Tres historias de intercesión del nuevo beato uruguayo.
Agosto de 2006. Eduardo y su esposa Raquel esperaban a su primera hija. Hasta ese momento todo había transcurrido con normalidad. Era el séptimo mes de embarazo. Los futuros padres concurrieron al control habitual. El doctor Amílcar Peluffo —fallecido en 2015— encontró algo en la ecografía que lo asustó, porque nunca había visto algo así en sus años en la medicina. María Pía, la bebé que venía en camino, tenía un tumor debajo del cerebelo.
Peluffo le pasó la ecografía a Agustín Dabezies, ginecólogo, que también se sorprendió al ver el diagnóstico. Nadie entendía cómo el tumor había aparecido de un mes para el otro. A la semana siguiente, se realizó otra ecografía con el mismo resultado. El tumor tenía entre treinta y cinco y sesenta milímetros.
La situación era desoladora para Eduardo y Raquel. No encontraban una respuesta que los aliviara. Días después, otro médico mandó a hacer una ecografía 3D, que en ese entonces era algo nuevo para el Uruguay. Pero el panorama seguía siendo angustiante. La doctora que los atendió también quedó asombrada al ver que el tumor seguía creciendo.
Las noticias no eran para nada alentadoras. «Vivíamos rezando y vivíamos preocupados. Los pronósticos eran totalmente negativos. Se hablaba de una posible operación», dice Eduardo a Entre Todos.
El miércoles 20 de setiembre, a las 15.15 horas, María Pía nació en el Hospital Británico. En el parto estuvieron presentes Dabezies y Fernando Prego, quien después sería el pediatra de la niña. El nacimiento de María Pía fue normal, no hubo ningún tipo de inconveniente. Su peso y su estado fueron normales. «Mi hija era preciosa, pero tenía eso», recuerda Eduardo. Después que la revisaron y la midieron, la recién nacida fue trasladada a una cuna y le hicieron una tomografía computada.
Sobre las 20 horas, Eduardo pudo volver a ver a su hija. “Estaba llena de cañitos”, comenta. Al día siguiente le hicieron una resonancia.
El viernes, el resultado que les dio el neurocirujano era muy poco alentador. Les dijo que a María Pía le quedaban pocos días de vida. El tumor seguía creciendo y pasó a medir ocho centímetros de largo y tres centímetros de diámetro. En la ficha, el médico escribió textualmente: «No hay nada para hacer». Y lo firmó. Después, Eduardo fue al Registro Civil para anotar a su hija. En el camino, llamó a su primo, el P. Gabriel González Merlano.
“Nació tu ahijada. Ahora sí, está muy comprometida. Está en una situación muy delicada y le queda poca vida”, le comentó Eduardo al P. Gabriel. “Quedate tranquilo. El domingo la bautizamos y vamos a pedir la intercesión de Jacinto”, le dijo su primo.
El P. Gabriel le envió a Eduardo una oración por correo y los invitó a rezar. Se armó una cadena de oración para pedir la intervención de Jacinto para la curación de María Pía.
El sábado la niña recibió el alta y el domingo fue bautizada por el P. Antonio Ketchedjian en la Iglesia Armenia. «El bautismo era entre alegría y velorio. Estábamos todos callados. No era un momento de fiesta. No había ánimo, pero había fe. Antes de bendecir el agua, el sacerdote pidió a Jacinto Vera que intercediera para curar a María Pía, y después bendijo el agua con el rito normal”, cuenta Eduardo.
Los primeros días de vida de María Pía fueron normales. Se alimentaba bien y tenía un control médico cada diez o quince días. Eduardo recuerda las palabras que le dijo Prego en aquel momento: «Tengan fe que los milagros existen». Al mes de nacida, a María Pía se le realizó una tomografía que indicaba que el tumor se había reducido a la mitad. Además, había mejorado su frecuencia cardíaca y había aumentado de peso.
El 5 de diciembre de 2006, tras realizarle una resonancia magnética, los médicos observaron que a María Pía se le había ido el tumor completamente. Todo había desaparecido, hasta los coágulos. “Fue todo muy rápido. Pasamos de la tristeza a la alegría extrema”, dice Eduardo.
La vida de María Pía transcurrió de manera normal, nunca tuvo una secuela. Hoy tiene dieciséis años y cursa 5° Científico en el liceo Sagrada Familia. Su deseo es estudiar Ingeniería. Además, es animadora de niños y este año ingresó al grupo de misión. «Ojalá que sea como Jacinto en sus misiones por los barrios y por los lugares que les toque ir. Deseo que pueda brindar parte de su vida a Dios», anhela Eduardo. María Pía creció en la fe y desde pequeña fue a misa. En su colegio recibió la primera comunión por parte de su padre, que es diácono permanente.
Al poco tiempo de que María Pía se curó, su padre quiso presentar su caso para que fuera tomado como un posible milagro. Reunió la documentación, los análisis médicos y los testimonios. Sin embargo, le aclararon que a su hija le faltó que le hagan un cateterismo cerebral. “La gracia estuvo presente, la sentimos, la vivimos y seguimos hasta hoy con Jacinto más que nunca”, comparte Eduardo.
