A 170 años de su elección como tercer vicario apostólico. Primer artículo de su recordación, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
El 14 de julio de 1854 —se han cumplido ciento setenta años de la fecha—, José Benito Lamas asumía como tercer vicario apostólico de Montevideo, luego de la doble ceremonia, civil y religiosa, que debía tener lugar según la costumbre de la época. Se había fijado ese día, en que se celebraba la festividad de san Buenaventura, en atención al nuevo vicario, exfraile franciscano, muy devoto del gran místico y teólogo italiano.
Una vez que la compañía militar brindó una parada en su honor con una pompa semejante a la que se rendía al embajador de una gran potencia, Lamas ingresó en el Fuerte, la Casa de Gobierno ubicada en la actual Plaza Zabala, y pronunció el juramento civil requerido para la ocasión, ante el presidente Venancio Flores y su ministro de Gobierno, Mateo Magariños. Iba acompañado de los sacerdotes que habitualmente se encontraban en la capital, y de otros venidos especialmente desde la campaña. Seguidamente, clero y autoridades caminaron las seis cuadras que los separaban de la Iglesia Matriz: Santiago Estrázulas y Lamas proclamó desde el púlpito el breve pontificio de nombramiento, y luego hizo otro tanto con el exequátur, o sea, el pase que el vicario debía recibir del Gobierno—lo mismo que un embajador que presentaba credenciales—, para ejercer efectivamente su ministerio a lo largo y ancho del vicariato. Después de prestar el juramento religioso, el padre Lamas, que hasta entonces se había desempeñado como párroco de la Matriz, cantó la misa, que culminó con un solemne Te deum, el tradicional himno de acción de gracias: “A ti, oh Dios, te alabamos…”.
Culminaba así un momento siempre muy delicado y complejo: el proceso de elección del vicario apostólico. Este fue, según parece, el más pacífico de los cuatro que hubo: Larrañaga, Lorenzo Fernández, Lamas y Jacinto Vera. Cuando Flores llegó al poder luego de que un motín colorado tirase abajo el gobierno de Juan Francisco Giró, propuso como candidato el mismo nombre que tenía pensado el nuncio apostólico, Marino Marini: José Benito Lamas. Eso facilitó mucho las cosas, disipando los equívocos, presiones, intrigas y escarceos diplomáticos que solían presentarse cuando la jefatura de la Iglesia oriental quedaba vacante.
Por entonces el Estado nacional invocaba el derecho de patronato, cuyo ejercicio desempeñaba el presidente de la república, de acuerdo a la Constitución de 1830. Se trató de un derecho proclamado unilateralmente, y que jamás la Iglesia concedió, como sí había hecho, en cambio, con el rey de España y sus dominios en América. El fragor independista lo dio por supuesto, no queriendo gozar de un estatus inferior al que había tenido el virreinato, y en ese ímpetu patriótico sancionó un principio que estaría en entredicho en todo momento, que aparejaría innumerables inconvenientes y tensiones entre el Estado y la Iglesia, y que harían eclosión durante el vicariato de Jacinto Vera, pocos años más tarde.
Ese derecho pretendido por el Estado invadía, en los hechos, toda la actividad de la Iglesia, reduciendo su libertad a una mínima expresión, a una intrascendente expresión. Si para el rey de España no era sino un privilegio recibido, que lo habilitaba a presentar a la Santa Sede un candidato a obispo, que el santo padre podía o no confirmar, para los gobiernos criollos, por el contrario, el patronato se había convertido en una potestad casi omnímoda del poder ejecutivo, cuya intromisión invadía toda la esfera del fuero eclesiástico, inmiscuyéndose peligrosamente en cualesquiera de sus actividades.
«El Gobierno se reservaba el exequátur —el pase, el reconocimiento— no solo del nombramiento del vicario, sino también de la publicación de documentos procedentes del extranjero o emanados de la curia local»
Esa política se traducía en una mentalidad—mentalidad regalista— que había ganado a buena parte de los sacerdotes, que la veían como algo natural y legítimo, por lo cual, llegado el caso, o la conveniencia, recurrían al Gobierno para que interviniera ante un problema o conflicto con la autoridad propia de la Iglesia, confirmando, por vía de la práctica, el impugnado derecho de patronato. Y no era nada fácil salir de ese enredo, enredo con que se querrá maniatar a Jacinto Vera cuando se resista a entregar a la Iglesia al sometimiento del aparato estatal y del poder político.
La cuestión, como vemos, era compleja, y se trataba de sobrellevar con mayor o menor acierto, porque el patronato era considerado como un hecho consumado, aunque nadie ignoraba que era un terreno minado, que solo la celebración de un concordato entre la nueva república y la Santa Sede podía ordenar. Hasta entonces, había que jugar lo mejor posible la partida, procurar resguardar un núcleo de libertad para la Iglesia.
