Compartimos con ustedes la primera parte del discurso del Prof. Juan J. Arteaga Zumarán en el homenaje que se le tributó a Mons. Jacinto Vera en el centenario de su fallecimiento.
Por mi parte, lo que hoy les quiero proponer aquí, es un interrogante y luego ensayarles una respuesta. Tal vez no una respuesta total y definitiva, pero sí una respuesta que nos abra el panorama y nos insinúe líneas de desarrollo, de desenvolvimiento.
La pregunta es: ¿respondió la obra de Jacinto Vera a la problemática que le planteó a la Iglesia uruguaya la segunda mitad del siglo 19?
También nos preguntamos, si esa respuesta fue eficaz de acuerdo a los objetivos señalados, y cuál era el objetivo de Vera, que ya en cierto modo lo descubría Soler, cuando decía que era el «civilizador de la patria».
El objetivo de Vera fue reconstruir la Iglesia uruguaya, organizarla y volverla a convertir en un elemento de aportes dinámicos a la conformación de este que era un país nuevo.
Antecedentes
Nos preguntamos entonces, ¿cómo era el Uruguay de Vera? En primer lugar, y en segundo lugar: ¿cómo era la Iglesia local que recibió Vera en 1859 al asumir el Vicariato Apostólico?
El Uruguay de Vera, el Uruguay de la segunda mitad del siglo 19 es por una parte un Uruguay que todavía estaba por hacerse: escasa población (en 1860: 221.248 h.), dificultades económicas que hacen temer por su supervivencia, carencia de vías de comunicación, escaso nivel de organización social e inestabilidad política permanente.
Era un país dividido fundamentalmente en dos campos: un medio rural todavía pastoril y caudillesco; y un medio urbano en donde desde la generación romántica se hacía notar, poco a poco, una élite cultural que va a tener enorme importancia en el desarrollo ideológico y filosófico.
Ese Uruguay que ni siquiera tenía un Estado constituido como tal, salvo en el papel, ese Uruguay que acababa de salir de una enorme guerra civil y regional en donde se había jugado su propio destino, era un Uruguay todavía débil, mediatizado por potencias vecinas y sin encontrar las fórmulas de convivencia que permitiesen evitar las revoluciones como formas de alcanzar el poder.
Pero la actitud de esos dos Uruguay: el rural y el urbano, no era la misma frente a la religión. El Uruguay rural conservaba más fielmente aquella débil evangelización del período colonial y su prototipo, el caudillo, era un elemento respetuoso de lo religioso y unido a la vida de la Iglesia.
En cambio, ese Uruguay urbano, prácticamente Montevideo, que fue como hasta hoy el único gran centro urbano del país, poco a poco con su mentalidad de ciudad-puerto, esperando siempre el barco que llegaba con las nuevas pautas culturales, va a irse nutriendo de la filosofía europea del momento.
¿Cómo era la Iglesia que recibe Vera en 1859? Responderemos brevemente. La Iglesia languidecía, había quedado enormemente debilitada después del período revolucionario. El caos de la revolución, de una revolución muy larga, había conmovido a la Iglesia en su propia raíz.
La Iglesia había entregado a la revolución de la Independencia lo mejor de sí, había entregado sus sacerdotes que se habían incorporado en la primera línea a las luchas de la independencia, nuestra Iglesia que en el período colonial había tenido débiles estructuras, no tenía diócesis, no tenía obispo, no tenía Seminario, no tenía monasterios y conventos de religiosos, no tenía numerosas instituciones de educación, aunque podemos decir también, que lo poco que había era de la Iglesia, pero era poco.
Esa Iglesia había tenido además, una vez que se había logrado la independencia, que sufrir en carne propia las guerras civiles constantes que habían dividido a la familia oriental y que habían retrasado ese proceso de reorganización, que diríamos, con Vera va a tomar un dinamismo muy especial.
