Reflexiones sobre la paz de Cristo. Escribe Leopoldo Amondarain.
Con gran alegría recibimos la noticia del nombramiento del nuevo papa León XIV, cuyas primeras palabras fueron hacer un llamado a la paz, deseando con todo su corazón que la paz de Cristo resucitado entre en nuestros corazones. Por dicho motivo me pareció oportuno reflexionar sobre la paz que da Cristo.
En las enseñanzas de Jesús la paz desempeña un papel muy importante. Ella fue anunciada desde su nacimiento durante la noche de Navidad cuando los ángeles cantaron: “Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él”, pero no como la da el mundo.
En la última cena Jesús mismo dirá a sus discípulos: “Les dejo la paz, les doy mi paz”. Y una vez resucitado, Jesús se presentó a sus discípulos con el mismo deseo de paz: “La paz esté con ustedes”, como si quisiera anunciarles el final de toda inquietud.
Los apóstoles comprendieron esta centralidad de la paz y por eso hicieron de la expresión “gracia y paz” un saludo típico del Nuevo Testamento, como se ve en los escritos de san Pablo, san Pedro, san Juan y en la Carta de Judas.
Por otro lado, la liturgia también subraya la importancia de la paz en el rito de la comunión. El sacerdote antes de que vayamos a comulgar dice: “concédenos la paz en nuestros días”, para luego seguir orando y recordando el don de la paz: “Señor Jesucristo, que dijiste a tus apóstoles: La paz les dejo, mi paz les doy, no tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia y, conforme a tu palabra, concédele la paz y la unidad”.
Lo primero que hemos de caer en cuenta es que la paz de Cristo no suprime los conflictos, sino que cambia la manera de vivirlos. Por eso, el Señor la llama “mi paz” y la distingue de la paz tal como la entiende el mundo. La diferencia radica en que la paz que da Cristo es una realidad interior a la vida del discípulo. Es una paz que está ante todo dentro de él, y que solo más adelante podrá eventualmente manifestarse exteriormente.
La paz que da Cristo está en el interior de los discípulos y es un tesoro escondido que espera ser descubierto. Jesús nunca anunció una época en la que desaparecieran las guerras, sino más bien habló en el sentido que cuando más se acerque su segunda venida más aumentarán los conflictos y persecuciones contras sus discípulos, cuya paz brota de la relación personal e íntima de cada uno con Jesús mismo.
Por tanto, la paz de Cristo es algo que él pone en nuestro corazón, y que nos hace capaces de vivir todas las guerras que nos toque vivir teniendo paz en el corazón.
La paz que Jesús nos da es un don del Espíritu Santo, y el creyente solo puede suplicarla insistentemente, y esperar pacientemente recibirla. Por eso es una paz que puede subsistir en medio de las situaciones más conflictivas. Esto es lo que nos impresiona cuando recibimos los testimonios de los cristianos que están perseguidos a causa de la fe. Lo más llamativo es la paz que tienen, y que no guardan ningún rencor ni resentimiento. En definitiva, viven esos conflictos con la paz que Cristo pone en sus corazones.
Para entender bien todo el tema de la paz tenemos el salmo 23, que curiosamente no habla directamente de la paz, pero cuando lo rezamos deja mucha paz en nuestros corazones.
“El Señor es mi pastor, nada me puede faltar. El me hace descansar en verdes praderas, me conduce a las aguas tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por el recto sendero, por amor de su Nombre. Aunque cruce por oscuras quebradas, no temeré ningún mal, porque tú estás conmigo: tu vara y tu bastón me infunden confianza. Tú preparas ante mí una mesa, frente a mis enemigos; unges con óleo mi cabeza y mi copa rebosa. Tu bondad y tu gracia me acompañan a lo largo de mi vida; y habitaré en la Casa del Señor, por muy largo tiempo”.
Este salmo empieza con el nombre del Señor, lo cual nos invita a contemplar la paz como un misterio y no como un simple sentimiento psicológico. Los cristianos sabemos que la fuente de la paz es Dios, que es un océano de paz como decía santa Catalina de Siena.
El salmo conecta la realidad del Señor, como nuestro pastor, con el tema de la abundancia al decir “nada me falta”. Es decir, no necesito nada, porque el Señor es mi pastor.
