Serie sobre las Hermanas del Huerto. Segunda entrega, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Las trece religiosas que partieron del puerto de Génova llegaron a las costas de Montevideo el 18 de noviembre de 1856. Las Hermanas del Huerto y la Orden de la Visitación de Santa María —las monjas salesas— pisaban tierra firme después de tres meses eternos, saciadas de bellezas arrebatadoras, de amaneceres y crepúsculos inefables, de la sorprendente visión cotidiana del océano, interminable, absoluto, monótono, imperial, como praderas escurridizas de azules serenos, avivadas por líneas espumosas que se movían caprichosamente bordeando las ondas marinas, que relumbraban de pureza al ser tocadas por el rayo del sol, el gran animador de la fiesta secreta, victorioso siempre entre las nubes que le hacían la corte, atravesándolas olímpicamente o pintándolas con motivos y paletas exóticas, imprimiéndoles fantasías tornasoladas y barrocas, haciendo alarde de artista consumado, distribuyendo sombras y claridades, silenciando o alumbrando, dorando las aguas al poniente, antes de sepultarlas en lo oscuro por las noches para dejarlas apenas mecidas por la luna, a modo de humilde farolito amarillento, pero sin que el espectáculo sufriera interrupción o detrimento, sino simplemente mudando el escenario, en las horas que invitan al sueño, atrayendo las miradas y el espíritu hacia la trama de luces y fulgores que se iba bocetando en los cielos cegados.
Pero el grupo de religiosas no se había embarcado en plan crucero de placer. Debió ser inolvidable el viaje en el buque que surcó el Mediterráneo y luego el Atlántico hasta fondear en Montevideo, especialmente entre jóvenes mujeres, muchas de ellas de origen humilde, elemental, que no habían salido casi de su ciudad, y para quienes el futuro recién había comenzado. El espectáculo que les aguardó en la travesía debió quedar en la memoria de todas ellas por el resto de sus vidas, pero, como es de imaginar, no solo por el encuentro con el océano —que con una cierta dosis de cursilería romántica y tono campanudo se evoca más arriba—, sino porque la realidad fue muy distinta, y no pensemos únicamente en el buque que se hamaca con violencia, en una noche agitada, haciendo cundir la zozobra y el malestar físico.
En realidad aquellas mujeres no llegaron a nuestro país solo como misioneras, sino también en condición de sobrevivientes, escapando al incendio que debió demorarlas en Bahía, y a la tempestad que las forzó a permanecer un tiempo en Río de Janeiro. “Los tristes acontecimientos que se suceden en este viaje son innumerables —escribía la madre Clara Podestá, superiora de las Hnas. del Huerto— lo que me hace esperar que la obra hacia la cual nos dirigimos sea verdaderamente de Dios”.
La superación de la adversidad había marcado desde su inicio el flamante Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto —he ahí el nombre completo de la congregación—, fundado hacía treinta años, en 1829, en el ámbito de una parroquia, San Juan Bautista, en la pequeña ciudad de Chiávari, cercana a Génova. El nuevo cura, Antonio María Gianelli, había reunido allí un grupo de mujeres con el fin de atender a los más pobres y necesitados del territorio parroquial, hecho que derivó en la fundación de un Instituto que adoptó el nombre del santuario del pueblo, dedicado a la Virgen del Huerto, y que se inauguró con apenas doce integrantes, la generación fundacional, a la que se sumarían bien pronto dos singulares hermanas que harían historia, nacidas para liderar, y que serían las dos columnas de la congregación, una en Italia, la otra en el Río de la Plata: las hermanas Podestá. Catalina, la mayor, que moldearía la congregación junto a su director espiritual, párroco y fundador —Gianelli—, y su hermana seis años menor, Clara, que multiplicaría las casas en América, superando el número de las de Italia.
