Una reflexión acerca de la Cuaresma y la transfiguración de Jesús. Escribe el P. Gonzalo Abadie.
Este domingo segundo de Cuaresma escuchamos el evangelio de la transfiguración de Jesús en lo alto del monte, que la tradición ha querido identificar con el Tabor, plantado al pie de la Galilea, y desde cuyas alturas se domina, al sur, el fértil valle de Jezreel, conocido también como la llanura del Esdrelón.
Por estos campos dilatados y diáfanos de Jezreel podían cruzar los ejércitos de oeste a este, desde Egipto hasta la Mesopotamia, sin toparse con las montañas que atraviesan Israel, de norte a sur, formando una columna vertebral que corre paralela al río Jordán: los montes de Galilea, Samaría y Judea. La zona, por tanto, concentraba un enorme interés y celo militar. Allí, al otro lado del valle, a unos treinta kilómetros, la milenaria fortaleza en el monte de Meguido ―conocido también con su nombre griego, Armagedón―, ha sido testigo de numerosas batallas. Este es el motivo para que el Apocalipsis imagine, en este lugar, la batalla final de la historia, la del gran Día, el de la Ira de Dios, cuando Gog y Magog lancen la embestida total y escatológica contra el campamento de los santos, la Ciudad amada, la Iglesia, a la que han rodeado, luego de reunir un ejército grande como las arenas del mar, formado por pueblos de toda la tierra. Entonces, de pronto, un fuego del cielo los consumirá…
En cierto sentido, el texto de la transfiguración, prefigura ese destino último de la humanidad, ese fuego caído de lo alto. Pedro, Santiago y Juan son testigos del fulgor resplandeciente que envuelve la figura y las ropas de Jesús en la cima del otro monte, el Tabor. Sus vestimentas no pueden ser más blancas, más puras, inmaculadas. Se trata, sin duda, de la gloria de Dios. Los discípulos participan de esa revelación: ese al que siguen no es solo un maestro, ni solo un profeta, ni siquiera solo el Mesías profesado poco antes por Pedro en nombre de todos ellos. Es más que eso. “Este es mi Hijo muy amado” dice la voz de Dios velada tras la nube. Un Hijo que parece participar de la gloria divina, y capaz de ser él mismo fuente de luz. Pero esta iluminación dura un instante. Pronto la vida retorna a su normalidad. Esa escena en que todos han quedado transfigurados por la epifanía, la especial manifestación de Dios, pierde su fuerza. Incluso los discípulos tienen prohibido darla a conocer hasta que el Hijo del Hombre, dice Jesús, que se ha apropiado de este título, resucite de entre los muertos.
¿Pero por qué esta escena luminosa nos aguarda en plena Cuaresma, más acorde a lo bajo y deslucido, a la lucha y las tentaciones, a la conversión, al desierto provisorio e inhóspito, inclinada más en echar una mirada a la caída del hombre que a su elevación, más a la pasión que a la gloria? Sin duda la nota de la pasión y el sufrimiento, aunque disimulada, está presente en el evangelio, pues la comunicación del acontecimiento está condicionada por la resurrección de entre los muertos. Todo lo que vieron aquí, parecería decir Jesús, depende de una cosa: mi muerte y resurrección.
En el primer plano de nuestra retina, sin embargo, está la luz blanca resplandeciente, la imagen sobre la que resuena la voz de Dios, solemne, que presenta a Jesús como su Hijo muy amado, al que hay que escuchar. Una luz que se intuye como la expresión del amor del Padre por el Hijo, una luz que ilumina, que atrae de modo irresistible ―¡no dan ganas de bajar, de bajar al desierto!―, y que no puede desligarse de la palabra que ha de ser escuchada.
Todo el pasado había esperado este momento. Los profetas lo habían anunciado: la venida del Hijo del Hombre, un hombre muy especial, pues vendría del cielo, desde el lugar donde un Anciano ―Dios― se muestra con vestiduras blancas como la nieve, y posee unos cabellos también blancos, como de lana pura. Elías se aparece en el Tabor, en nombre de todos ellos. También se aparece Moisés, que quiso ver la gloria de Dios, gracias que no le fue concedida. Allí, en el Tabor, también se realiza su deseo. Había recibido, además, las tablas de la ley en lo alto del monte Sinaí. Ahora Dios invita a escuchar a su propio Hijo.
