Fin de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
La fiebre amarilla interrumpió abruptamente el vicariato de José Benito Lamas, sin que hubiera cumplido siquiera tres años al frente de la Iglesia. El poeta y político colorado Heraclio Fajardo dedicó un capitulito de su Montevideo bajo el azote epidémico, publicado en el mismo año de la peste, 1857, a la figura del vicario: “su cabeza estaba blanca, sus piernas enflaquecidas, sus fuerzas agotadas…”, dice, admirado de su labor entre los enfermos de una ciudad apestada y fúnebre, desierta, apocalíptica, en que se veían pasar por una calle aquí, y la otra allá, los coches fúnebres en que se amontonaban los cuerpos, y las repetidas camillas, urgidas y apremiantes, transportadas por delincuentes y criminales, presos liberados para la ocasión y la infamia, seleccionados para el matadero —y custodiados por la policía—, a veces borrachos, profiriendo obscenidades por las calles solitarias y espantadas, cargando un muerto o un moribundo que yacía debajo de unas ropas salpicadas de vómito negro, rumbo al Hospital de la Caridad o directamente hacia la Muerte, al cementerio, donde se los enterraría bien adentro, con una buena cantidad de cal encima, a veces sin tiempo ni para averiguar el nombre, y mucho menos las circunstancias, la historia, algún pariente, algo. No hay cosa peor que ser un apestado. Algunos morían así, con el solo título de: “un cadáver”, “un anciano”…
Hubo quienes también a él, al vicario, le insistieron para que huyera, para que abandonara la ciudad, sí, también él, como ocurrió con dos tercios de la población, como ocurrió incluso con el presidente de la república, con sus ministros, con los legisladores, con tantos que debieron dar el ejemplo y no lo hicieron, pero el vicario apostólico “se resistió enérgicamente, hasta inclinar su frente venerable a los decretos de Dios” —señala el engolado poeta—, rendido por el poder del entonces desconocido y minúsculo Aedes egypty, un mosquito asesino y todavía sin prestigio, en el que nadie pensaba a la hora de echar culpas por la calamidad que se había desatado sobre la población, en especial sobre la más indigente, y que había traído desde Río de Janeiro el vapor británico Prince. Los ingleses, una vez más. En aquellos días no se dijo “lavate las manos y quedate en casa”, sino solo “lavate las manos y mantené aseada toda tu persona, tu casa, tu calle, y cubrí bien el tacho de basura”. “Ah, y no tires tus deyecciones a la calle”. Sí, era común que la gente, en tiempos en que las condiciones higiénicas y sanitarias eran inexistentes o penosas, y en que muchos carecían de letrinas, arrojaran a la vía pública, sin el menor rubor, las íntimas deposiciones. La propagación de la fiebre amarilla era asociada a la inhalación de efluvios y miasmas pestilentes y mefíticos, que se procuraba, quiméricamente, evitar.
Muchos de los que se fueron, como se dijo, no faltaron a aquel precepto profiláctico, y se lavaron bien las manos. Los que se quedaron, luchaban contra un fantasma, y hasta con el mismísimo sino, el fatal destino: un inglés —otra vez— había pronosticado el fin del mundo, y los periódicos propalaban la voz del astrólogo mala onda. Sucedería el 14 de abril. Lo escrito, escrito está, y contra eso no se puede uno rebelar.
La figura de don José Benito Lamas lucía decaída y añosa, pero había cumplido en enero setenta años, una edad considerada senil en la época. Por otra parte, sus años como vicario, aunque pocos, le habían proporcionado numerosos sobresaltos, inquietudes y contrariedades que no se van sin dejar sus marcas en el cuerpo y la salud. Si bien se había propuesto, al asumir, una conducción armoniosa de la Iglesia, evitando los rigores y medidas drásticas de su predecesor, el arrebatado, el implacable Joaquín Reyna, pronto se vio inmiscuido en el conflicto, y hasta quizá se sorprendió a sí mismo adoptando la dura medida con la que lo destituyó, y que le consiguió una observación del nuncio Marini, que vio en ese asunto una precipitación indelicada para con aquel buen viejo, como lo calificó, muy conciliadoramente, es cierto, al bravo y pugnaz Reyna.
Pronto tuvo frente a sí a un grupo de sacerdotes en los que vio la oposición ante la cual debía tomar recaudos. ¡Pero eso es inevitable! El cabecilla, el cerebro, era Francisco Majesté, un exjesuita, el típico clérigo intrigante que sobrevive a los distintos gobiernos, y con el que estos mantienen relaciones patológicas, porque o bien lo necesitan o bien quieren sacárselo de encima, pero no tanto como para no recurrir a su auxilio en algún momento. Majesté se mantuvo años en la órbita de la curia. Para peor de los males, era confidente del nuncio Marino Marini, quien sugirió a Lamas su nombre, discretamente, para ocupar el cargo de secretario. Pero el vicario, tal vez para no tener un topo en el interior de su equipo de curia, tal vez, simple y rectamente, para no incluir a un intrigante, lo relegó, con excusas pero lo relegó, con lisonjas pero lo relegó. Eso es poco para ti, un hombre de tu capacidad… Me gustaría que pudieras relevarme en la cátedra de teología dogmática y moral…
El “capaz y maquiavélico” Majesté, que se había desempeñado como secretario del belicoso Reyna —dice Darío Lisiero en su estudio sobre el gobierno eclesiástico de Lamas—, se lamenta en carta al nuncio: “La única persona a quien se le remueve de su actual posición es la de un recomendado, pero dicen que es para elevarlo más. ¡Dios les pague en gran caridad!”. Pero asegura que, a pesar de que quieren mantenerlo al margen, él se enterará de lo que acontece en la “Babilonia escandalosa”, como llama a la curia.