***
Noviembre de 2013. Juan no recuerda lo que le sucedió. Todo lo que sabe es en base a relatos de sus familiares y allegados. Su esposa es la que se acuerda de la historia con lujo de detalles, pero prefirió no hablar.
Juan es médico. El sábado 9 trabajó hasta la madrugada en la emergencia del sanatorio Americano y de noche fue a comer a una parrillada. Posteriormente, tenía una consulta pendiente en un CTI. Y después, se fue para su casa. Al despertarse, estaba con cierto desasosiego. Transpiraba excesivamente. Se bañó y se cambió. El sudor no paraba. Se volvió a cambiar de ropa.
—No estás bien. Vamos a la emergencia —le dijo la esposa.
—No. No voy a ir un domingo cerca del mediodía a la emergencia. Es una locura —respondió Juan.
—No. No sabés lo que sos. Estás rarísimo y mal.
Juan accedió. No recordaba cuándo había ido por última vez a una consulta médica. «Nunca había tenido una vía venosa, nunca me habían hecho una placa porque nunca había tenido un problema de salud», dice en diálogo con Entre Todos. Era su primera consulta en una emergencia. Esa vez los roles cambiaron y él fue el paciente.
Al llegar al Hospital Británico, Juan sintió que le quedaban pocos minutos de lucidez. «Voy a quedar en coma en breve», le dijo a su esposa. Cuando entró a emergencia, una enfermera lo reconoció. «¿Qué hace acá, doctor?», preguntó la funcionaria. «Vengo como paciente», respondió Juan.
Juan tenía un dolor abdominal intenso. Lo pusieron en una camilla y le colocaron dos vías, una en cada brazo. De a ratos tenía momentos de lucidez y por instantes perdía el conocimiento. Le hicieron una ecografía que mostró que tenía líquido en el abdomen.
Un poco después le hicieron una tomografía que indicaba que tenía un tumor en el hígado. «Se está muriendo», fue el mensaje del médico a la esposa de Juan. «¿Tiene familiares?», preguntó el doctor. «Sí, tenemos hijos», dijo la esposa. «Que vengan a despedirse», ordenó el médico y pidió que el paciente fuera trasladado al CTI.
«Mi mujer tiene una fe tremenda y vivió la situación con tranquilidad», dice Juan. Cuando sus hijos llegaron al hospital, se encontraron con un panorama desolador.
—¿Son creyentes? —preguntó alguien del equipo médico a la familia.
—Sí —respondió su hijo.
—¡Qué suerte! Pídanle a Dios un milagro porque es la única opción que tienen.
Juan tenía una pérdida masiva de sangre, una repercusión cardíaca y una repercusión encefálica porque estaba en coma. Lo llevaron en una camilla al bloque quirúrgico para operarlo de urgencia. Antes, se despidió de sus hijos. «No te preocupes, papá. Dios está con nosotros», le dijo su hijo que en aquel entonces tenía veintiún años.
—¿Yo me daba cuenta que me moría? —le preguntó Juan tiempo después a su esposa.
—Sí, eras totalmente consciente de que te morías porque te despediste —respondió la mujer.
—Frente a la muerte, ¿soy cobarde? ¿Cómo soy? ¿Voy con valor?
—No, ibas con tristeza. Te daba lástima dejar esto.
Mientras operaban a Juan, su esposa y sus hijos fueron a la capilla del Británico a orar. Los chicos lloraban desconsoladamente. «Ya están rezando por la muerte», les dijo su madre. «Así no se reza. Se reza con fe», pidió.
La operación salió bien. El tumor hepático, que era maligno, fue extirpado y enviado a analizar. Sin embargo, la situación era catastrófica. Juan estaba intubado, cocido y con una maza de gasas adentro. Al día siguiente, no mejoraba. Estaba en coma y su corazón no bombeaba bien porque tenía poca sangre. Por eso, su hijo pidió que le dieran el sacramento de la Santa Unción a su padre.
Esa tarde, su cuñada asistió a misa en la parroquia Stella Maris. Antes de que comenzara la celebración, la mujer fue hasta la sacristía para pedir una intención por Juan y le comentó al P. Gonzalo Estévez lo que estaba sucediendo. No se conocían porque ella pertenecía a la parroquia San José de la Montaña. Tras la misa, repartieron estampitas de Jacinto Vera. La cuñada de Juan se quedó en el templo, rezando.
En un momento, el P. Estévez la llamó y la dirigió hacia la sacristía. En el lugar, el sacerdote le mostró una caja que contenía una reliquia de Vera. «Ella no sabía lo que era una reliquia y tampoco quién era Jacinto Vera», comenta Juan. El P. Estévez le entregó la caja a la mujer y le dio las indicaciones para imponer la reliquia. Ella se la llevó a su casa y se la confió a su esposo, el hermano de Juan. «¿Querés salvar a tu hermano? Acá tenés la chance», le dijo la mujer y le entregó a su marido la caja que contenía la reliquia de Vera.
Al otro día, en la mañana, el hermano de Juan llegó al hospital con la reliquia. Los médicos no lo dejaban ingresar por el estado delicado del paciente hasta que apareció un amigo de Juan, que también es médico, y pudieron ingresar a la sala.