En la evolución de la Iglesia uruguaya hay que resaltar un prototipo sacerdotal que es el de Dámaso Antonio Larrañaga. Larrañaga fue el hombre de la transición, fue el hombre que estuvo a caballo de dos épocas y fue el hombre que cubrió con su apostolado y con su fidelidad a la Iglesia y a su compromiso sacerdotal todo el período que va desde la Patria vieja, la Cisplatina, la segunda independencia y los primeros pasos de la organización del Estado, muriendo en 1848 venerado y reconocido por el gobierno del Cerrito y el de la Defensa.
Termina la Guerra Grande, hay un momento de ilusionada esperanza en el país y en su reorganización.
El vicario apostólico Mons. José Benito Lamas escribió el 28 de setiembre de 1854, una Carta Pastoral en la cual en sus recomendaciones finales a los presbíteros les decía: «Nuevamente os recomendamos miréis por la integridad de vuestra vida, por la reforma de vuestras costumbres y por la mejora de la educación cristiana». Es decir, esto también nos habla de la situación del Clero oriental, que no era en ese momento el más óptimo. Lógicamente, el clero que durante un largo período se dedicó y dio su esfuerzo a la tarea de la organización política, civil y social del país, le va a ser muy difícil volver después a su función religiosa. En cierto modo, nuestro clero se había secularizado al prestar a la sociedad uruguaya en su período fundacional, un aporte supletorio como élite cultural, aporte que se hizo muchas veces ramificando la misión religiosa de la Iglesia.
Aparece Monseñor Vera
El año 1859 fue clave entonces para la vida de la Iglesia, por dos cosas. Porque en enero son expulsados los jesuitas, en la presidencia de Pereira, por aquel famoso conflicto sintetizado en la frase del padre Félix Del-Val: «la filantropía es la moneda falsa de la caridad», que lo enfrenta a la filantropía de origen masónico. Y en mayo accede Vera al Vicariato Apostólico formado por los jesuitas, pero ya sin los jesuitas.
En definitiva, la designación de Vera será un triunfo histórico de la corriente pro-jesuítica.
La década del 60 verá el estallido de esa sorda lucha de tendencias dentro del catolicismo uruguayo, la corriente masónica y la corriente jesuítica llamada, por los masones, ultramontana.
Bajo la apariencia de un enfrentamiento entre la Iglesia y el Estado, las dos tendencias se enfrentan dando lugar a la primera medida de secularización, la de los cementerios en el año 61. Vera, líder de esa corriente ortodoxa o projesuítica en lucha con la masonería, al ser desterrado a Buenos Aires, de octubre del 61 a agosto del 62, apareció como el primer e inicial derrotado. Y sin embargo, su regreso por un acuerdo realizado por el propio gobierno de Berro (misión del Dr. Joaquín Requena) va a herir de muerte a ese catolicismo masón que evolucionaba filosóficamente hacia el racionalismo deísta de la religión natural y va a significar el triunfo histórico del catolicismo a secas, sobre el catolicismo masón.
Ya el ataque a la Iglesia en el futuro, no va a provenir de ese sector.
Superada esta inicial crisis, la masonería deja de ser el sector «liberal» del catolicismo. Vera lo obliga a definirse y así se va deslindando, se va convirtiendo no solo en una fuerza opuesta a la Iglesia, distinta, sino hostil.
Convertido ya en obispo titular de Megara (1864), Vera se dedica a reorganizar y fortalecer las débiles estructuras de la Iglesia uruguaya, «reformar al clero y moralizar al pueblo» es su lema.
En este sentido aparecería también, como veíamos en los testimonios que nos leía el P. Villegas, cómo la Iglesia era una fuerza de cohesión social que civiliza a una sociedad todavía de costumbres primitivas, inorgánica. Para realizar esto, Mons. Vera pasa cada año meses enteros misionando en ciudades y pueblos. Vera vuelve a dar a la Iglesia su dinámica misionera y su dinámica evangelizadora. Nos podríamos preguntar si Vera quería reconstruir la cristiandad perdida, o mejor construir una cristiandad que nuestro peculiar proceso colonizador no había llegado a formar.
Por: Prof. Juan J. Arteaga Zumarán
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Preguntar : si pueden subir una oración o Reso a Monseñor Jacinto Vera.
Desde ya gracias