Conversamos con Guzmán Carriquiry Lecour, que en setiembre publicará el libro “Medio siglo de un laico latinoamericano en el Vaticano” como repaso de sus cinco décadas de servicio a nuestra Iglesia, en la Curia romana.
Con más de medio siglo de servicio en el corazón de la Iglesia, Guzmán Carriquiry Lecour (Montevideo, 1944) es una figura relevante para el laicado latinoamericano en la historia reciente del Vaticano. Doctor en derecho y ciencias sociales, Carriquiry recorrió un camino singular que lo llevó desde el ámbito católico uruguayo hasta puestos de gran responsabilidad en la curia romana, bajo cinco pontificados y con un marcado aporte a la misión evangelizadora de la Iglesia.
Culminada su gestión como embajador de Uruguay ante la Santa Sede en el pasado mes de marzo —cargo que asumió en enero de 2021—, dialogamos con él para adentrarnos en su particular experiencia de servicio. Precisamente, Guzmán Carriquiry prevé publicar en setiembre un libro para resumir su extensa vivencia eclesial. Una voz que, sin duda, vale la pena escuchar.
Usted comenzó a trabajar en la Santa Sede en 1971, durante el pontificado de Pablo VI. ¿Cómo recuerda su llegada y esos primeros años de servicio en el Vaticano?
Llegué al Vaticano el 1.º de diciembre de 1971. Dos meses después me acompañaron mi esposa Lídice y mi hijo Juan Pablo, de año y medio. Por intermedio del arzobispo Carlos Partelli se me hizo la propuesta de hacer una experiencia de trabajo en la Santa Sede por un año. Fue algo totalmente imprevisible, inimaginable, cuando tenía veintiséis años, y apenas concluidos mis estudios en derecho y ciencias sociales. Después se me pidió seguir por tres, cinco años… Ya preparados para la vuelta al pago, se me solicitó que me quedara hasta el final del pontificado de san Pablo VI, nombrándome primer laico “capo ufficio” en la Curia. Al final fueron 48 años de servicio en el Vaticano.
Por su experiencia y servicio es considerado como un gran impulsor del laicado latinoamericano dentro de nuestra Iglesia. ¿Cómo fue abrirse camino como laico en una estructura eclesial que podríamos asociar como tradicionalmente más clerical?
Diría que el ambiente vaticano, cuando me incorporé, era muy clerical. Era tan inusual la presencia de un laico y latinoamericano en la Curia romana que nada estaba previsto para nuestro aterrizaje en Roma: el primer mes nos alojaron en una residencia de monjas y después otros seis mes en un piso maltrecho de un edificio destinado al derrumbe. El salario nos daba apenas para llegar austeramente a fin de mes. Mi lugar de trabajo fue el Concilium de Laicis, uno de los organismos ad experimentum creados después del Vaticano II para adecuar el gobierno central de la Iglesia a su renovada autoconciencia según las enseñanzas del concilio. Se abría un campo muy grande para la entonces llamada “promoción del laicado”. Mi reacción ante el clericalismo imperante no fue la de quien pelea con los curas para tener más espacio y poder, solo mostrar dignidad y seriedad en mi trabajo. Tampoco fui un “yes man”. Siempre me dije: a mayor comunión, mayor libertad. Y así me conocieron los pontífices, prelados y colegas de la curia romana. Hoy día hay muchos laicos, varones y mujeres, que ocupan cargos dirigentes en el Vaticano. Yo puedo decir que fui uno de los “adelantados” y precursores. Mis 40 años en el Consejo Pontificio para los Laicos me permitieron acompañar, apreciar y alentar la gran corriente histórica contemporánea de participación de los laicos en la vida y misión de la Iglesia. Fueron décadas de un notable crecimiento de la autoconciencia de los laicos en su dignidad y responsabilidad de bautizados, miembros vivos de la Iglesia, llamados a vivir la vocación universal a la santidad como discípulos y testigos de Jesucristo en las concretas circunstancias de su vida familiar, laboral y social y de ser así constructores de la sociedad según las enseñanzas del Evangelio. Dos tareas muy importantes absorbieron buena parte de nuestro trabajo en ese dicasterio de la Curia romana: organizar y realizar cada dos o tres años las Jornadas Mundiales de la Juventud – intuición profética de Juan Pablo II – y discernir y reconocer los muy diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades que irrumpían en la escena eclesial.
