La joven de veintiséis años pasó un mes en la comunidad de Hermanos Maristas y colaboró en colegios y obras de la congregación.
Gabrielle Poteaux armó una lista en su celular: cómo preparar el mate, distinguir las distintas marcas de yerba y los ingredientes de la pastafrola de membrillo. No quiere olvidarse de nada. Son cosas que probó en Uruguay y le gustaron. En Francia no existe nada de eso, y ella quiere llevar esas tradiciones a su país.
Entre el 18 de julio y el 18 de agosto, la joven laica francesa de veintiséis años se instaló en Uruguay para vivir un mes de misión con los maristas. Es originaria de Brou-sur-Chantereine, un pueblo con más campo que ciudad, a cincuenta kilómetros al este de París, donde pasó casi toda su vida, hasta que hace dos años decidió mudarse sola a Claye-Souilly. Sus padres —Valérie y Herve— se instalaron en Córcega, y su hermano mayor —Pierre— se trasladó a Narbona, al sur de Francia.
En su familia, la fe no se reparte por igual: su madre practica con devoción, pero su padre y su hermano no. “Mis abuelos maternos tenían una fe increíble, son las personas más santas que he visto en mi vida”, dice entre risas.
Reírse es una de las marcas de Gabrielle. Se ríe cuando alguna palabra se le escapa mal en español, cuando recuerda alguna anécdota o, a veces, sin razón aparente; simplemente se ríe.
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Su primer acercamiento con la congregación marista ocurrió en la infancia, al ingresar al colegio Saint-Laurent La Paix Notre-Dame, en Lagny-sur-Marne, en la región de Île-de-France, donde actualmente trabaja como docente y animadora de la actividad pastoral. De aquella etapa casi no recuerda nada: era demasiado pequeña.
En 2023, mientras se preparaba para recibir el sacramento de la confirmación, el párroco le explicó que no podía acompañarla en el proceso. “Hay un hermano que tiene mucha cultura, que ha viajado mucho. Y se parece a ti, en la manera de pensar”, le dijo el sacerdote. Ella quería conocerlo. Aquel hermano resultó ser marista: Georges Palandre.
Por aquel entonces Gabrielle había terminado sus estudios de profesorado de Literatura Francesa pero no quería empezar a trabajar enseguida. Mejor, pensó, tomarse un año sabático para aprender cosas nuevas, viajar o trabajar durante algunos lapsos de tiempo. Estudiar más el idioma español fue otra de las ideas. “No hablo bien”, dice y se vuelve a reír. “Y sé que es una pena porque para el mundo es muy útil hablar otro idioma”.

De repente surgió la idea de un voluntariado fuera de su país. Primero pensó en España, para no alejarse demasiado de su familia. Pero Palandre la invitó a Ecuador. La propuesta no le convenció al principio; con el tiempo, sin embargo, empezó a entusiasmarse.
Viajó a Loja, en el sur de Ecuador, y se instaló durante dos meses en un albergue infantil dirigido por los maristas, donde viven menores de hasta dieciocho años que atraviesan situaciones de riesgo familiar; algunos son huérfanos y otros esperan ser entregados en adopción. Gabrielle tenía su propia habitación y compartía todo el tiempo con ellos. Esta vivencia quedó grabada en su historia y marcó un punto clave en su camino hacia el sacramento de la confirmación.
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Pasaron dos años y Gabrielle quería volver a hacer otra experiencia similar. Pero no sabía dónde, ni cuándo, ni con quién.
“Cuando hacemos un voluntariado, es una llamada, y la experiencia existe de tal manera para nosotros porque, en este momento de la vida, necesitamos esta experiencia y no otra, sino esta”.
Se puso en contacto con Mónica Linares, responsable del equipo de voluntariado de la provincia Marista Cruz del Sur. Le contó que buscaban a alguien para Paraguay o Uruguay. Ella no conocía ninguno de los dos países. “¿Dónde necesitan más?”, preguntó. La respuesta fue concisa: “Uruguay”. Y allá fue.
La joven llegó a Montevideo el 18 de julio y se instaló en la comunidad de los Hermanos Maristas, donde conviven Alberto Aparicio, Juan Walder y Carlos Huidobro. “Es divertido porque muchas mujeres que conozco me han dicho: ‘Va a ser difícil vivir con tres hombres que tienen su personalidad’. Pero fue una muy buena convivencia”.
