La edición 2025 de nuestra fiesta arquidiocesana volvió a homenajear a nuestros santos patronos y a nuestro primer obispo, en el Colegio Maturana.
En el corazón del casco viejo de nuestra ciudad, donde el paso del tiempo queda patente en las distintas fachadas, destaca la Catedral de Montevideo. Nuestra Iglesia Matriz no lleva cualquier nombre —de hecho, como muchos sabrán, es bastante extenso—: Catedral Basílica Metropolitana de la Inmaculada Concepción y San Felipe y Santiago.
No es casualidad que el templo esté consagrado a nuestros santos patronos, Felipe y Santiago, fundamentales en aquellos primeros pasos del anuncio de la buena nueva. Los libros de historia nos recuerdan que su devoción llegó con los conquistadores y los primeros pobladores, quienes encomendaban sus pasos y la naciente villa a su protección. De esta manera, el 3 de mayo —fecha del martirio de ambos— quedó sellado en nuestros calendarios como un recordatorio de fe, pero también de identidad.
Tampoco es casualidad que, el pasado fin de semana, nuestra arquidiócesis viviera —nuevamente— una verdadera celebración. “La fiesta de las fiestas”, ha repetido en distintas oportunidades el cardenal Daniel Sturla, quien acompañó el festejo a distancia, por ICMtv.
Porque la Iglesia que peregrina en Montevideo tiene sus festividades, sus celebraciones, sus encuentros, sus historias. Pero hay una fecha en la que nuestra comunidad se desborda de alegría y color. La Fiesta de San Felipe y Santiago y Beato Jacinto Vera es, ni más ni menos, que la celebración de la Iglesia viva en Montevideo.
La alegría del encuentro
Lo primero que llamó la atención es, sin dudas, la diversidad. Bastó caminar entre las decenas y decenas de estands para descubrir una realidad tan rica como heterogénea en Montevideo. Recorrer los rincones del patio del Colegio Maturana fue tomar contacto con un sinfín de propuestas, movimientos parroquiales, iniciativas sociales y más.

Este año, bajo el lema “Juntos, crece la esperanza”, la jornada reunió en un absoluto clima de fiesta a nuestra arquidiócesis. Hablar de las ochenta y cuatro parroquias, los aproximadamente quinientos catequistas, cerca de un centenar de capillas, ciento cuarenta obras sociales, setenta y seis colegios católicos, ciento noventa y cinco sacerdotes o ciento noventa y ocho religiosas, sería quedarnos únicamente con los números. Pero esta fiesta arquidiocesana fue mucho más que eso.
La propuesta de la Vicaría Pastoral propició que cientos de familias disfrutaran del pabellón o puesto de cada comunidad, música en vivo a cargo de John Boss Rock, dinámicas de recreación para chicos y jóvenes, testimonios, el concurso de disfraces, el sorteo del fondo solidario San Felipe y Santiago, y la santa misa. Todo sirvió de excusa para volvernos a encontrar y agradecer en comunidad la obra de Dios en nuestra Iglesia.
Instrumentos del Señor
Luego de que una treintena de chicos participaran del concurso de disfraces —y uno de ellos ganara un fin de semana en la casa de retiros de La Floresta junto a su comunidad parroquial—, fue el turno de los testimonios. En esta oportunidad, se compartió la experiencia de una comunidad y de dos obras arquidiocesanas: Fundación MIR, casa Paz y Bien, y la parroquia Mater Admirabilis.
“Juntos trabajamos por el derecho de los niños a vivir en familia”: es una de las frases con las que se presentó a la Fundación MIR, una organización que promueve la protección de bebés de cero a doce meses de vida, que pierden o ven interrumpidos los cuidados de sus familias de origen. Para lograrlo, los voluntarios se inscriben como familias de acogida (también llamadas familias amigas), quienes cuidan de esos chicos de manera transitoria hasta regularizar la situación con su familia de origen, evitando que los bebés sean institucionalizados en el INAU. Desde 2018 a la fecha, pasaron por la fundación casi cien bebés, de los cuales setenta ya están definitivamente con sus familias.

