Por Diego Passadore.
Quiero compartir unas breves reflexiones para revalorizar el regalo de las misas en nuestras vidas. Rescatar las misas del tedio de la familiaridad y la costumbre, de la distracción, para despertar al asombro del acto más elevado de la Iglesia, y así estar atentos y recogidos a su profundo misterio.
La misa es una celebración, una fiesta de la victoria del amor de Jesucristo sobre la muerte, que quita el pecado del mundo. Y el que nos invita a esa fiesta no es el presbítero, sino el mismo Jesucristo, el Autor de la Vida, el Hijo de Dios vivo y verdadero. A quien en la misa encontramos realmente presente de cuatro maneras: en la asamblea de sus fieles reunidos en su nombre que forman su cuerpo místico; en su palabra puesto que es él quien habla mientras se leen las Sagradas Escrituras; en el presbítero cuando preside la eucaristía; en la eucaristía bajo las apariencias del pan y del vino, que son el cuerpo y la sangre de Cristo. Este banquete pascual tiene dos momentos esenciales: la liturgia de la palabra y la liturgia eucarística.
Liturgia de la Palabra
Las Sagradas Escrituras, cuando son escuchadas en la liturgia de la palabra, adquieren un sentido nuevo y más fuerte que cuando son leídas en otros contextos. Tienen el papel de prepararnos a reconocer a quien se hace presente en la fracción del pan, de iluminar cada vez un misterio particular del misterio eucarístico que se va a recibir. Esta preparación se ve claramente en el episodio de los discípulos de Emaús. Los pasajes leídos, no son solamente narrados, sino revividos por nosotros la asamblea, a quien se nos dirige la palabra. La memoria se hace realidad y presencia. Lo que sucedió en aquel tiempo tiene lugar en este tiempo, hoy mismo. No solo somos oyentes, sino interlocutores y actores en ella.
Estamos llamados a asumir el puesto de los personajes mencionados. En la misa estamos ante la verdadera zarza ardiente (Ex 3,2-6), recibimos en los labios el carbón ardiente (Is 6,6-7), recibimos el rollo y lo comemos (Ez 3,1-3), vamos a tocar mucho más que el borde del manto de Jesús (Mt 9,21), se hace realidad el pasaje “hoy debo alojarme en tu casa” (Lc 19,5), Jesús mismo nos dice desde la eucaristía “aquí ahora hay uno que es más que Jonás… aquí ahora hay uno que es más que Salomón” (Mt 12,41-42).
La liturgia de la palabra y la liturgia eucarística están estrechamente unidas entre sí y forman un único acto de culto. La Iglesia recibe y ofrece a los fieles el pan de vida en las dos mesas de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo. La Palabra de Dios, que la Iglesia lee y proclama en la liturgia, lleva a la eucaristía como a su fin connatural.
Liturgia eucarística
Es la parte central de la misa donde Jesucristo resucitado se hace presente en las especies eucarísticas con su cuerpo, sangre, alma y divinidad. La santísima eucaristía es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el amor infinito de Dios por cada hombre, la verdad del amor. Y se nos invita a elevar el corazón para introducirnos a la liturgia eucarística. Hay dos epíclesis (invocaciones al Espíritu Santo) en cada misa: una antes de la consagración “por eso Señor te suplicamos que santifiques por el mismo Espíritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean cuerpo y sangre de Jesucristo”, y en la segunda epíclesis ―que se recita después de la consagración― se dice “y llenos de su Espíritu Santo formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu”: aquí cuerpo significa el cuerpo de la Iglesia cuya cabeza indivisible es Jesucristo.
Recordemos qué significa “tomen y coman, este es mi cuerpo” y “tomen y beban, esta es mi sangre”. En el lenguaje bíblico, cuerpo significa toda la persona. Cuando Jesús dice “este es mi cuerpo”, nos da su vida real. En la Biblia la sangre es la vida, por lo que el derramamiento de la sangre significa la muerte. Cuando Jesús dice “tomen, esta es mi sangre”, nos da místicamente su muerte, participamos en ella. No nos da “algo”, sino su propia vida y su propia muerte. Jesús es el verdadero cordero pascual, la víctima inocente, que se ha ofrecido espontáneamente a sí mismo en sacrificio redentor por nosotros, realizando así la nueva y eterna alianza. La eucaristía contiene en sí esta novedad radical, que se nos propone de nuevo en cada misa.