Su nombramiento como secretario de la Pontificia Comisión para América Latina fue un hito. ¿Qué desafíos y oportunidades encontró en ese rol, especialmente como primer laico en ocupar una posición de ese rango dentro de la Curia romana?
Jubilado a los cuarenta años de servicio, siempre me emociona recordar las palabras que me dirigió el papa Ratzinger: “No me abandone Carriquiry”. Fue él quien quiso nombrarme Secretario de la Comisión Pontificia para América Latina, sucediendo a varios Arzobispos que habían asumido esa responsabilidad. Eso me recargó las baterías de mi entusiasmo en el servicio. Todo mi orgullo como uruguayo, pero siempre fui apasionadamente latinoamericano, mi “patria grande”, tan fragmentada y sufrida, tan desigual y confusa, tan esperanzada. Y de tal modo el papa Benedicto me preparaba para servir desde esa responsabilidad al pontificado del primer latinoamericano en la historia de la Iglesia, el papa Francisco, quien me confirmó en mi cargo e incluso me nombró Vice-Presidente. Seguí intensamente las vicisitudes políticas, culturales y eclesiales de América Latina. Incluso participé en las comitivas oficiales con los Papas Juan Pablo II y Francisco en algunos de sus viajes a América Latina. ¡Cómo olvidar aquel primer viaje apostólico de Juan Pablo II a Montevideo!
A lo largo de estos cuarenta y ocho años de servicio, vivió de cerca el desarrollo de cinco pontificados, sin considerar, además la inauguración del actual. ¿Qué aspectos distintivos destacaría de cada uno de ellos?
Siempre tuve muy presente lo que me dijo un religioso amigo cuando llegué muy joven al Vaticano: no has venido a servirte a ti mismo, sino a servir a los sucesores de Pedro, “servidores de los siervos de Dios”. Y fui pobre servidor de cinco grandes pontificados. Nunca me gustó que se compararan y menos que se contrapusieran los sucesivos pontificados. ¡Nada de eso! “Muerto un papa, viva el papa”, dicen los romanos. Me tocó colaborar con sucesores de Pedro muy disímiles como biografía, temperamento, formación cultural y teológica, sensibilidad espiritual y pastoral, pero todos ellos custodios y garantes de ese flujo de vida que es la tradición de la Iglesia, de su “depósito de fe” que se despliega en todo tiempo y lugar gracias a los talentos y dones de cada pontificado. Cada uno pareció escogido tempestivamente para responder a las exigencias y desafíos de la misión de la Iglesia en sucesivas y cambiantes coyunturas históricas. Pablo VI fue el gran papa del Concilio Vaticano II, que en tiempos fecundos y tumultuosos de “revisión de vida” de la Iglesia, también bajo el impacto del giro cultural e ideológico del 68, supo guiar con sabiduría la renovación de la Iglesia. El brevísimo pontificado de Juan Pablo I fue como de un aire sereno, refrescante y alentador. Juan Pablo II fue un gigante de la misión, de la nueva evangelización al encuentro de las personas, las familias y los pueblos en sus innumerables viajes apostólicos, protagonista en tiempos de derrumbe del imperio soviético y de transiciones democráticas en curso. Nadie como el papa Ratzinger nos introdujo de modo tan razonable y profundo en los misterios de la fe. Tuvimos entonces como papa al mayor teólogo, a un excepcional hombre de cultura europea. La novedad del pontificado de Francisco hizo fuerte irrupción en la vida eclesial como tiempo de misericordia, de proximidad a las gentes con sencillez, compasión y ternura, de amor preferencial a los pobres, de participación sinodal, de crítica a los ídolos del poder, la riqueza y el placer efímero. Y todos centrados en la proclamación de la presencia de Cristo, Verbo encarnado de Dios, presencia tan real, tan actual, tan llena de novedad y persuasión como lo fue para sus primeros discípulos hace 2000 años y para los “juandiego” del nuevo mundo hace 500 años. Y todos promotores de la dignidad humana, custodios de la vida y de la libertad religiosa, clamando por la paz y la justicia, alentando a vivir el mandamiento del amor.
«Todo mi orgullo como uruguayo, pero siempre fui apasionadamente latinoamericano, mi “patria grande”»
En uno de sus libros, publicado con un prefacio del entonces cardenal Bergoglio, ya se anticipaba una mirada profunda sobre América Latina. ¿Cómo vivió personalmente su elección como Sumo Pontífice y qué representó para usted trabajar tan cerca de un papa latinoamericano, con quien además tenía un vínculo cercano?