En la mesa participó Agustina, abuela de origen, que contó la situación de su nieta Milagros y cómo la fundación los acompañó en este proceso tan complejo: “Fundación MIR para nosotros fue todo, porque estábamos muy mal, y ahí encontramos contención y amor; es parte de nuestra familia. Si no hubiera sido por MIR, no sé cómo hubiéramos estado. La situación de Milagros fue rápida, porque no estuvo mucho tiempo en la familia de acogida, pero igualmente fue doloroso para nosotros. A veces le digo a las chicas que, si de algo me quejo o reprocho, fue del dolor de haberla dejado, pero ya está con nosotros. Ahora que los tengo a todos enfrente quiero agradecerles, porque son maravillosos y nos han dado lo que no tiene precio, realmente”. Durante el transcurso de la mesa, Agustina se emocionó y explicó que atraviesa una enfermedad oncológica que le dificulta el cuidado de Milagros, pero que nunca la dejará: “No entra en mi corazón apartarme o decirle que no. Si alguien tiene la duda, que sepa que un niño te cambia la vida. Te lleva todo el tiempo, pero también te da las fuerzas para salir adelante cada día. Ella es un milagro en nuestras vidas, lo único que le pido a Dios es que me de la fuerza para verla crecer”.
El segundo testimonio estuvo vinculado con la iniciativa de la casa Paz y Bien, una de las propuestas arquidiocesanas que se enfoca en ayudar a los migrantes. En la casa Paz y Bien (originalmente ubicada en el Fortín de Santa Rosa y actualmente en la zona de Paso Carrasco) se les brinda una solución habitacional por aproximadamente dos meses y se los acompaña espiritualmente en el proceso de inserción en nuestro país.
Para hablar sobre su experiencia, se invitó a una familia cubana que llegó a Uruguay hace unos años y estuvo en la casa: Ayelén, Pablo y su hija, Alicia. “Este ha sido un camino bastante largo y complicado para nosotros, pero Paz y Bien nos dio la fuerza para realizarlo. Fue como una luz que nos guio para seguir adelante. Nos devolvió la paz y nos hizo ver que el camino es difícil, pero no imposible. Nos transmitieron tranquilidad, esperanza y sobre todo el amor de Dios Todopoderoso, que nos acompañó en este proceso, que es muy difícil porque hay que empezar de cero en todos los sentidos. Además, quiero agradecer a cada uno de los miembros del proyecto”, explicó.
Por último, fue el turno del testimonio de Julio César, quien se encontraba apartado de la fe y gracias a unos misioneros de la parroquia Mater Admirabilis encontró el rumbo en su vida. “Desde el principio, mi familia era muy cristiana. Tomé la comunión, iba a misa con mi mamá y mi hermana, que están aquí presentes. Pero por circunstancias en las que uno va creciendo, me aparté de la fe y me fui por otro rumbo. Llegó un momento que me aparté totalmente de la Iglesia, me empecé a juntar con mucha gente de otro ambiente y estuve en la oscuridad, hasta que llegaron personas a mi casa y me invitaron a cambiar. ¡Imaginate si será grande Dios, que tiene un propósito conmigo! En ese momento, llegaron los misioneros de la parroquia a mi casa, y esos eran los tres apóstoles del Señor, Juan, Pedro y Santiago. ¡Qué grande es el Señor! Gracias a ellos empecé a retomar mi camino de nuevo. Fue una emoción muy grande”, reconoció.

Durante su intervención, explicó que recibió cuatro disparos de bala —dos de ellos en el pecho y uno en su espalda— que lo dejaron en una silla de ruedas, pero que la fe lo ayudó a superarlo. “Gracias a Dios estoy vivo para darles un testimonio de lo que él hizo en mi vida. Me dijeron que no podría volver a caminar, pero estoy rezando mucho, llorando mucho, refugiándome en la fe, y ya estoy sintiendo las piernas. No tengo palabras de agradecimiento por las bendiciones que me está dando día tras día”, afirmó, visiblemente movilizado.
En clima de oración
La jornada finalizó con un contacto vía Zoom con el cardenal Sturla —quien respondió algunas preguntas de grandes y chicos—, la santa misa presidida por el padre Gonzalo Estévez, vicario de la arquidiócesis, y la adoración al Santísimo Sacramento.
En medio del bullicio, de la música y de los juegos, el silencio orante pone el broche: recuerda que todo parte y todo vuelve a Jesús. Ahí, dentro del gimnasio del Colegio Maturana, frente al altar improvisado y mientras la noche caía alrededor, se hace visible la riqueza del misterio de la Iglesia: un pueblo reunido en torno al Señor, celebrando con el corazón abierto.
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