Tercera entrega de la serie sobre Dante Alighieri —al cumplirse 700 años de su muerte—, a cargo del P. Gonzalo Abadie.
El año 1300 encuentra a Dante encaramado a la cima de la vida política de Florencia, una ciudad municipal ―una Comuna― que, a pesar de no gozar de una independencia declarada ni formal, en los hechos, y como tantas otras, se ha constituido en una ciudad-Estado que había sabido aprovechar el resquicio libre que le ofrecía la sostenida fricción entre los dos centros de poder políticos rivales en el interior de Italia: el papado y el Sacro Imperio Románico Germánico. Con treinta y cinco años, un hombre de entonces consideraba haber alcanzado la mitad de los años que podía vivir:
“Nuestra vida dura apenas setenta años,
y ochenta, si tenemos más vigor”
(Salmo 90, 10).
A estas alturas Dante gozaba de una gran cultura, no solo como distinguido poeta en ese movimiento intelectual de vanguardia que él mismo llamó “Dulce estilo nuevo” (Dolce stil nuovo), sino también por la singular formación filosófica y teológica que en los años 90 había cultivado en los studia, esos centros de estudios superiores que tanto franciscanos como dominicos tenían en Florencia y a los que podían acceder los laicos. Por otra parte, tomó clases de retórica latina y se adentró en los clásicos bajo la guía de Brunetto Latini, un importante autodidacta y funcionario público de Florencia.
Casado desde hacía muchos años con Gemma Donati, y con tres…, tal vez cuatro hijos, había participado, en la década del 80, en las campañas militares que la ciudad había emprendido en la Toscana, en su lucha contra los gibelinos que dominaban en otras ciudades y emplazamientos de la región. Se sabe que Dante participó contra Arezzo, en la batalla de Campaldino (1289), desempeñándose en la caballería ligera, a la que le correspondía el primer asalto al enemigo, y que supuso un gran triunfo sobre los gibelinos florentinos del exilio.
No hay indicios de que a Dante fuera a interesarle la política en sus primeros treinta años de vida, pero hay que tener en cuenta que tampoco podía participar en ella, ya que, como miembro de una familia noble, aunque muy venida a menos ―ya que apenas podía sostenerse con la renta de dos o tres propiedades que su padre le había dejado, su ejercicio le estaba vedado―, situación que cambió completamente en el año 95, cuando vemos a Dante involucrado en los principales órganos consultivos o deliberativos de la ciudad, como el Consejo del Pueblo, y el Consejo de los Cien. A partir de ese año, cualquier persona que se inscribiera en un Arte, aunque no ejercitase la profesión u oficio de esa corporación, y aunque fuera noble, quedaba habilitado para aspirar a un cargo público. Por eso Dante, al que no se le conoce actividad económica ninguna, se inscribió en el “Arte de los médicos y boticarios”, sin ser en absoluto ni una cosa ni la otra. En cinco años sería elegido prior, uno de los seis miembros del Colegio de priores que gobernaba la ciudad, por un período de apenas dos meses. El Priorato era la forma política que había instaurado a principios de los 80 la alta burguesía ―la oligarquía económica― nucleada en las Artes de los financistas y mercaderes poderosos, pero en los años sucesivos las Artes medianas y menores ―la clase media― fueron ganando terreno, y en 1293, con los Ordenamientos de Justicia, dieron una patada en el tafanario a los miembros de la oligarquía ―tanto de sangre como del dinero―, prohibiéndoles la acción política.
Esto calentó notablemente el clima social y político, pues los magnates ―que eran los mismos que mandaban en el partido güelfo, el único que había, pues los gibelinos habían sido totalmente derrotados―, buscaban operar como fuera para seguir manejando indirectamente los destinos de la ciudad. El sector más radical y combativo de los güelfos, liderado por el pendenciero Corso Donati ―de antiguo linaje feudal pero sin apreciables fortunas―, tiene la sangre en el ojo por todo lo que representan esas leyes antimagnates de los Ordenamientos, que buscan hacerlo a un lado del gobierno y del futuro florentino, y convertirlo en una anécdota de la historia. Para Corso y su gente los Ordenamientos son como un puntapié en los santísimos dídimos, pues ellos no quieren ser ordenados por nadie. Le gusta andar libremente, tomar y disponer, mandar y hacer justicia por mano propia, como era su costumbre, y estas maneras municipales, y estos consejos más democráticos, no le sientan nada bien, así como tampoco las leyes municipales de convivencia cívica con que el Priorato pretendía pacificar la ciudad se avienen a su temperamento altivo y desdeñoso, al que le resulta más natural ceder a la violencia y los golpes de mano, que inspiran su propia ley y se adecuan más cómodamente a su idea de participación urbana. A esta facción, conocida como la de los negros, o donatistas, pertenecen los Spini y los Mozzi, y otras encumbradas familias cuyas casas bancarias manejan las finanzas del papado, y por este motivo sus intereses contarán con el apoyo del papa Bonifacio VIII.
En efecto, el acceso de Dante a la política sucede en los años en que la violencia entre negros y blancos vuelve a conmover las calles de Florencia, y en especial las del barrio de San Pedro.
