Escribe Leopoldo Amondarain Reissig
En la existencia del ser humano hay dos tiempos: el tiempo de nuestra vida terrena, y el tiempo de la eternidad. Mientras el tiempo de la vida terrena es el tiempo de la misericordia divina, el tiempo de la eternidad es, además de la misericordia, el tiempo de la verdad. Esto es así, porque en la eternidad entramos en un tiempo en donde quedará patente a nuestros ojos la verdad de nuestra vida, independientemente de los relatos que hayamos hecho para los demás, e incluso para nosotros mismos. Y lo que marca el pasaje de un tiempo a otro es la muerte.
Los que mueren en la gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, reciben después de su muerte una purificación a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Esto es lo que la Iglesia llama purgatorio.
La pregunta que surge es: ¿por qué es necesario el purgatorio? La respuesta la da el libro del Apocalipsis cuando habla de la Jerusalén celestial: “Nada impuro podrá entrar en ella”.
La vida en el cielo es una participación en la vida misma de Dios. Claramente para estar unidos a Dios es necesario que no tengamos ninguna adhesión al mal, porque para estar completamente unidos a Dios en una comunidad total y perfecta de vida hace falta que seamos como él es, es decir, solo amor y totalmente amor.
Santa Teresita decía: Dios es solo amor y misericordia. Por tanto, mientras nosotros no seamos solo amor y misericordia, sino que haya algún rinconcito de egoísmo, no estaremos en condiciones de vivir en la comunión total y perfecta con Dios.
Quien se atrevería a pensar de sí mismo que a la hora de su muerte está ya en un estado de perfecto amor, y que no queda el más mínimo egoísmo. De ahí que se entienda que haga falta una purificación total para entrar en la comunión perfecta con Dios.
Como decía san Juan de la Cruz, todo pecado por leve que sea, deja en nosotros una secuela y una herida que tiene que ser sanada antes de entrar en la plena comunión con Dios. Incluso, el santo llega a hablar de afecciones desordenadas, refiriéndose a ese gustito por el pecado que todos tenemos, y que se nota en que no terminamos de estar todo lo alegres que deberíamos estar por servir al Señor.
Estas malas afecciones, nos enseña san Juan de la Cruz, “no solamente crean en el cuerpo deformidades e indisposiciones para la plena unión con Dios, sino también y más aún en el alma, pues son apetitos que cansan el alma y la atormentan y oscurecen y la ensucian y enflaquecen”.
Por estas cosas, es necesario un proceso de sanación o purificación que es lo que llamamos purgatorio.
En el purgatorio las almas colaboran activamente con Dios en su proceso de purificación. Esta es una gran diferencia con los que nos pasa a nosotros en esta vida, en donde viene Dios a purificarnos, y sin embargo, muchas veces nos resistimos. En el purgatorio no opondremos ninguna resistencia, dejándole al Señor las manos libres para reconstruir nuestro ser.
Una pregunta que solemos hacernos es: ¿cuál es el dolor de las almas del purgatorio? La respuesta es que las almas del purgatorio ven en sí mismas algo que disgusta a Dios, y que ellas han contraído voluntariamente obrando en su vida terrena contra la bondad de Dios.
Es lo mismo que sucede en una relación de amor. Cuando uno ama a alguien, hay ocasiones que uno se siente mal porque ha tenido una desatención con esa persona, incluso si esa desatención no es algo grave, pero esa persona es tan buena y nos quiere tanto, que nos duele haber hecho lo que hicimos.
Algo así sucede en el purgatorio: nos damos cuenta de las desatenciones que tuvimos con Dios, lo cual nos provoca dolor. ¿Cómo es posible que haya tenido esas desatenciones con Dios que es tan bueno y me ha querido tanto? Eso nos hace sufrir, pero es un sufrimiento de amor, porque nos descentra de nosotros mismos y nos centra en Dios, transformando nuestra purificación en una ofrenda de amor.
Es bueno saber que el purgatorio puede empezar ya en esta vida cuando soportamos con paciencia los sufrimientos y pruebas que van surgiendo, o cuando realizamos obras de misericordia, o también cuando oramos y hacemos penitencia.
El purgatorio es la sala de espera de cielo. Por lo tanto, en el purgatorio las almas están en el amor, y son conscientes que nada ni nadie las podrá separar o alejar del amor de Dios. Por eso están alegres. Santa Catalina de Génova, que tuvo revelaciones privadas del purgatorio, decía: “No creo que sea posible encontrar un contento comparable al de un alma del purgatorio, como no sea en el que tienen los santos en el Paraíso”.
Los santos en el cielo son más felices, pero después de ellos están las almas del purgatorio, porque tienen la certeza de la salvación. Además, sigue diciendo la santa, “este contentamiento crece cada día por el influjo de Dios en esas almas; es decir, aumentado más y más a medida que se van consumiendo los impedimentos que se oponen a ese influjo”. Porque a medida que pasa el tiempo, lo que les impide entrar en el abrazo eterno con Dios va desapareciendo progresivamente. Y cuanto más hermosas se van convirtiendo, más aumenta en ellas la alegría de asemejarse cada vez más a Dios, y de saber que va quedando menos tiempo para contemplarlo cara a cara.
“Muéstrame tu rostro, déjame oír tu voz; porque tu voz es suave y es hermoso tu semblante”, le dice el novio a la novia en el Cantar de los Cantares. En el purgatorio, el alma le dice a Dios: muéstrame tu semblante. Todavía no lo puede ver, porque le queda algo por purificar. Esa es la pena, pero es una pena que va unida a la alegría de saber que desaparecerá y la contemplación del rostro de Dios llegará.
El purgatorio, por lo tanto, solo puede ser comprendido desde el amor, que es el que explica tanto la felicidad y alegría, como su sufrimiento y dolor. Es una alegría, porque existe la certeza de la unión con Dios, y un sufrimiento porque esa unión todavía no se ha realizado en su plenitud. Pero estamos en el ámbito del amor, lo cual no se puede decir del infierno.
Nosotros podemos ayudar a las almas del purgatorio con la oración, los sacrificios, la penitencia, los sufragios y las indulgencias. Cada misa que ofrecemos por ellas es como darles un beso, porque las ponemos en las manos de Dios. Y Dios por esa intercesión va acelerando su purgatorio. Esto es muy bueno, porque es una manera de vivir lo que llamamos “la comunión de los santos”, es decir, la unión espiritual entre todos los miembros de la Iglesia.
El Catecismo de la Iglesia lo expresa muy bien: “La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones; «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados». Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor”.
Los cristianos que estamos en la tierra tenemos un deber de caridad hacia las almas de nuestros hermanos que están purificándose en el purgatorio. Incluso, a veces el Señor suscita santos que nos recuerdan esta gran verdad, como lo fueron santa Catalina de Génova, santa Faustina Kowalska, o el Padre Pío.
El purgatorio es un signo de la infinita misericordia y paciencia de Dios para con nosotros. No es un lugar, y mucho menos un campo de concentración para el cumplimento de las penas. Se trata, al fin de cuentas, del estado de encuentro con el Dios santo, y con el fuego de su amor purificador, que solo podemos sufrir pasivamente, y por el cual somos preparados a fondo para la plena comunión con Dios. Es una pura obra de la misericordia divina, que nos permite además, vivir la comunión de los santos orando unos por otros.