Setiembre es el mes de la Biblia
Publicado en Entre Todos N° 456
En setiembre celebramos el mes de la biblia. El motivo es que el 30 de setiembre recordamos a San Jerónimo (347-420) que desde su cueva en Belén tradujo gran parte de la biblia al latín, en la versión que conocemos como “La Vulgata”, es decir la versión del pueblo.
Jerónimo decía que “ignorar la Escritura es ignorar a Cristo”, porque Él, que es la Palabra hecha carne (Jn 1,14), se nos muestra de modo particular en la Escritura.
Uno de los espacios en los que con mayor frecuencia escuchamos la Escritura es en la Misa. Allí se nos va proponiendo a lo largo del año un itinerario que nos acompaña en la celebración de la historia de salvación. Comenzando por el Adviento, la Navidad, la Pascua, Pentecostés y el tiempo del año, y finalizando con Cristo Rey que celebra anticipadamente la segunda venida prometida por Jesús, la liturgia celebra la historia. Toda la creación esperaba la venida (adventus) de Jesús. Y desde su venida todo apunta hacia él, que está (Mt 28,20) y que viene (Ap 1,4.8).
La palabra entonces no solo nos narra la historia, sino que nos propone un itinerario. Por eso dice el salmista “lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero” (Sal 118,105). La palabra nos muestra un itinerario, y sucesivamente, cada domingo se nos invita a dar un paso más que nos lleva por el camino que Jesús ha trazado.
Por eso, la escucha de la palabra, no es como cualquier escucha. En la Palabra de Dios queremos escuchar al Dios de la Palabra. Y Dios que se revela en la creación, (Rm 1,20) en la historia y en su palabra, sobre todo en la Palabra hecha carne en Jesús, sale a nuestro encuentro y conversa con nosotros como amigos (DV 2). Esto supone una disposición particular para escucharla, o para escucharLo a través de la palabra.
En la velocidad en que vivimos, cuando comienza la homilía, ya nos hemos olvidado de la palabra proclamada. Por eso es bueno preparar el domingo, sobre todo de modo comunitario, leyendo y orando con la palabra. Así, al escuchar la palabra, resonará lo que ya habremos leído y meditado.
Por otra parte, no escuchamos para recibir una información. Dios no nos da informaciones sino que conversa con nosotros para conducirnos a su compañía. De modo que el órgano de la escucha no son solo los oídos. Escuchamos con los oídos, comprendemos con la cabeza, decidimos con el corazón, pero la palabra quiere llegar a nuestras manos. Porque las manos son las que ponen en práctica, y la palabra es para ser puesta en práctica, como dice la parábola (Mt 7,24-28). Entonces, escuchamos la palabra con las manos.
Es bien lindo saber que en la sinagoga, cuando los judíos leen la Torah, escrita a mano en pergamino, no la tocan, por ser tan santa; entonces, para guiar su lectura la van señalando con un puntero que se llama en hebreo iad, que es justamente mano, porque tiene forma de una mano. De modo que leen la palabra de Dios “con la mano”.
Si bien la liturgia, y particularmente la Misa es el lugar donde escuchamos con mucha frecuencia la palabra, esto no deja de tener sus dificultades. Por el mismo modo como se desarrolla la liturgia, la palabra que leemos son pequeños pasajes, unos versículos de todo un libro. Y como dice el dicho: “Un texto fuera de su contexto es un pretexto”. La parábola que leemos, o los dichos de Jesús, o el milagro que realiza está contenido en una obra mayor y es en ella, el evangelio, que el autor busca transmitir su mensaje. Por eso se hace necesaria también una cierta lectura continua, del evangelio o de otros libros, para poder acceder mejor al mensaje que viene dado en un pasaje determinado. Y es bueno también que quienes preparan las homilías puedan hilar el texto desde donde viene y hacia dónde se dirige, para facilitar a los escuchas a percibir el camino que el texto intenta indicar.
Termino con un ejemplo que nos puede revelar de alguna manera esta importancia de la lectura continua. El evangelio de Juan comienza, luego del prólogo con la pregunta dirigida a Juan Bautista “tú, ¿quién eres?” (1,19). La respuesta del bautista “yo no soy el Cristo” indica que la pregunta estaba buscando a Cristo. Todo el evangelio comienza con esa pregunta, mientras Jesús se va revelando con sus palabras y sus signos milagrosos, hasta que al final, cuando Jesús resucita y se aparece a sus discípulos en el mar de Galilea después de la pesca milagrosa, dice el narrador “ninguno de sus discípulos se animaba a preguntarle: tú, ¿quién eres? (exactamente las mismas palabras que 1,19) porque sabían que era el Señor” (21,12).
De esta manera, el evangelio comienza preguntando por el Cristo, y, el lector que sigue el itinerario que el evangelista le propone, cuando termina de recorrerlo, ya no tiene que preguntarse, porque sabe que Jesús es el Señor.
/Por P. Daniel Kerber, Vicario Pastoral de Montevideo