Un ala más solapada del partido ―decir más sosegada sería un exceso― y de la élite de la aristocracia, ya feudal, ya capitalista, menos amiga de los aspavientos y bravuconadas en público, más vigilante de las apariencias y celosa del control de sus culposas pasiones e intrigas, pero igualmente resentida y militante contra las medidas comunales que buscaban quitarles la sartén de la mano ―un vano intento, pues los magnates seguían influyendo por vía oblicua en los destinos de Florencia, como lo hacen en cualquier democracia del mundo― está liderada por el hombre más rico de entre los ricos, aunque privado de abolengo, Vieri Cerchi, dueño de la mayor compañía bancaria florentina, que se había afincado en el mismo barrio en que vivían los Donati, San Pier Maggiore, cosa que como podemos imaginar no gustó nada a Corso, que debió tolerar con dientes apretados cómo los Cerchi invadían su territorio comprando las casas y fortalezas de una familia de rancio linaje como los Guidi. También los Alighieri pertenecían a ese barrio, y aunque Dante tenía por esposa a una Donati, estaba ligado a la facción de los blancos, la de los Cerchi, aunque detestaba por igual el modus operandi de unos y otros, abocados a la degradación social a la que conduce la lucha del poder, la violencia, la avaricia, y el desenfreno moral de los poderosos, que ha venido a hermanar a los nobles de otrora con esta nueva alcurnia nacida de la soberbia del dinero. A todos los dejará retratados en su Comedia. Para el poeta, la verdadera nobleza nada tenía que ver con esta degradación ética, que tanto fustigará, sino con la virtud moral y espiritual, movida por el amor que transforma verdaderamente a los hombres, y propende a una convivencia social humana y pacífica, y que Beatriz Portinari alumbró en sus años juveniles, abriendo una brecha coruscante y mística que le permitió atisbar en “una maravillosa visión” los resplandores de donde procedía tanta vida, y a donde aquella joven había sido elevada, resplandores que ahora, cuando el mundo se estaba volviendo más oscuro que nunca, como un lugar áspero y salvaje, habrían de ofrecerle una oportunidad ―ligada siempre a aquella muchacha muerta y amada y glorificada en el cielo―, la única con la que contaba para salvarse en medio de la noche profunda que describirá en el canto inaugural de la Divina Comedia.
En efecto, el acceso de Dante a la política sucede en los años en que la violencia entre negros y blancos vuelve a conmover las calles de Florencia, y en especial las del barrio de San Pedro. El velatorio de una mujer, por ejemplo, desembocó en una trifulca de proporciones monumentales, que terminó en el asalto a las casas y consortería de los Donati. Por su parte, la mano larga de Corso lograba asesinar a jóvenes blancos detenidos en las cárceles. Golpe a golpe, las pandillas facciosas se enfrentaban en las calles, mientras Corso se hacía con el control de la ciudad, manejando a discreción a los podestás (los alcaldes) de turno que, corrompidos y sin rubor alguno, contorsionaban las leyes para hacerlas recaer a medida sobre víctimas selectivas, o directamente hacían desaparecer expedientes judiciales que incriminaban al líder negro, iniquidad que terminó finalmente detonando como una bomba social que derivó en levantamientos populares, y en el destierro de Corso, quien sin ambages había admitido cometer la íntegra retahíla de desmanes que le imputaban. Es en ese preciso momento que Dante fue elegido prior, en junio de 1300, y como las revueltas y refriegas no se detenían, y como los blancos ―que ahora retenían el gobierno― lograron desbaratar una conjura en ciernes que preparaban los donatistas, y como los enfrentamientos se perpetuaban con singular virulencia, el Priorato adoptó una sanción salomónica, confinando, en dos ciudades distantes a 150 kilómetros de Florencia, a los cabecillas más revoltoso de uno y otro bando, negros y blancos, a sus familias y esbirros más connotados, en número semejante. Entre ellos marchó al exilio su mejor amigo y notable poeta, Guido Cavalcanti, que encontrará la muerte muy pronto al contraer la malaria en la zona pantanosa a la que fue destinado, hecho que debió cargar la conciencia de Dante, el cual, habiendo dejado ya su cargo como miembro del priorato, formó parte de una embajada a Roma para apaciguar los ánimos del papa Bonifacio, el cual había fruncido el ceño a Florencia, y tomado medidas contra la ciudad que veía en manos de los blancos, los que habían tenido el descaro irritante de hacer volver pronto a los confinados de su facción, mientras los negros continuaban cumpliendo su pena. El papa se mostró conciliador, pero, mientras tanto, consumaba el plan que los florentinos tanto temían, y era el auxilio que había pedido al rey de Francia, Felipe el Hermoso, para que enviara a su hermano, Carlos de Valois, a poner orden en Florencia, y claro está, restaurara a los negros, aliados del pontífice. Tal vez el papa pensara realmente en pacificar y equilibrar las fuerzas entre ambos bandos güelfos, pero lo cierto es que, llegado a las murallas con 500 jinetes, las autoridades de Florencia, atemorizadas y confundidas, se resolvieron finalmente a abrirle las puertas a Carlos de Valois, quien, al parecer, pasados algunos días, dejó entrar a Corso Donati y sus hordas, que retomaron la venganza, los destierros, las condenas, las confiscaciones, las destrucciones de casas de sus enemigos los blancos y los Cerchi, que huyeron en masa. Dante probablemente se hallaba en Roma, entretenido en las negociaciones. En enero de 1302 fue condenado a muerte, a la hoguera, y jamás pudo regresar a su tierra. Las primeras líneas de la Divina Comedia remiten a ese tiempo en que Dante alcanzó la cima del éxito y fue rodeado por las sombras peligrosas que envuelven el poder:
“A la mitad del camino de nuestra vida
me encontré en una selva oscura
porque había perdido la buena senda.
Y ¡qué penoso es decirlo, qué cosa dura
aquella selva tupida, áspera y salvaje
cuyo recuerdo renueva el pavor”.