La Iglesia se apresta a celebrar la Solemnidad de Corpus Christi
POR EL PBRO. GONZALO ABADIE
El Espíritu Santo, dado en Pentecostés, y que hemos recibido en el bautismo, tiene el poder de darnos a Jesús, de ponerlo delante de nosotros. Él tiene la luz para mostrarnos el cuerpo y sangre de Cristo, para entregarnos a Jesús vivo en la eucaristía.
Hace un tiempo conocí a un hombre joven que, a poco de bautizarse, me contó cómo había empezado su camino de fe. Resulta que unos años antes había tenido que vérselas con un problema personal ―de carácter sobrenatural según me dio a entender―, que lo afectó muchísimo, situación que lo impulsó a buscar con desesperación al Dios que había desconocido hasta ahora y del que demandaba, súbitamente, una mano urgentísima. Salió a las calles, dispuesto a tomar lo primero que le ofreciesen, por lo que visitó a algunos pastores evangélicos, y luego, en segunda instancia, conversó con algún sacerdote. Desconocedor absoluto de los sacramentos, le sucedió algo curioso. Vio que en la misa la gente se levantaba y hacía cola para comulgar, por lo cual no quiso ser descortés y se sumó a la fila, para participar de lo que allí se estaba entregando, pero al llegar su turno, el sacerdote que distribuía la eucaristía le hizo notar, con embarazo, que las hostias se habían agotado. Me preguntó si eso era normal, porque a la semana siguiente volvió a sucederle lo mismo, pero en otra iglesia. Si las cosas sucedieron realmente así, es algo tan inusual como sacar el cinco de oro dos veces seguidas. Pero su relato me pareció una parábola. Él también lo entendía así, me explicó. Él no podía comulgar, porque todavía no había descubierto a Jesús. Menos aún a Jesús presente en la eucaristía. Tuvo que prepararse para eso. Acercarse a la eucaristía desconociendo a Jesús es quedarse sin su presencia, es quedarse sin nada. Cuando eso sucede, la persona piensa: «qué aburrido que es esto». En la misa Jesús aguarda escondido para aquellos que lo buscan de verdad.
Jesús se había ido, por lo cual ya no pudieron verlo después de su Ascensión al cielo. No pudieron verlo más físicamente. Pero, sin embargo, el Espíritu Santo les hacía ver a Jesús de un modo nuevo, más vívido e influyente, más cercano y palpitante, especialmente en la «fracción del pan», como llamaban a la misa, pues ahora, bajo la guía del Espíritu Santo, empezaban a ver lo que, advertidos de antemano, les había resultado incomprensible: después de mi muerte y mi resurrección, el mundo, la gente ya no me verá, pero ustedes sí me verán…, les había dicho Jesús durante la última cena, según nos lo cuenta san Juan (capítulos 14, 15, 16). Cuando venga el Espíritu de la Verdad… les anunciará lo que irá sucediendo. El Espíritu Santo es como un reflector que ilumina al Jesús escondido, y es como un micrófono que hace percibir su Voz, porque el Paráclito no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído a Jesús, quien por su parte reconoce que tampoco sus palabras son suyas, sino del Padre que lo envió. Es que el Verbo y el Aliento son inseparables. «Sin ninguna duda, Cristo es quien se manifiesta Imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu Santo quien lo revela» (Catecismo n.º 689).
La comunidad primera de cristianos, con Pedro a la cabeza, frecuentaban asiduamente la «fracción del pan», porque el Espíritu les hacía oír la voz de Jesús y ver a Jesús durante la celebración. El Espíritu, tal como les había dicho Jesús en la cena, les enseñaría todo, y les recordaría lo que les había dicho. Y así fue, el Espíritu les fue mostrando e interpretando todo cuanto había dicho y hecho Jesús, especialmente aquellas palabras y acciones suyas cuando en la cena «tomó el pan, dio gracias, lo partió y lo dio a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi Cuerpo, que se entrega por ustedes. Hagan esto en memoria mía”».
«El Espíritu, tal como les había dicho Jesús en la cena, les enseñaría todo, y les recordaría lo que les había dicho»
Supieron que esas palabras se completaron y cumplieron cuando Jesús, como sucedió con aquel pan, se partió en la cruz. Comprendieron, lentamente, que lo sucedido no fue exactamente una tragedia, sino que en la cruz Jesús entregó su vida, y que ese cuerpo partido, que esa sangre derramada, abría el paso hacia una Vida nueva. Durante cuarenta días los discípulos se encontraron en distintas oportunidades con el Resucitado. Fue, sin embargo, la venida del Espíritu Santo quien les hizo conocer íntimamente a Jesús. Ahora, que lo habían dejado de ver, empezaban a conocerlo más profundamente, y eran tocados por la Vida como nunca antes la habían experimentado. Esta comprensión, que en realidad es una experiencia, se abrió paso plenamente cuando, obedeciendo el mandato de Jesús ―«hagan esto en memoria mía»― celebraron la fracción del pan.