Debemos entender estas palabras desde el punto de vista de nuestra finalidad en esta vida, que no es otra cosa que dar gloria a Dios y extender su reino. Dios, que es pura sobreabundancia, nos da todo lo que necesitamos para realizar nuestra salvación y nuestra misión. Sin embargo, a los hombres nos cuesta percibirlo. También le pasaba a los discípulos de Cristo, tanto que el Señor tuvo que decirles: “Cuando los envié sin bolsa, ni alforja, ni sandalias, ¿les faltó alguna cosa?”. Y ellos contestaron que nos les faltó nada.
Curiosamente el salmo menciona el descanso antes que el alimento. Uno pensaría que si el Señor es mi pastor, lo primero que haría es darle de comer a sus ovejas. Sin embargo, lo primero que menciona es el descanso. Esto es así porque el reposo es esencial para entender la naturaleza de la paz de Cristo. La paz es al alma lo que el reposo es al movimiento. Dios es nuestro reposo, y la paz interior es la participación en el reposo de Dios. Cuando por la gracia nos hacemos partícipes de la vida divina, entramos en el reposo de Dios. Por eso Jesús se atreve a sustituir al sábado, que en el judaísmo es el día del descanso. “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré” dijo el Señor.
El creyente tiene la confianza que el buen pastor es sabio y conoce los mejores caminos. La sabiduría del buen pastor es el fundamento de nuestra docilidad y de la paz interior. Además, el honor del pastor consiste en conducir al rebaño por los mejores caminos, porque así se muestra su sabiduría y la gloria de su nombre.
Las oscuras quebradas de las que habla el salmo 23 son algo consustancial a la vida humana, porque hay muerte, dramas, sufrimiento y culpabilidades. Todo eso forma parte de la vida y constituyen lo que el salmo llama “oscuras quebradas”. El salmista afirma contundentemente: nada temo porque tú vas conmigo. Ese “tú” referido al Señor indica la intimidad y la amistad que se ha creado entre el Señor, que es buen pastor, y cada una de sus ovejas que somos los creyentes. Por fuerte que sea la prueba, el Señor estará con él. De ahí que se pueda afirmar con san Pablo: “todo lo puedo en aquel que me conforta”. Por esto tenemos la certeza que la presencia del buen pastor en cada momento de nuestra vida sea el fundamento de la paz interior.
La vara y el bastón que menciona el salmo son los símbolos del poder del buen pastor. Con la vara defiende a las ovejas del lobo, y con el bastón las rescata cuando se meten entre las zarzas. Los padres de la Iglesia han visto en estas dos imágenes una prefiguración de la cruz de Cristo que nos salva del maligno y nos conduce por el buen camino.
A la imagen del pastor se agrega la del anfitrión generoso. Dios no trata al creyente como a una pequeña oveja de su rebaño, sino como a un invitado importante que se alimenta en su misma mesa, y que es protegido frente a sus enemigos, de forma que vean que es amigo personal del Señor.
Nuestra vida es un combate contra nuestros enemigos, tanto exteriores, como interiores. La imagen del banquete en la mesa del Señor es la imagen de la victoria sobre ellos. Porque el Señor no solo quiere mostrar el amor que nos tiene frente a nuestros amigos, sino también frente a nuestros enemigos, anticipando así las palabras de Cristo en el Apocalipsis: “Obligaré a que se postren delante de ti y reconozcan que yo te he amado”.
La imagen de la copa que rebosa a la que hace referencia el salmo trasmite el entusiasmo del salmista por la acción de Dios. El verbo rebosar indica que la acción del Señor supera la medida, siendo una especie de exceso divino. Esto nos muestra que la paz divina no tiene nada de apatía o de anestesia del deseo. En algunas creencias la paz implica no sentir nada, mientras que la paz que da Cristo implica un entusiasmo, siendo en definitiva la expresión de la alegría.
El Señor nos educa no solamente haciéndonos desear la paz, sino también haciéndonosla gustar por participación. El salmo 23 lleva la esperanza a la plenitud total al decir: “habitaré en la Casa del Señor, por muy largo tiempo”, es decir, entraré en el reposo del Dios y viviré en la casa del Padre. Ahí la única ocupación será cantar un aleluya sin fin, con una paz perfecta en donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos, ni fatigas, ya que el mundo viejo habrá pasado.