En torno a Majesté fue conformándose el grupo clerical opositor. De acuerdo a Lisiero, se trató de «una solapada guerra sin cuartel», que solo la muerte de Lamas interrumpió. Es frecuente que en la vida de los santos uno se tope con chusmeríos, enredos, y maledicencias de todo tipo. (Y en la vida de cualquier persona, lamentablemente). Varios miembros de este grupo continuarán con sus maniobras pocos años después, y también fastidiarán al nuevo vicario, Jacinto Vera. Allí estará también Francisco Majesté, organizando la orquesta, pero siempre con astucia, en segunda línea, evitando mostrarse y simulando fidelidad y buen servicio. Por eso decía: el típico intrigante eclesiástico.
Majesté denunció que su correspondencia con el nuncio había sido violada por algún miembro de la curia. Por su parte, en agosto del año 1856, la curia dio a luz una carta cuyo autor, que se quería dejar en las sombras, informaba de una serie de calumnias con que un grupo de sacerdotes había querido remover de su silla al vicario, informando a un personaje, allegado al papa, que había recalado por Montevideo un tiempo, el padre José Ignacio Víctor Eyzaguirre, con la esperanza de que este influyera en el ánimo del santo padre. ¿Sería cierta la carta de ese supuesto sacerdote arrepentido, o solo una maniobra ilusiva y ficticia, para poner al descubierto la enemistad del grupo disidente? Señalado como cabecilla de la conjura, Majesté negó rotundamente la vil imputación, así como negó la existencia de un grupo hostil o inamistoso de clérigos. Lisiero concluye que, al menos, el episodio manifiesta los fantasmas en que se movía el vicario, temeroso de que su cargo estuviese en jaque.
Lisiero ha referido, también, cierto temor de Lamas por la posible reacción negativa que pudiera producir alguna decisión suya. Es algo natural. Movido por cierto recelo respecto a la consideración que tenía el clero acerca de su gestión como vicario, y algo afectado por algunos reparos que el nuncio le había hecho —ninguno muy importante tampoco—, resolvió hacer una consulta, destinada a los párrocos, acerca de su gobierno. ¿Qué opinión tenían? ¿Querían registrar alguna queja o dejar asentada alguna observación, acaso? No. No quisieron. La opinión fue favorable mayormente. Es natural, también, que sea favorable. Suele ser así. El vicario, seguidamente, envió el conjunto de respuestas a la nunciatura en Río de Janeiro. Sí. Reinaba el orden y la paz. Al menos eso decían las encuestas, la consulta. Algún malicioso podrá insinuar que eso fue pura demagogia demoscópica y populista, y que, cuando se vota a mano alzada, el jefe ya conoce el resultado. Pero eso es ser mal pensado.
A Lamas se debe el primer encontronazo con la masonería, que en aquellos años se iba extendiendo y tornándose poderosa. Publicó y dio a conocer las condenas que sobre la secta habían pronunciado distintos papas: “Disposiciones vigentes de la santa Iglesia sobre las sociedades secretas”.
Don José Benito Lamas, el vicario envejecido y cribado por tantos y difíciles asuntos de gobierno, no se amilanó y permaneció en el humilde servicio apostólico, “y se lo veía cruzar la ciudad a cualquier hora del día o de la noche, de un extremo al otro, para llevar los sacramentos a la cabecera del moribundo, a la morada del pobre”, a todas partes donde era reclamado, recuerda Heraclio Fajardo.
El fuerte pampero que sopló a fines de abril trajo, junto a la tormenta y el descenso de temperatura, la feliz esperanza de que los vientos se habrían llevado el flagelo hasta disolverlo en el éter remoto y perderlo para siempre. Todos se alegraron, y es seguro que el hombre de sotana, pelo ceniciento, piernas enjutas y lánguido aspecto, se dejó ganar por la ilusión, mientras el invisible Aedes egypty hacía estragos en sus débiles, en sus desprevenidas carnes. «A la desaforada esperanza, sucedió, como es natural, una depresión excesiva», reza una línea del cuento La Biblioteca de Babel. Así sucedió en Montevideo, cuando reanudó la peste que la Junta de Higiene había declarado perimida, y que debió restaurar, días más tarde, cuando la parca y el mosquito renovaron su labor. El 9 de mayo moría el tercer vicario apostólico de Montevideo, el P. José Benito Lamas.