Si la eucaristía nos invita a unirnos a Jesús, es a hacer lo que hace él, es decir a ofrecer nuestro cuerpo y nuestra sangre. Para nosotros el cuerpo es el tiempo, nuestro tiempo. El tiempo son nuestras capacidades físicas e intelectuales al servicio del prójimo, por algo se le llama sacramento de la caridad. Es darle nuestra voluntad para que se haga la suya. La sangre es todo lo que ya en nuestra vida cotidiana anticipa la muerte, es decir, los sufrimientos, las enfermedades, los fracasos, las angustias, la parte “negativa” del hombre. Todo esto se lo ofrecemos confiadamente a Jesús.

Y quería hacer especial hincapié en la doxología (alabanza) conclusiva de la liturgia eucarística, para lo cual comparto una parábola moderna que utiliza el cardenal Raniero Cantalamessa para entender mejor la enormidad de esta alabanza: “En una gran hacienda había un dependiente que amaba y admiraba desmesuradamente al dueño de la empresa. Por su cumpleaños quiso hacerle un regalo, pero antes de presentárselo pidió en secreto a todos sus colegas que pusieran su firma en el regalo. Por tanto, el regalo llegó a manos del dueño como el regalo indistinto de todos sus dependientes, como un signo de estima y de amor de todos ellos, a pesar del hecho que uno solo había pagado el precio del mismo regalo. ¿No es exactamente lo que sucede en el sacrificio eucarístico? Jesús admira y ama ilimitadamente al Padre celestial, el gran dueño de todo el universo. Quiere hacerle cada día hasta el fin del mundo, el regalo más precioso que se pueda pensar: el de su misma vida. En la misa, él invita a todos sus hermanos para que pongan su firma en el regalo, de modo que llega a Dios Padre como el regalo indistinto de todos sus hijos. El ‘sacrificio mío y vuestro’ lo llama el presbítero en la misa, a pesar del hecho que uno solo ha pagado el precio de este regalo, y ¡qué precio! Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se mezclan con el vino en el cáliz, como explica bien la oración que acompaña este gesto: ‘el agua unida al vino sea signo de nuestra participación en la vida divina de quien ha querido compartir nuestra condición humana’. Nuestra firma en la misa es, sobre todo, ese ‘amén’ solemne que la liturgia hace que pronuncie toda la asamblea como final de la plegaria eucarística: ‘por Cristo, con Él, y en Él, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. Amén’. Este amén es como si dijera: me uno a todo lo que se ha hecho, suscribo a todo. Por eso, sería bueno que este amén al final de la plegaria eucarística sea pronunciado en voz alta, y mejor si fuera cantado. Porque es la firma que toda la asamblea pone a la liturgia eucarística.”
Ochocientos años después de que Jesús, en una revelación privada a santa Juliana de Cornillon, le pidiera que se instaurara en la Iglesia la Solemnidad del Corpus Christi, como forma de que se revalorizara la sagrada eucaristía, me tomo la licencia de compartir, con el mismo fin, una revelación privada que le hizo Jesús a la sierva de Dios, Luisa Piccarreta, el 4 de diciembre de 1902. En esta alabanza conclusiva para la Gloria de Dios Padre, en la que ofrecemos al Cordero Pascual, víctima inocente, y nos unimos a él en el Espíritu Santo, nos incorporamos a su propia “hora” cuando san Juan como sacerdote lo ofrecía al Padre, como le dice Jesús a Luisa:
“Yo, sacerdote y víctima, levantado sobre el leño de la cruz quise un sacerdote que me asistiera en aquel estado de víctima, el cual fue san Juan, que representaba la Iglesia naciente; en él yo veía a todos: papas, obispos, sacerdotes y todos los fieles juntos, y él, mientras, me asistía, me ofrecía como víctima para la gloria del Padre y para el buen éxito de la Iglesia naciente. Esto no sucedió por casualidad, que un sacerdote me asistiera en ese estado de víctima, sino que todo fue un profundo misterio, predestinado desde ‘ab eterno’ en la mente divina”. El gran amén que el pueblo responde en la culminación de la doxología del presbítero, tiene que volver a ser como lo recuerda san Jerónimo: «El amén resuena como trueno celestial en las basílicas romanas y hace estremecer los vacíos muros de los templos idolátricos».