Colocaron la reliquia del primer obispo del Uruguay en distintas partes del cuerpo de Juan, sobre todo en el abdomen. Rezaron todos juntos, se fueron y el hermano fue a devolver la caja con la reliquia.
A la media hora, los médicos le informaron a la familia que la condición de Juan había mejorado y que pasaba al bloque quirúrgico para ser operado nuevamente. En la tarde, en la puerta del hospital, la cuñada de Juan se encuentra con el cardenal Daniel Sturla. Le contó sobre lo que estaba ocurriendo y el obispo se mostró interesado en conocer más sobre el caso.
El martes de tarde Juan empezó a mejorar notablemente. La operación había sido un éxito. Las cifras comenzaron a normalizarse. El resultado de anatomía patológica indicó que el paciente tenía un raro tumor benigno. Empezaron a despertarlo. Pero Juan no despertaba. Le sacaron la medicación. Seguía sin despertar. Intentaron despertarlo el jueves. No pudieron. El viernes despertó. Juan estaba intubado y escuchaba las instrucciones de los médicos. Veía borroso. Sus piernas y sus brazos estaban atados. No tenía ningún dolor.
— ¿Estás lúcido? ¿Sabés dónde estás? —le preguntó el cirujano.
Juan no podía hablar y se dio cuenta de la gravedad de lo que había sucedido.
—¿Sabés dónde estás? —volvió a preguntar el médico.
—No —respondió Juan.
—¿Dónde suponés que estás?
—No sé. En el Cantegril.
—¿Y por qué en el Cantegril? —preguntó el médico.
—No sé. Habré tenido un accidente de auto. No sé dónde estoy. La otra es que haya tenido un infarto. No tengo idea. Sé que estoy en el CTI, pero no sé qué pasó.
El resto del equipo médico se acercó al ver que Juan había despertado del coma. El cirujano le contó que tuvo un tumor maligno en el hígado y había tenido un shock hipovolémico.
Juan estuvo diez días internado. «Yo recibí una gracia, no la pedí ni la merezco», expresa. El 11 de diciembre volvió a trabajar y a sus actividades habituales. Un día fue a misa en la parroquia San Alejandro. En ese lugar estaba el retrato de Vera. «De algún lugar conozco a esta persona», le dijo a su esposa. «Sí, él fue el de la reliquia», le contó ella.
***
Abril de 2023. Martes Santo. Germán, un joven floridense de 24 años, se dirigía en moto a la casa de su madre, Andrea, para almorzar. En el camino, a media cuadra de la catedral, chocó contra un auto. Su estado era delicado. Su cabeza, que golpeó contra el cordón de la vereda, estaba hinchada y con varias lesiones. El casco se le había salido. En un momento, los médicos manejaron la posibilidad de trasladarlo a Montevideo.
Desesperada, Andrea se fue a la parroquia Santa Teresita del Niño Jesús a pedir por la salud de su hijo. En el templo se encontró con el P. Pablo Solana y le contó la situación. El párroco y los demás fieles que estaban en el lugar empezaron a rezar por Germán. El sacerdote le regaló una estampita de Jacinto Vera y le recomendó orar y pedir la intercesión del entonces venerable.
Germán estuvo tres días internado en el CTI en estado grave. «Los médicos me decían que me tenía que preparar para lo peor», relata Andrea. Al tercer día, los doctores informaron que lo iban a «desconectar» para ver si Germán podía responder por sí solo. Todo empezó a marchar bien. «Al despertar estaba perdido, vi que estaba todo conectado. No sabía ni dónde estaba. No podía creer lo que había sucedido», dice Germán.
Los médicos se sorprendieron al ver que el joven evolucionó rápidamente. «Ellos mismos me dijeron que fue un milagro porque tenía un coágulo en la cabeza», expresó su madre. Después de que Germán despertó del coma, Andrea fue a la parroquia a agradecer a Dios y le contó al párroco lo que había sucedido. El sacerdote pidió ir a visitar al paciente. Le llevó otra estampita de Vera y le dio la Unción de los Enfermos. «Nos dijo que teníamos que rezar mucho porque él lo había sacado de todo esto», cuenta Andrea.
El joven floridense recibió el alta el 12 de abril y no le quedó ninguna secuela. El proceso de recuperación lo continuó en su casa y está con licencia médica hasta junio. «Estamos muy agradecidos por lo que pasó, porque la verdad que nunca imaginamos que iba a salir de esto tan rápido», señala Andrea.
Madre e hijo son creyentes y asisten a la parroquia frecuentemente. «Tengo muchísima fe y creo en Dios, pero voy a la iglesia cuando tengo que pedir algo. No voy mucho a misa», dice Andrea con sinceridad. «Cuando se me cumple mi petición, voy y agradezco», agrega. Cuando Germán salió del sanatorio, su madre lo acompañó a la parroquia a agradecer. «Entrar a una iglesia me da paz y calma», expresa Germán. Ambos pusieron las estampitas de Vera en sus mesas de luz.
Por: Fabián Caffa
Redacción Entre Todos