Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
Hace setenta años Ray Bradbury escribió la historia de un cuerpo de bomberos que en lugar de apagar incendios los provocaba, una brigada represiva destinada a hacer arder los libros e inflamar las bibliotecas, en una sociedad anestesiada por televisores gigantes que mantienen a sus espectadores en estado zombi. El protagonista de Farenheit 451, un bombero converso a la lectura, se ve forzado a huir desesperadamente fuera de la ciudad, donde encuentra, junto a la margen de un río, a un grupo de hombres que conforman la resistencia y lo acogen, al mismo tiempo que le asignan la misión de conservar un libro en su memoria. Ese es el rito de pertenencia. Allí mismo el líder le presenta a Eclesiastés, a La República de Platón, y a otros cuantos libros vivientes, entre los cuales se encuentran los evangelios de Marcos, Mateo, Lucas y Juan. Pero se trata de un vasto movimiento que, aunque pequeño, se extiende por todo el país:
“Seguimos las viejas vías, dormimos en las colinas, por la noche, y la gente de las ciudades nos deja tranquilos. De cuando en cuando nos detienen y nos registran, pero en nuestras personas no hay nada que pueda comprometernos. (…) Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto”.
La fuerza de estos hombres consiste en la palabra que, invisible, vive en ellos, y que aguarda, silenciosa y tensa, el día en que pueda salir a la luz. La sociedad de subversivos mantiene en su seno la biblioteca ignífuga, los volúmenes incombustibles, la civilización oculta que escapa al acecho implacable del fuego y a los temibles bomberos. Cada combatiente ha cambiado su identidad por la de un libro célebre, por la de un autor insigne.
La metáfora de Bradbury me ha hecho pensar en otra imagen, hoy extendida y a la moda, pero en su inicio, cuando entró en escena, muy llamativa y sorprendente, como un signo tribal que anunciaba el advenimiento de una sociedad distópica, como lo es la de Farenheit 451. En la actualidad ya se ha hecho común estamparse en el cuerpo todo tipo de inscripciones, símbolos, retratos de ídolos populares, emblemas y dibujos coloridos, junto a nombres amados, y hasta frases y fechas que suponemos significativas para quienes han decidido fijarlas en su piel, devenida en memorial, en vivo pergamino en que se evocan los acontecimientos más personales y dignos de ser recordados, de ser llevados consigo en todo tiempo y lugar. Estás en mi piel y te grito a los cuatro vientos, algo así. Cosas que me pasaron. Una mujer, unos hijos, un gran amor, una pasión o un sueño que me marcó. ¡Los llevo a todos en la piel! El cuerpo se cubre de huellas litúrgicas, de memorias, de historias, de estigmas y ostensión identitarias. Así, en la marea de la multitud, se fragmentan y convergen un sinfín de signos y palabras, de vivencias que se asoman y ocultan en esos blasones populares, los tatuajes.
Quizá en estos tiempos en que se sufre el vértigo del aislamiento, la fría sensación del vacío, el adiós al pasado, la ignorancia de lo que fue, de lo que nos precedió, el desvanecimiento de la Historia, el crepúsculo de lo firme y lo cierto, la incertidumbre por lo que vendrá, en esta nada amorfa y pasajera en que ni siquiera hay familia que dé cobijo, quizá muchos sientan, o sintamos, la imperiosa necesidad de gritar en la piel lo que nos queda, la memoria a que aferrarnos para no desaparecer del mapa social, y de una mínima red de afectos, de contactos personales reales, ‘presenciales’ decimos hoy, para distinguirlos de los ficticios, aparentes, virtuales. De todas formas, se trata de una explosión de recuerdos subjetivos, desconectados de una memoria común, como la defendida por la resistencia de Farenheit.
“Grábame como un sello sobre tu corazón, como un sello sobre tu brazo, porque el Amor es más fuerte que la Muerte”, dice la Amada al Amado en el Cantar de los Cantares. Podemos sentir nuestra propia voz en la de la Amada, el deseo de ser parte de alguien, y serlo para siempre. Poder dejar una marca tal que nos rescate del olvido. Sabemos que esta pareja de enamorados del Cantar representa a dos novios, cualesquiera sean. Pero, igualmente, bajo esta figura femenina, se alude al pueblo de Dios, que ha descubierto, a partir del profeta Oseas, que Dios también sabe amar como un enamorado, que también tiene esta manía de querer vivir en la amada, la manía de hacer memoria en los otros, y quedar ahí, como sellado, y anunció que escribiría su ley, sus palabras, en los corazones. Así, la Amada y el Amado expresan su mutuo deseo de pertenecerse para siempre, de dejarse marcar en el cuerpo y en los corazones.
