cuaderno, su último registro marca que hay quinientas cuarenta y cuatro personas viviendo allí.
“Ahora estamos anotando las personas para las fiestas, van a venir a comer doscientas veintiséis personas. Obviamente no son solo niños, vienen acompañados. Somos una comunidad. Somos una familia. El centro es el punto de referencia del barrio, porque además no hay otra cosa. No tenemos otro local, una plaza… no hay nada. Tenemos una gran responsabilidad, pero también nos genera la satisfacción de saber que podemos hacer la diferencia”, complementa Giselle, mientras señala unas bolsas con donaciones.
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A cuarenta kilómetros del centro de Durazno y próximo a Paso de los Toros se encuentra el pequeño pueblo de Carlos Reyles, también conocido como Molles.
Su acceso es sencillo. Simplemente hay que continuar por la Ruta 5 y, a la distancia señalada —a la altura del cruce con la Ruta 4—, tomar a mano izquierda.
El pueblo tiene aproximadamente cuarenta manzanas. En una de ellas está instalada la hermana Mariana Marguery junto con otras hermanas misioneras franciscanas, en donde reciben a una treintena de adolescentes rurales que, cuando terminan la escuela y pretenden continuar sus estudios, no pueden hacerlo y reciben apoyo académico. Ellos permanecen de lunes a viernes allí, mientras que los fines de semana parten rumbo a sus hogares.
“La clave es que tanto los niños como las familias aprendan a sobrevivir dignamente”, explica Mariana, para posteriormente desarrollar las distintas obras que ellas realizan: “Estamos presentes de muchas maneras. Tenemos un club de niños, CAIF, un centro juvenil, una policlínica alternativa con hierbas y plantas y hasta un consultorio jurídico para personas de bajos recursos que es atendido gratuitamente por profesionales. Pero ahora vivo acá, en el campo. Voy a visitar la obra tanto en el barrio Unidos como en La Teja, pero los acompaño desde otro lugar. Por acá ayudamos a gurises rurales, hijos de trabajadores que no tendrían otra posibilidad de poder estudiar, pero también recibimos a ancianos con una casa en Fraile Muerto. Tanto allí como en Carlos Reyles no contamos con párrocos, así que nos ocupamos de todo el trabajo pastoral. Intentamos estar en todos los lugares donde podamos. Ayudé por treinta años en el barrio Unidos. Siempre voy a estar para lo que necesiten, de la manera que sea”.
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La vida de las hermanas misioneras franciscanas no es solo trabajo social. Es una vocación integral, donde el sentido de familia —entre ellas y con la comunidad— es fundamental.
Pero sin duda su lema “Y el verbo se hizo carne” cobra un significado palpable en el barrio Unidos. Allí, en cada casa, en cada niño que juega en el centro, en cada vianda repartida, su Palabra se hace acción y construye comunidad.
“Nada es mío, sino todo de todos”, decía su fundadora, y esa frase guía cada paso que dan. Mariana lo explica con especial sencillez.
“Nosotras no solo enseñamos; aprendemos de la vida de los más pobres, porque ellos encarnan a Jesús de una manera que a veces nosotros no alcanzamos. Este barrio me enseñó lo que es amar de verdad”, dice, y uno entiende que su misión aquí no tiene que ver sólo con dar, sino con compartir.
“El seminario te sirve como para desconectarte un poco y darte cuenta de qué cosas son realmente importantes. Si bien nosotros somos seculares y vamos a estar en el mundo, te ayuda a tomar distancia para prepararnos adecuadamente, como también lo hizo Jesús. También es útil para poder manejar las relaciones desde otro lugar, capaz incluso más profundo o intenso. Por ahí me veo menos con mis amigos o con mi hermano que antes pero cuando lo hago todo es mucho más fuerte, más pleno. Es como de otro sentido, y hasta te ven de una manera distinta o te hacen preguntas que antes no se animaron a plantear. Humana y afectivamente el seminario es una gran escuela, porque la realidad que encontraremos fuera, en algunos contextos o comunidades parroquiales, puede ser muy difícil. Hay personas que sufren y este tiempo nos sirve para poder empatizar con ellos de mejor manera, para poder entenderlos y encontrar esa misericordia que Dios tiene con cada uno de nosotros, y transmitirlo con todos”, concluye.
¡Todos podemos colaborar con el Centro Comunitario Barrio Unidos!
Las carencias son de todo tipo, y gran parte de su propuesta se mantiene gracias al aporte de donaciones.
Por colaboraciones se pueden comunicar a los teléfonos 098 845 527 y 098 646 492, o al correo electrónico arcadelaalegriacdnn@gmail.com.
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