Jorge Mario Bergoglio, sea como provincial, sea después como arzobispo y cardenal, siempre comenzó sus estadías en Roma, sin excepción, cenando en casa. Por eso, nos invitó muchas veces, a mí y a Lídice, a comer con él, en salón separado, en la Casa Santa Marta, para “pagarles —como decía— todas aquellas cenas”. Vivimos muy intensamente su pontificado. Le fuimos fieles y lo quisimos mucho. Conversamos siempre con él con mucha libertad y confianza, e incluso era indulgente con mis arremetidas. Hasta se divertía repitiéndome varias veces que nos encontrábamos en la mesa: “¿Doctor, ¿cuántos temas trae para confirmar en la fe al sucesor de Pedro y cuántos para criticarlo duramente?”. Siempre detesté a los adulones… ¡y él más que yo! Mi servicio implicaba también plantearle preguntas, perplejidades, sugerencias y críticas, en ambiente de cordialidad. No era fácil a veces seguirlo en su muy peculiar estilo de gobierno. Su testimonio personal y su magisterio eclesial dieron lugar a una extraordinaria manifestación de gratitud por parte de su pueblo.
¿Qué plantea a los laicos hoy la sinodalidad tan impulsada por el papa Francisco?
La sinodalidad es una dimensión esencial de la vida eclesial, del pueblo de Dios en camino, de la participación activa de todos los cristianos en la vida y misión de la Iglesia. No es, por cierto, una ocurrencia de Bergoglio. Es la convocatoria para poner en camino, en movimiento, a todo el pueblo de Dios, a la luz del discernimiento de lo que el Espíritu Santo está operando en la vida de las comunidades cristianas, en el corazón de las personas y en la cultura de los pueblos. Por eso, lo más importante que se nos pide a los laicos no son las reivindicaciones por espacios, poderes y votos, no es enredarnos en una babel de críticas y opiniones, sino, por una parte, el testimonio de cómo el Espíritu Santo ha ido cambiando nuestra vida —nuestra vida matrimonial, la educación de los hijos, el afrontamiento del mundo del trabajo, nuestra conciencia ciudadana, el uso del tiempo libre y del dinero— dotándola de más verdad y amor, belleza y felicidad. Y, por otra parte, compartir las preguntas, inquietudes y anhelos que afloran por doquier como sed de Dios y una vida más humana, para dar entonces “razones de nuestra esperanza”. Hoy, a nivel vaticano, es importante profundizar en las recíprocas relaciones entre la dimensión sinodal del pueblo de Dios, la dimensión sacramental y colegial del episcopado y el ministerio petrino. Hay que saber distinguir un sínodo de obispos (con participación de sacerdotes, religiosos y laicos, varones y mujeres) de una asamblea del Pueblo de Dios, de contornos teológicos y canónicos aún ambiguos, todavía no definidos. En todo caso, se trata de evitar las derivas clericales y las populistas.
En setiembre se publicará su libro “Medio siglo de un laico latinoamericano en el Vaticano. ¿Qué podrá encontrar el lector en esas páginas? ¿Cuál es el mensaje de fondo que busca transmitir?
Mi libro, que será próximamente publicado en varias lenguas, a partir del próximo setiembre, es como un recuento de memorias, de mis experiencias de vida y de trabajo en el Vaticano, en las que abundan las anécdotas sabrosas y significativas pero en las que afloran, sobre todo, cuestiones de fondo sobre la catolicidad en el mundo de hoy, sobre el gobierno mundial de la Iglesia, sobre algunos “dossier” muy delicados que ha tenido que afrontar, sobre la proyección de la Santa Sede en el escenario internacional tan confuso y violento en que vivimos. ¡Y mucho más! Espero que se advierta que estas memorias de un pobre cristiano son un acto de agradecimiento por el don desmesurado de la experiencia eclesial y vaticana que me ha tocado vivir, y de alabanza a Dios que, en su Providencia, nos conduce por caminos imprevisibles y siempre para nuestro bien. Espero, pues, que sea un texto edificante sobre la belleza del ser cristiano, sobre el ser y acontecer de la Iglesia como misterio de comunión entre “las tribulaciones del mundo y los consuelos de Dios”, sobre la devoción y fidelidad debidas a los Sucesores de Pedro. Edificante, pero de ningún modo edulcorado, porque toda la realidad – también la de la Iglesia – vive, a la vez, de la gracia de Dios y del pecado de los hombres.