Cristo mismo nos atrae hacia sí y nos llama a la comunión. Gracias a la eucaristía, un cristiano es verdaderamente lo que come. San León Magno nos recuerda que “nuestra participación en el cuerpo y sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a convertirnos en aquello que comemos”. Jesús nos dice “también el que me coma, vivirá por mí” (Jn 6,57). El más fuerte asimila consigo al menos fuerte. En este caso, la comida (la eucaristía) asimila al que la come. La carne incorruptible y vivificadora del Verbo se hace mía. Pero también mi carne, mi humanidad, se hace de Cristo: también Cristo recibe nuestro cuerpo y nuestra sangre. No hay nada en mi vida que no pertenezca a Cristo. Gracias a la eucaristía todas las experiencias humanas (estar casado, ser anciano, ser mujer, etc.) se vuelven suyas. Gracias a la eucaristía nuestra humanidad se vuelve una humanidad incorporada a la de Cristo, nos convertimos en verdaderos partícipes de la intimidad divina. En la eucaristía recibimos algo que no merecemos, a Cristo mismo, en forma totalmente gratuita. Nos permite hacernos partícipes de su santidad.
Y en la participación asidua en la misa, nos permite ir recibiendo distintas riquezas de este misterio enorme, de esta enormidad que es la eucaristía. Recibir la eucaristía significa adorar al que recibimos. Precisamente así, y solo así, nos hacemos una sola cosa con él. El amén al recibir la eucaristía es una responsabilidad enorme, porque digo sí al hermano, al hermano que no me gusta, al enemigo, al pobre. Unidos con Cristo nos unimos con todos los demás en su cuerpo místico. Porque no recibimos de modo pasivo a Jesucristo, sino que nos implicamos en la dinámica de su entrega, en ser testigos de su amor y compasión, en salvaguardar la creación. La eucaristía impulsa a todo el que cree en él a hacerse “pan partido” para los demás y, por tanto, a trabajar por un mundo más justo y fraterno. Después que termina la misa y regresamos a la calle tenemos que dar nuestro tiempo, nuestras capacidades, nuestros talentos a nuestros hermanos, como Jesús dio la vida por nosotros. Hacer de nuestra vida una eucaristía, un servicio, es la única manera de salvar nuestra vida. Solo permanece lo que se ofrece. Ese es nuestro compromiso misionero.
Epílogo
Un sermón aburrido o un presbítero que no me cae bien no es excusa para no asistir a las misas. Tampoco que no se pueda comulgar en la boca: yo prefiero comulgar arrodillado en la boca y con ambas especies, pero si no puedo, ¡comulgo igual!
Quizás algunos necesitan milagros eucarísticos para su fe, pero el milagro ocurre en cada celebración, ¡donde estamos más unidos a Jesús que los que vivieron hace 2000 años junto con él! La belleza de la liturgia es parte de este misterio, es expresión eminente de la gloria de Dios, un asomarse del cielo sobre la tierra. Somos peregrinos en la tierra y el banquete eucarístico es para nosotros la anticipación real del banquete final, el de las “las bodas del Cordero” (Ap 19,7-9).
La fe se expresa en el rito litúrgico, y este refuerza y fortalece la fe. Un ritual donde somos protagonistas, viviendo personalmente la celebración, en vez de ser solo espectadores. Queremos vivir intensamente el santo misterio, con el mismo ardor que sintieron los discípulos de Emaús, renovar en nuestra vida el asombro eucarístico por el resplandor y la belleza que brillan en el rito litúrgico. Compartir las alabanzas, la alegría, la gratitud y la admiración que renovamos en cada misa.
Fortalecer nuestra comunidad cristiana, para llegar a ser discípulos misioneros que testimonien la alegría del Evangelio. Como nos recuerda el documento final del XVI Sínodo de los Obispos (142):
“Para muchos fieles, la eucaristía dominical es el único contacto con la Iglesia: cuidar su celebración de la mejor manera, con particular atención a la homilía y a la ‘participación activa’ de todos, es decisivo para la sinodalidad. En la misa, de hecho, acontece como una gracia concedida desde lo alto, antes de ser el resultado de nuestros propios esfuerzos: bajo la presidencia de uno y gracias al ministerio de algunos, todos pueden participar en la doble mesa de la Palabra y del Pan. El don de la comunión, de la misión y de la participación —las tres piedras angulares de la sinodalidad— se realiza y se renueva en cada eucaristía”.
Artículo publicado originalmente en Perú Católico.