¿Quién sugería el nombre del candidato a vicario eclesiástico antes que la otra parte? Desde el punto de vista de los gobiernos, si era el nuncio que lo hacía, eso parecía atropellar el derecho de patronato defendido a capa y espada. Si era el gobierno el que adelantaba la jugada, el nuncio debía hacer constar, de algún modo, que no le asistía tal derecho, pero con extrema delicadeza, haciendo notar la condición de mera sugerencia, pues solo al papa incumbía el nombramiento de un obispo, lo mismo que de un vicario apostólico.
La nunciatura sabía que el derecho de patronado tenía por origen una autoatribución, consignada en la Constitución, pero buscaba mantener una prudente cordialidad con los gobiernos, pues de lo contrario, el mal podía ser mayor. Si bien el nuncio no reconocía ese derecho, una vez que el papa emitía la bula de nombramiento, la remitía en primer lugar al Gobierno, y no directamente al elegido, para que este lo recibiera de manos de la autoridad civil, lo cual salvaba las apariencias.
La Iglesia local era extremadamente débil, y había sido gravemente colonizada, como se dijo, por estas mismas ideas regalistas que propugnaban la intervención estatal, la consideración de que los fueros de la Iglesia debían someterse a los del poder civil, como si ella fuera un apéndice de la burocracia estatal.
«La cuestión del patronato incidía, quizá como ningún otro factor, en la situación penosa de la Iglesia»
Una mentalidad que aceptaba que cualquier decisión de la Iglesia oriental debía contar con la aprobación civil. Ya no solo acerca de su máxima figura, la del vicario apostólico—remedando de algún modo el patronato conferido al rey de España—, sino, abusivamente, de los mismos párrocos, y hasta de los miembros del equipo de curia conformado por el vicario apostólico. Si el vicario nombraba un párroco sin más, pronto le llegaba una nota admonitoria de parte del ministerio de Gobierno, recordándole que el patrono (el poder ejecutivo, el presidente de la república) no solo debía expresar su conformidad antes de la designación, sino también tener algún conocimiento del sacerdote propuesto, suponemos que de sus cualidades y virtudes. El lenguaje será cuidadosamente escogido por ambas partes: proponer, sugerir, aprobar, presentar, asentir… Un verbo de más o de menos podía despertar un disgusto, un recelo, una intriga de más.
El Gobierno se reservaba el exequátur—el pase, el reconocimiento— no solo del nombramiento del vicario, sino también de la publicación de documentos procedentes del extranjero o emanados de la curia local. Y finalmente, el ministerio de Gobierno dirigía todo tipo de solicitudes al vicario, con el fin de que fueran debidamente atendidas: para que restaurara tal o cual disposición canónica en desuso, para que se proveyera tal o cual sacerdote en un pueblo determinado, para que se repusiera o mantuviera un cura en tal parroquia de acuerdo a un reclamo de vecinos…
El problema fundamental que se planteaba a un vicario era el de que hasta qué punto dejaría avanzar la intromisión del Estado, y con qué fuerzas contaba para ello. La cuestión del patronato incidía, quizá como ningún otro factor, en la situación penosa de la Iglesia.
Tampoco José Benito Lamas estaba totalmente exento del influjo de esta mentalidad regalista. Entre las filas del clero se le acusó de descuidar la independencia de la jurisdicción eclesiástica—no la había tenido nunca, por cierto—, e incluso el nuncio Marini le hizo alguna observación al respecto. Lamas argüía, en su defensa, que durante el vicariato de Larrañaga el Gobierno proponía el nombre, y el prelado lo confirmaba, mientras que en el suyo la situación se había invertido, y por tanto, mejorado notablemente: él presentaba el nombre, y el Gobierno asentía. El propio Lamas recordaba con cierto pesar que Larrañaga, sobre todo en los últimos años de ceguera y permanencia en la chacra del Miguelete, no había contenido debidamente los avances del Gobierno en las cuestiones que competían exclusivamente al fuero eclesiástico.
Una epidemia colateral agravaba la relación entre la Iglesia y los gobiernos, y, combinada con el pretendido derecho de patronato, convertía la situación en explosiva: el espíritu partidario de quienes ostentaran o detentaran el poder, que veían en una decisión equis de la autoridad eclesiástica, una medida que afectaba a un sacerdote identificado con su divisa, o premiado por ella. Y estos, por su parte, aprovechaban la ocasión para avivar el avispero, o para desairar la jefatura de la Iglesia.
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