La elección del papa León XIV abre una nueva etapa en la vida de la Iglesia. ¿Qué impresiones le ha dejado el inicio de este nuevo pontificado?
Su elección fue una gran sorpresa, que ya ha suscitado mucho entusiasmo y esperanza en sus primeros pasos. Ha sabido destacar los aspectos más positivos del pontificado de Francisco consignados en su documento programático ―”Evangelii Gaudium”―, pero iniciar otro, diverso, pontificado. Su estilo parece más pausado y reflexivo, menos impetuoso y crítico. Seguramente le ha sido encomendado cuidar más la unidad de la Iglesia, incluso reconstruirla cuando fuera necesario, testimonio tanto más importante en un mundo fragmentado y polarizado. Tendrá que afrontar una tarea ímproba. Un cardenal, cercano colaborador del papa Francisco, dijo que ahora, más que un solista, se requiere un director de orquesta, con mayor colaboración con cardenales, episcopados y curia romana, sostenido por la oración de su pueblo. Tengo la impresión de que el papa Francisco abrió muchos procesos que el papa León no cerrará, por cierto, sino que les imprimirá una hoja de ruta más precisa, referencias más nítidas en el camino y un horizonte más claramente compartido. Le toca guiar la nave de Pedro en las tormentas de nuestro tiempo.
En 2021 asumió como embajador de Uruguay ante la Santa Sede. Más allá de lo protocolar, ¿cómo describiría su experiencia en ese servicio diplomático tan particular?
Diría que tuve la alegría de poder servir a mi país, no obstante largos años de ausencia física, como embajador ante la Santa Sede. Quienes me nombraron pensaron seguramente que ninguno como yo podía tener abiertas todas las puertas en el Vaticano. Fueron cuatro años y medio muy intensos y fructuosos. Hay que tener presente que la Santa Sede es actor global, con mirada universal porque “católica”, que representa más de mil trescientos millones de fieles en todos los pueblos, naciones y culturas, que gobierna la unidad en la diversidad de experiencias eclesiales, que se ocupa de todas las grandes cuestiones de la agenda internacional, que apunta a defender el bien integral de la comunidad humana sin propios intereses políticos y económicos, protagonista del multilateralismo en crisis y defensor de los pobres…es encrucijada de encuentros, reflexiones e informaciones. De todo he informado en cancillería, he destacado las concordancias de la tradicional política exterior del Uruguay con las posiciones de la Santa Sede en la escena internacional, he intentado mantener en alto el prestigio de nuestro país y la solidaridad latinoamericana. Y he ahorrado no pocos dineros a las cajas de la Cancillería. Tuve la alegría de poder ofrecer mi discreta ayuda en el proceso de beatificación de Mons. Jacinto Vera, don para nuestro país y para la querida Iglesia en el Uruguay. Viví estos años de misión como otra, pequeña expresión, de ese pasaje de un agotado laicismo anticlerical anacrónico a una laicidad positiva de respetuosa colaboración entre el Estado y la Iglesia para bien de los uruguayos.
A modo de cierre, ¿y ahora qué es lo que sigue?
Ahora, entrado en los 80, sigo combatiendo la buena batalla, que es verificar y compartir la fe en la vida. Sigo gozando de mi matrimonio y familia, que ha sido un don precioso sin el cual se hubiera empobrecido muchísimo mi servicio en la Santa Sede. Rezo especialmente por mis nietos para que crezcan en edad, sabiduría y gracia a los ojos de Dios (y que no falte alguna vocación sacerdotal o consagrada). Me sigo interesando a apasionando por los sucesos internacionales y latinoamericanos. Espero compartir mucho mis “memorias”. Pero ya con cierta frecuencia rezo por una santa muerte reavivando mi esperanza de la vida eterna, donde todo lo que hemos amado será llevado a plenitud, en la plena felicidad, abrazados por el amor misericordioso de Dios en su gloria. Corazón de Jesús. Una fecha jubilar, una misa emotiva y una Iglesia viva que vuelve a ponerse en manos del Señor.
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Estupendo resumen de la trayectoria de Guzmán en el Vaticano, un testimonio impagable de la riqueza espiritual de cinco pontificados y de una experiencia única en su género, por el bien de la Iglesia y del Uruguay