Una de las características del vínculo que los agentes de la Pastoral Penitenciaria procuramos construir y cultivar con las personas privadas de libertad, es la horizontalidad. Escribe José María Robaina.
Intentamos generar un encuentro de hermanos que comparten una misma humanidad, una misma vulnerabilidad y que desde sus diferentes experiencias de vida, unos y otros van descubriendo en un clima de fraternidad caminos de conversión personal. Es un proceso que incluye de parte de los agentes pastorales, una oferta de sentido de vida a partir del anuncio de la Palabra, la oración y la celebración.
Me quisiera detener en la importancia que reviste nuestra condición de seres vulnerables a que aludimos más arriba, no solamente en el encuentro con las personas privadas de libertad, sino también en cualquier relación interpersonal.
En tal sentido seguiremos los aportes de la teóloga chilena Carolina Montero, reciente ganadora del premio Centesimus Annus 2024, otorgado por la Fundación Centecimus Annus-Pro Pontifice, por su libro Vulnerabilidad, hacia una ética más humana.
Expresa Montero que la vulnerabilidad es una condición constitutiva de todo ser humano, que consiste en la capacidad de ser afectado corporal, mental, emocional o existencialmente por el encuentro con el otro, con el medio, y en general, por el encuentro con todo aquello que lo trasciende. Es la capacidad de ser poroso, permeable.
Esa capacidad de ser afectado, que todos inevitablemente experimentamos, no es en sí misma ni buena ni mala, diríamos que es neutra, solo que cuando esa afectación se produce a partir del encuentro con el otro vulnerable, nos enfrenta a una decisión ética.
En ese caso nuestra vulnerabilidad puede expresarse a través de una acción solidaria hacia el otro vulnerable, de reconocimiento de su dignidad, de compasión, de hospitalidad, de ternura o, por el contrario, a través de la indiferencia o incluso la violencia.
«Es esta dimensión de la vulnerabilidad la que, precisamente, vivió Jesús, a quien hemos visto llorar, perdonar, alegrarse, entristecerse, conmoverse con los hombres y mujeres de su tiempo y vivir en forma permanente la compasión»
Una ética de la vulnerabilidad requiere fundamentalmente tener conciencia de que todos somos vulnerables y de que en todos nuestra vulnerabilidad ha sido vulnerada.
Entonces, cuando percibimos nuestras propias heridas y las heridas de los otros, es cuando adquirimos conciencia de nuestra común vulnerabilidad, de nuestra común humanidad, circunstancia que origina la preocupación ética por la solidaridad como exigencia antropológica.
Estamos pues ante una dimensión positiva de la vulnerabilidad, como capacidad potencial para la comunión y la solidaridad.
Es esta dimensión de la vulnerabilidad la que, precisamente, vivió Jesús, a quien hemos visto llorar, perdonar, alegrarse, entristecerse, conmoverse con los hombres y mujeres de su tiempo y vivir en forma permanente la compasión.
Por nuestra parte, debemos cuidarnos del riesgo de sabernos vulnerables, y, no obstante, proyectar invulnerabilidad en los otros, deshumanizándolos. Es un riesgo que corremos, sobre todo, respecto de aquellas personas o grupos con los cuales no tenemos cercanía y, entonces, quedan excluidos de nuestra solidaridad y de nuestra compasión a las que muchas veces dibujamos en círculos muy reducidos.
Es lo que suele suceder con universos como el de las personas privadas de libertad, a quienes muchas veces se les juzga únicamente por sus acciones delictivas, sin complejizar el fenómeno delictivo, explorando sus causas, penetrando en las historias personales de los infractores, muchas veces marcadas por pérdidas, abandonos, violencias, carencias afectivas y materiales; en definitiva negándoles su vulnerabilidad.
Quisiera finalizar remitiéndome a Pablo D´Ors, que recoge en cierto sentido este concepto de vulnerabilidad universal compartida a que se refiere este artículo, cuando sostiene que la compasión puede nacer si tú descubres que en tu herida late la herida del mundo y que en la herida del mundo late tu propia herida; lo que equivale a decir: cuando descubres que ningún dolor te es ajeno y que tu dolor no es solo tuyo sino también de los demás.