1 Comment
La Misa no es un producto. Ni un bien que me garantiza el paraíso. La sed de la comunión entre hermanos de diferentes realidades y el santísimo Sacramento, es ante todo un acto de FE. Un milagro. Como la vida. El foco no debería ser los argumentos u observaciones pq voy o no voy o el número de personas menores de 50 y mayores de 50 y género. El problema radica humildemente en el estado del alma del sacerdote y su consejo parroquial. Y que hacen del tiempo que le regalan a su fe y madre iglesia. Como se comunican, como visitan a los núcleos familiares. Como interactúan. Como entran en su miserable vida de hombres y mujeres como tú y como yo, de pecadores. Como la cercanía mas allá del ritual o misa diaria o dominical me completa el alma. Yo veo que nuestra iglesia no es ajena al resto del mundo. Vamos perdiendo el oficio peregrino que tuvo Jesús. Pq. Bueno ahí la autocrítica. El sínodo es muy rico en estos temas. Los católicos miramos hacia dentro del templo y no nos damos cuenta que nuestros hermanos y Dios está tb y principalmente afuera del templo. Nuestra praxis y nuestros tiempos están distribuidos de manera paupérrima. Me incluyo. Cuando soy católico. Y cuando refuerzo mi vínculo, cuando voy a misa, cuando rezo el rosario, cuando me confieso o cuando ayudo en mi ámbito familiar social y de amigos y cotidiano a predicar con el ejemplo. No existe una planeación. Pero no por falta de plata que somos mucho más pobres que los cristianos protestantes. Pero están llenos sus templos. Y sus comunidades tb. Nos pasa eso pq no logramos decodificar el mensaje a nuestros hermanos y hermanas q cualquiera sea su condición, salud o estado de limpieza, nos olvidamos que es un alma amada por Jesús. Que él murió por todos ellos y nosotros. En suma nada más simbólico en nuestra liturgia y te invito a observar con el corazón no en tu parroquia en cualquiera que vayas a visitar fuera de tu zona de influencia, la frialdad con que nos damos la paz. No salimos del Taller. Pero no hay hace 30 años. Y eso quien lo dirige, el cura párroco. Es el que en frecuencia, magnetismo y energía comunica contagia. Y no solo con la palabra si no con el ejemplo. Cuantas veces bajaste del altar y fuiste a abrazarte con todos tus hermanos. Cuestión de tiempo….Jesús no tenía tiempo, Jesús no tenía horarios y licencia. Otro elemento con un signo muy potente es cuando hacemos la fila para comulgar. Ahí en ese instante hay miles de corazones y vidas, pecados. Que ni siquiera tienen no ion o se olvidaron, que lo que hacemos es tomar la consagración de la sangre y cuerpo de Cristo resucitado en nuestra alma. Es más las comunidades están los que toman el cuerpo de Cristo. Con sus manos. Y no siquiera se arrodillan ante el cuerpo y la sangre del único hijo de DIOS. Mira todo lo que me tomo el tiempo para expresarte quiero que se lo pases un Totum a tus superiores. No te lo quedes tú. Pq los testimonios cobran vida cuando toda la comunidad los escucha. Me refiero al clero y a los equipos que ustedes tengan. Hay que caminar descalsos por la vida. Ni con sandalias. Que quiere decir que debemos salir de nuestras comunidades. Debemos de salir de nuestra zona de confort. Hay que ir donde Jesús iba. Hay que cepillar el barrio de punta a punta. Hay que ir a buscar respuestas. Hay que estar cerca del hermano/a. ¿ Como voy a valorar una misa o dimensionar su importancia si ni siquiera fui a buscarte. Espero que vengas. Por suerte es muy chico. Y a pesar de ser laico y pinta para peor. Pero por nuestra opacidad. Yo primero. Por nuestra falta de fe de coraje. El que tuvo Jesús. Yo intento en mis laburos llevar mi ejemplo de vida. Y sabes lo q me putean. Laburo en cárceles y en Uber. Y soy periodista. Y abandone una vida que no me daba nada. Y me di cuenta que la felicidad y la plenitud está en las pequeñas cosas. Que ignorante que fui y lo sigo siendo. El centro son las manzanas las cuadras las casas las personas que no vamos a visitar. No somos peregrinos. La celebración de una misa cobra muchísimo más valor testimonial y da un signo y un símbolo de fe si veo a mis hermanos como hermanos y los trato como hermanos. No como otro fiel que le doy la mano o que está delante o detrás mío en una cola y ni se lo que hizo para alcanzar ese gran honor. Y menos por un sermón. Por favor la fuente inicial es el cara a cara. No el magnetismo que tenga o no por su grado de evolución espiritual en un sermón. Hay que estar con Jesús y compartir el pan y vino. Mucho más que ir a misa es lo mismo. Pero se expresa y se trasmite de otra manera en otra modalidad. Por eso en mis rosarios pido por los curas consagrados y laicos de cada parroquia. Todos los domingos. Te felicito por tu esfuerzo espiritual e intelectual. Fiat Voluntat DeI.