Escribe la Dra. Bárbara Díaz
A lo largo de la historia de la Iglesia las formas de elección del sucesor de Pedro fueron variando. En los primeros siglos la elección se realizaba de modo similar a la de los demás obispos: por aclamación del clero y del pueblo. El Papa se elegía por el clero y el pueblo de Roma. Esta forma de elección tenía sus inconvenientes, en particular, las luchas entre las principales familias romanas por hacerse con la cátedra de Pedro hacían que la elección se convirtiera, incluso, en una batalla campal en la ciudad. Durante el siglo X y parte del XI, se produjo una gran decadencia del papado pues con frecuencia este título recaía sobre personas indignas del cargo. Esto favoreció que el emperador del Sacro Imperio se inmiscuyera tanto en la elección del papa como en el gobierno de la Iglesia. Más tarde, otros monarcas pretenderán lo mismo. Por esto, en 1059, el papa Nicolás II estableció que fueran los cardenales los que eligieran al papa.
Según el historiador Joseph Lortz, «el propio colegio cardenalicio ofrecería la plataforma desde la cual la influencia política de los Estados particulares volvería a amenazar la independencia del papado», ya que «las diferentes naciones anhelaban tener la mayor cantidad posible de representantes de sus intereses en el supremo senado de la Iglesia» (J. Lortz: Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento, Madrid, 1982, I, 451).
Ahora bien ¿de dónde surgen los cardenales? Su historia se remonta al siglo IV y es un título que se concedía a los principales presbíteros y diáconos de la ciudad de Roma, así como a los obispos de las diócesis cercanas a la Ciudad Eterna. A partir del siglo XII comenzó la práctica de nombrar cardenales fuera de Roma. Su importancia creció, naturalmente, cuando se decidió que serían ellos los encargados de elegir al nuevo pontífice.
En 1179 se estableció que el Pontífice sería elegido por una mayoría de dos tercios, que se mantiene hasta hoy. La costumbre de encerrar a los cardenales hasta que se elija al nuevo papa –el cónclave, o sea, «con llave»– se remonta a 1276. El proceso electoral anterior había durado más de dos años y se cuenta que los habitantes de Viterbo, donde se desarrollaba la elección, comenzaron a retacear las raciones de comida a los cardenales –y ¡a quitarles el techo para que entrara el Espíritu Santo!– en el intento de forzarlos a culminar el proceso.
La nueva forma de elección no eliminó los problemas antes apuntados. De hecho, hacia el final de la Edad Media se produjo el éxodo de los papas a Avignon, protegidos por el cada vez más poderoso Felipe el Hermoso de Francia. En este momento surgió santa Catalina de Siena, una joven italiana que no vaciló en escribir al papa y aun hablar directamente con él para rogarle que volviera a Roma. Es pertinente recordar aquí su expresión «il dolce Cristo in terra», –el dulce Cristo en la tierra– con la que solía denominar al Romano Pontífice para resaltar su vínculo particular con Jesucristo.
Ya en nuestra época, los Papas han legislado sobre la elección de sus sucesores. Juan Pablo II, en la Constitución Apostólica Universi Dominici Gregis, de 1996, estableció algunos requisitos y pidió a los electores que «teniendo presente únicamente la gloria de Dios y el bien de la Iglesia, después de haber implorado el auxilio divino, den su voto a quien, incluso fuera del Colegio Cardenalicio, juzguen más idóneo para regir con fruto y beneficio a la Iglesia universal». A fin de preservar el carácter sagrado de la elección, esta continuará teniendo lugar en la Capilla Sixtina, «donde todo contribuye a hacer más viva la presencia de Dios, ante el cual cada uno deberá presentarse un día para ser juzgado».
Como pueblo de Dios, los creyentes acompañamos con nuestra oración, ofrecimiento de pequeños sacrificios y obras de misericordia el proceso eleccionario que se iniciará el próximo día 7.
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Que el Espíritu Santo ilumine el corazón de quienes tienen la responsabilidad de elegir al sucesor de Pedro, y así cumplir con voluntad de Dios Padre. Aunque muchas veces, nuestras propias limitaciones no nos permitan entender, sabemos que Ella es el verdadero camino que nos guía a la Santidad.