El evangelio cobra una fuerza distinta cuando entra en diálogo con los textos que la liturgia ha puesto a su lado. Ellos pueden conducirnos a apreciar mejor la luz que irradia Cristo y que lo transfigura todo, convirtiéndolo en algo nuevo. La primera lectura presenta el pasaje en que Abraham se dispone a sacrificar a su hijo Isaac. Dios lo impide: “No pongas tu mano sobre el muchacho ni le hagas ningún daño”. Es un texto inolvidable, que pone en evidencia la práctica de los sacrificios humanos en los cultos de la región. Muestra también el rostro de un dios implacable, cruel y terrible. Pero no, este Dios es distinto. No quiere eso. El drama de Abraham termina. Su hijo Isaac había preguntado dónde estaba el cordero para el sacrificio…
«La luz que irradia Cristo y que lo transfigura todo, convirtiéndolo en algo nuevo»
El salmo 115 transforma en canto esa experiencia, que se vuelve universal entre los fieles del Señor: “¡Qué penosa es para el Señor la muerte de sus amigos!”. No. A Dios no le gusta que los suyos sufran, ni que mueran. “Tenía confianza, incluso cuando dije: “’Qué grande es mi desgracia!”. Aun en el peor momento, el salmista sentía la amistad de Dios muy cercana.
A Abraham le había sucedido lo mismo. Confiaba. Y Dios alaba su confianza: “no me has negado ni siquiera a tu hijo único”. Simplemente confió, y no se equivocó.
El punto de inflexión o de ruptura, el golpe de perplejidad, sucede en boca de san Pablo, con la segunda lectura:
“El que no escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros…”. Otras traducciones pueden resultar aún más inquietantes: “El que no perdonó a su propio Hijo…”. Sin duda el versículo busca el diálogo con la situación de Isaac. A él sí lo perdonó, pero a su propio Hijo, no. ¡Desconcertante! El Padre no quiere el sufrimiento de nadie, ni mucho menos el precio de una vida. Pero, ¿por qué no evitó el de su Hijo? ¡Incluso dice que lo entregó!
¡Que lo entregó por todos nosotros! En estas últimas palabras encontramos por dónde rever el asunto. Fue por nosotros que entregó al Hijo. Por lo tanto las palabras de Pablo no apuntan a una crueldad de Dios Padre, como una lectura casual e inadvertida podría conjeturar, sino todo lo contrario. Pero nos choca porque nosotros no podríamos amar así. Su amor por nosotros fue lo que forzó al Padre a no retener, ¡a no salvar a su Hijo único! Entonces no estamos ante un Padre de piedra, sino a alguien que realmente perdió un Hijo en la cruz. Por amor. No uno que miró a distancia, sino que fue atravesado, él también, por una pasión, una pasión de amor. Por amor a nosotros permitió que le hicieran lo que evitó en Isaac. Entregó todo lo que tenía, su Hijo muy amado. “En la humanidad de Jesús Redentor se encarna el sufrimiento de Dios”, dice Juan Pablo II en su carta sobre el Espíritu Santo.
Nuestro pecado, desinterés e indiferencia hacen sufrir al Padre. Por supuesto que es un sufrimiento debido a un amor libremente elegido, pues él no necesita de nuestra respuesta. ¿Qué podemos darle? Nada. Dios no tiene necesidad ninguna, es omnipotente. Jesús, por su parte, se expresa del mismo modo: “El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí misma”. Ambos están unidos por un mismo querer, una misma voluntad, un amor cuyo precio es la propia vida. Por nosotros, por nuestros pecados. Su comunión con el Padre es total: “este es el mandato que recibí de mi Padre”, dar la vida y recobrarla.
Este amor brilla como una luz cegadora, un amor capaz de iluminar para siempre un corazón. “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?”. La luz que irradia Jesús en lo alto del monte es la luz de Dios, luz de luz, como profesamos en el credo. Es la luz del amor que no se reserva nada, y que se expresará con un sacrificio: el de Dios mismo, hecho hombre. El de Jesús, que agradece al Padre por ser tan bueno. Jesús realiza la voluntad del salmista, que quiere ofrecer un sacrificio de alabanza, porque para el Señor es penosa la muerte de sus amigos.
Esta luz de amor es la gloria de Dios, un sacrificio que se consumará en la cruz. La Cuaresma es un tiempo en que la Iglesia nos invita a participar más vivamente del misterio de Cristo, de nuestra participación en ese misterio. Un tiempo para meditar y rezar el amor de Dios que nos libra del desierto. Un reconocimiento y renovación de nuestra condición bautismal: “somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu” (2 Cor 3, 18). Un tiempo de conversión, es decir, de fe en el amor incondicional de Dios.
Los tres discípulos debían aguardar que la Pascua iluminase el mundo entero. Hasta entonces no podrán comprender qué cosa significa la resurrección. Ese fuego que caerá del cielo el gran Día, ¿no será el mismo fuego de la cruz, la misma luz, el mismo amor de Pentecostés? Esa es la batalla del Armagedón, la batalla con que Dios hace frente al mal del mundo. La batalla que libró en el Calvario.