“Una memoria universal, por tanto, pero a su vez subjetiva, porque la historia de Cristo se ofrece en la historia de cada uno, que es única”
Sabemos que Dios no se quedó en fanfarronerías y grandilocuencias, sino que cumplió, y que todo aquello que parecía descocado o tal vez una manera de decir las cosas muy figuradamente, muy en plan de fantasía, se concretó de un modo insospechado, a través de dos movimientos estratégicos, dos jugadas magistrales con las que haría fama hasta hoy. Primero envió a su Hijo, y luego, al Espíritu Santo. Para poder marcar la vida de los suyos, de la Amada, no encontró mejor manera que dar la vida, era un precio caro, descabellado, sin duda, pero en ello se pusieron de acuerdo los tres, las tres personas divinas, que comparten el mismo ser y participan asimismo en la operación planeada.
Así, después de dar la vida y recobrarla en la resurrección, Jesús se apareció el día de Pascua a sus discípulos, que estaban encerrados, muertos de miedo, y les mostró sus manos y su costado, para manifestarles que los llevaba en la piel, que los tenía tatuados a todos, y así se cumplió el deseo de la Amada. Que en sus heridas, a la vista, estaba la memoria de lo sucedido, lo sufrido en la cruz. Como para que creyeran en él, en su amor. Y seguidamente sopló ese amor, suave e íntimamente en ellos. Pocos días antes, en la última cena, les había dicho que el Espíritu Santo recibiría de él lo que habría de suceder —ese amor sacrificado en la cruz, ese amor total, extremo— y se lo entregaría a ellos más tarde. Y así fue. En ese soplo Cristo mismo se entregó en el Espíritu. No solo él, sino también, lo que él hizo, su paso hacia la Vida. Entregó la fuerza de la redención. Eso sucedió el primer día.
Por otra parte, Lucas nos cuenta que, en la misma sala, en el cenáculo, pero cincuenta días después, durante la fiesta judía de Pentecostés, todos los que allí se encontraban quedaron llenos del Espíritu Santo, que en esta oportunidad no se manifestó silenciosamente, espirado desde la boca de Cristo, sino que hubo un estruendo, como de viento impetuoso, procedente del cielo, desde el poder de Dios. Quedaron tan afectados que parecían borrachos, de acuerdo al parecer de la multitud, que rodeó la casa, alarmada por el suceso. Sorprendidos, no se explicaban cómo lograban entender en su propio idioma —había gentes provenientes de distintas naciones— las maravillas de Dios que aquel grupo de hombres proclamaba en un lenguaje nuevo, capaz de hacerse entender en cualquier lengua.
Lo sucedido en Pentecostés “constituye la manifestación definitiva de lo que se había realizado en el mismo cenáculo el domingo de Pascua”, observa Juan Pablo II.
Podemos sospechar, claro, que esas maravillas eran las obradas en la pascua, el acontecimiento por el cual Cristo entró en la Vida al vencer la muerte y el pecado. Podemos sospechar, también, que esa lengua comodín, total, eran las palabras prometidas que serían escritas en el corazón, el kerigma —el evangelio—, las palabras que sellan lo que está aconteciendo.
El Espíritu Santo ha comunicado ese acontecimiento, que ahora ya no es solo de Cristo, sino que está destinado a ser compartido con todos aquellos que acepten esta invitación.
Todos entendieron ese lenguaje, porque es lo que en el fondo todos desean para sí mismos. De este modo misterioso, la pascua de Cristo se va convirtiendo en nuestra pascua, en nuestra experiencia común, en la participación de algo que él ha hecho por nosotros. Había Cristo adelantado ya que el Espíritu Santo nos haría entrar en toda la Verdad, esa Verdad que alcanzaría la cima, que se completaría en el ‘toda’, cuando tuviese lugar la muerte y resurrección de Jesús. Somos gentes venidas de los lugares, países, razas y tiempos más dispares, pero nos une una misma memoria, y una memoria viva y abierta, que actúa desde nuestro interior. Una memoria universal, por tanto, pero a su vez subjetiva, porque la historia de Cristo se ofrece en la historia de cada uno, que es única. Llevamos un tatuaje común, compartimos un recuerdo, algo que nos pasó a todos.
La fragmentación social, me parece, es fruto del olvido de Dios, cuya “Palabra viva descifra la existencia, cura también la memoria herida implantando el recuerdo de Dios y de las obras que ha hecho por nosotros” (papa Francisco).