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Es la tarde del jueves 14 de agosto. Gabrielle se sienta a la mesa del comedor de la comunidad de los Hermanos Maristas. Frente a ella, un plato con una porción de pastafrola. Come despacio, como si quisiera registrar el sabor para no olvidarlo. Es apenas la segunda vez que prueba esta tarta que en Francia no existe. Mientras tanto, repasa en su mente los días de misión en Uruguay: “Fueron muchas experiencias en una, algo diferente a lo que viví en Ecuador donde estuve veinticuatro horas con los chicos. Aquí cada día es diferente”.
Durante su estadía, sirvió todos los días en el Hogar Marista, un centro educativo y comunitario que acompaña a un centenar de niños, adolescentes, jóvenes y sus familias. “Fue difícil al inicio, porque no me gusta no hacer nada, y solo mirar es como no hacer nada. Mi cabeza es así”, dice entre risas. “En el hogar miraba las actividades y participaba con los chicos, pero no tanto más. En la última semana empecé a organizar más actividades”.
Pero no se quedó solo allí: visitó los cuatro colegios maristas del Uruguay —Santa María, Zorrilla y San Luis, en Pando y en Durazno—, donde se reunió con equipos directivos y alumnos. Algo que le sorprendió es que la catequesis fuera obligatoria para todos los estudiantes, independiente de sus creencias. “En Francia, en el colegio donde estoy, eso no se hace”, explica.
Poco después coincidió con el Encuentro Mundo Juvenil Marista, un evento mensual de exalumnos en el que se realizan talleres y actividades. El día que participó, el tema fue el voluntariado, y ella habló de su misión en Ecuador y Uruguay, tratando de transmitir a otros el significado de vivir esa experiencia e invitarlos a hacerlo.
“La misión es como una ropa nueva: al principio parece que no queda bien, que aprieta o que no gusta el color. Pero, con el paso de los días, uno descubre que en realidad es perfecta, que era justo lo que necesitaba, aunque al inicio no se diera cuenta”.
Así transcurrieron sus semanas en Uruguay. Una tarde incluso ayudó a construir una estufa en una casa de un barrio cercano al lugar donde se hospedaba. Fue en un taller organizado por voluntarios del Hogar Marista. “Al principio pensaba que era una broma”, dice, y se ríe otra vez.
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Gabrielle creyó que, al instalarse en una comunidad de religiosos, su manera de vivir la fe iba a cambiar. Pero al final no: sus rutinas son las mismas que en Francia. “Fue una suerte tener al Santísimo en la casa, es mi vecino”, dice entre risas. Porque su habitación queda justo frente a la capilla.
“Otra diferencia que he visto es que no van muchas personas a misa, y eso me parece una cosa increíble porque en las iglesias más pequeñitas que hay en Francia, en pueblos donde no hay muchas personas, hay más personas que en una misa en Montevideo. Me sorprendió ver a menos de diez personas en una misa un domingo. Me pareció extraño y me da pena, además, porque es una prueba que las personas no sienten que la fe y compartir en comunidad son algo importante”.
Su anhelo es, en el futuro, viajar a Argentina o a Chile. No solo para conocer los países, también para formar una impresión del continente en materia de religión. “Pensaba que toda América Latina es católica. Antes de llegar a Uruguay, buscaba en internet qué porcentajes de personas son católicas, laicas o de otras religiones. He visto que hay muchos católicos que no son practicantes y otros que tienen espiritualidad en su vida, aunque no hablen de fe católica”.
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Tras un mes de misión, Gabrielle se despidió de Uruguay el lunes 18 de agosto y subió al avión que la llevó de vuelta a Francia.
“Es una experiencia que tuvo muchos sentimientos diferentes. Al inicio, frustración. Es difícil la segunda experiencia de voluntariado porque todo el tiempo pensás que será como la primera. Pero es normal. No es el mismo país, no son las mismas personas, no son las mismas actividades”.
Misionar en Uruguay la ayudó a cambiar su mirada sobre el hacer y el estar. “Siempre preferí hacer cosas porque así me siento más útil. Pero ahora entiendo que también es valioso simplemente estar: quedarse, mirar, esperar, acompañar, mostrar a los demás de que estoy aquí para ellos. Eso, creo, es lo más importante”, concluye.
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1 Comment
Fue muy enriquecedora la presencia de Gabrielle en nuestras obras. Le agraecemos su dedicación y buena disposición a caminar en nuestras tierras!