Tenemos que tener en cuenta que cuando Jesús dice «esto es mi cuerpo» no se está refiriendo a una parte de su persona, sino a todo lo que él es. Ese es el significado de cuerpo en la Biblia. Mi cuerpo quiere decir «yo». Este soy yo, que me entrego por ustedes. Soy yo con mi historia, mi existencia actual, soy yo con mis afectos, mi manera de pensar, mis sueños, soy el Hijo de mi Padre y soy el hijo de María, soy con mi mirada y con mi voz… Y cuando dice «esta es mi sangre» está diciendo igualmente «este soy yo», pero recordándonos que su vida ha sufrido violencia por amor a nosotros, que en su persona lleva las marcas de estas humillaciones, credenciales de su sacrificio, cicatrices de la verdad con que nos quiere, testimonio de que ha conocido como nadie la oscuridad, el lugar sin Dios, la derrota, el pecado del mundo, la concentración de la maldad y del pecado de todos los hombres, de todas las generaciones, de todos los tiempos, las marcas de su lucha y victoria contra el adversario. Yo, Jesús, vivo y muerto, muerto y resucitado, me entrego por ustedes. Me entrego a Dios, como ofrenda que a mi Padre va a agradar, pero a favor de ustedes, para que ustedes tengan vida nueva, para liberarlos de esa oscuridad terrible en la que yo entraré, y en la que me consumiré por amor a mi Padre y por amor a ustedes.
Celebren este memorial, ¡hagan esto en memoria mía! No se trata de que tienen que hacerlo para recordarme como si me trajeran desde el pasado como un muerto, como si evocaran algo que simplemente aconteció, sino para que este hecho redentor sucedido una vez y para siempre en la cruz, se ahonde en el presente de ustedes, para que yo entre como Viviente que soy, para que esta entrega de lo que soy llegue a todos, siempre, dé vida a todos, siempre, cada vez que celebren este memorial, esta fracción del pan, esta misa. Para que lo que yo hice una vez en la historia, se renueve cada vez en el Espíritu eterno (cf. Hb 9, 14), cada vez que hagan esto en memoria mía.
¿Pero cómo podía suceder algo así? ¿Cómo es posible que algo que sucedió y registra la historia, con fecha y lugar precisos, pueda irrumpir allí donde se celebre la fracción del pan? ¿Cómo puede ser que hoy, dos mil años después, Jesús se aparezca y nos ofrezca su cuerpo y su sangre? ¿Cómo puede ser que aquello que sucedió en la pascua, la muerte y resurrección de Cristo, llegue hasta nosotros atravesando los siglos con la frescura del hoy y del ahora? ¿No se hacía esta pregunta Jorge Luis Borges sobre el fin de sus días: de qué puede servirme que aquel hombre haya sufrido si yo sufro ahora?
«El Espíritu Santo les hacía ver a Jesús de un modo nuevo»
Pues bien, Jesús también les había adelantado a los apóstoles en la última cena este grandísimo misterio, vinculándolo, una vez más y muy especialmente, al nuevo personaje presentado por Jesús y que pronto entraría en acción, y del que poco o nada sabían entonces: el Paráclito, el Espíritu Santo. Los discípulos tuvieron que escuchar con estupor a Jesús alentándolos a aguardar su muerte, porque de otro modo no recibirían al Espíritu Santo. «Les conviene que yo me vaya», les dijo; les conviene que yo me muera. ¿Pero por qué? «Él me glorificará [él me manifestará, él me hará aparecer entre ustedes], porque recibirá de lo mío y se lo anunciará ustedes» (Jn 16, 14). Por qué usa el futuro, se pregunta Juan Pablo II en su carta sobre el Espíritu Santo. ¿Qué es lo que aún no puede recibir el Espíritu de Jesús mientras él no muera y no parta al Padre? ¡Su pascua, su muerte y su resurrección! Quiere decir que el Espíritu Santo no solo revela a Jesús, así, genéricamente, sino que es el portador de la fuerza salvífica, de la obra de redención que ha vivido íntimamente junto a Jesús en la cruz. Jesús quiere que el Espíritu pueda recibirlo todo de él, especialmente su amor hasta el extremo, su poder para pasar de este mundo al Padre, su fuerza para vencer la muerte, su misericordia para perdonar. El Espíritu viaja como el viento atravesando los siglos e introduce en la intimidad de cada creyente y en la conciencia de los hombres, el aliento de Vida de Cristo en la cruz.
Así, por obra del Espíritu Santo, el amor de Dios entregado en la Pascua, entra en la eternidad (Hb 9, 14). Así, por obra del Espíritu Santo, Jesús se aparece en la misa y puede ofrecer su cuerpo y su sangre, con la belleza y la fuerza del hoy. ¡Vaya misterio!