Catalina asumiría bien pronto la codirección del Instituto, y luego la dirección del mismo, ya que Gianelli debió alejarse al ser nombrado obispo, y murió más pronto de lo esperado, ocho años después, en 1846. Catalina será la madre superiora durante cincuenta y dos años, hasta su muerte, en tanto que Clara será la madre provincial en América, hasta la suya, pero estará asimismo empujando las grandes causas del Instituto, como el reconocimiento del mismo ante la Santa Sede, y la erección de la Casa Generalicia en Roma, sueños que verá cumplidos antes de morir.
Eran las Hijas de María, o Hermanas Gianellinas. Entre nosotros se hicieron conocidas como Hermanas de Caridad —y más tarde como Hermanas del Huerto—, porque se hicieron cargo, para eso las traía el gobierno uruguayo, del Hospital de Caridad, hoy llamado Hospital Maciel. Eso sucedió ni bien llegaron, luego de ser recibidas con todos los honores de la sociedad de entonces. El propio Juan Ramón Gómez subió al buque y regresó con ellas en las embarcaciones dispuestas por el gobierno, para encabezar el cortejo de carrozas oficiales que las condujeron hasta el Hospital de Caridad, algunas de las cuales transportaban a las damas de la Comisión de Caridad, o autoridades municipales del Consejo Económico-Administrativo, mientras repicaban las campanas y se agolpaba el pueblo que las recibía con emoción y curiosidad, y con gran expectación, pues ahora, se decía, el Hospital funcionaría como Dios manda.
Entre tanta agitación y bienvenida, las hermanas tuvieron las primeras impresiones de la ciudad, cuyo diseño típicamente hispano de damero, de manzanas precisas y simétricas —muy lejos de los pueblos europeos de calles estrechas, retorcidas, laberínticas— dejaba ver sus casas comúnmente de una planta, de discretas fachadas, sin adornos remarcables, blanqueadas muchas de ellas, con amplias ventanas abiertas para que entrara un poco de aire ahora que empezaban los meses de más calor, provistas de grandes rejas —pintadas de verde mayormente— de gruesos barrotes verticales, empotrados en la pared, cruzados por un par horizontales, que sobresalían unos treinta centímetros con respecto a la pared, de tal modo que pudieron ver a algunos muchachos y niños montados sobre ellas, formando una platea de privilegiados. Casi podría decirse que las ventanas enrejadas constituían el elemento distintivo y ornamental de los hogares hacia el exterior.
Los techos, llanos, coronados por barandillas de mampostería o por balaustradas algo más sofisticadas, adornadas o molduradas, se convertían en miradores estratégicos desde los cuales los integrantes de la casa podían fisgonear los acontecimientos, en el resguardo de la azotea propia, apoyados cómodamente en las barandas, obteniendo una visión de conjunto de la bahía con las embarcaciones, la villa del Cerro en frente, los suburbios semirrurales de Montevideo, y las calles que se trazaban a sus pies por las que marchaba la procesión festiva que traía a las hermanas. (Hemos dejado de lado en este relato a las salesas, de las que nos ocuparemos, Dios mediante, en otro momento).
Las Hijas de María venían de sobreponerse a mares, borrascas y fuegos, hechos que leían a la luz de la Providencia como un signo a su favor, que presagiaba nuevos retos y la asistencia de Dios, tal como correspondía a la breve historia del Instituto, como quedó dicho. Apenas fundado, las jóvenes gianellinas se hicieron cargo de una escuela para niñas pobres, a la vez que abrían otra destinada a chicas acaudaladas o de condición media, con lo que podían sustentar las obras para los más desfavorecidos, meta del carisma del fundador. En esos años iniciales que siguieron al 1829, las Hijas de María afrontaron las misiones más difíciles, respondiendo a la solicitud de las autoridades de hospitales —como habría de acontecer en nuestro país—, hospicios y orfelinatos, manicomios, casas de expósitos, a la que irían añadiendo tareas que les eran, en principio, ajenas y extrañas, como la de hacerse presentes en los campos de batalla, como sucederá en el sitio de la bombardeada y derruida Paysandú, o en la batalla de Pavón a pedido de Mitre, atendiendo mutilados de guerra, enterrando cadáveres, socorriendo heridos gravísimos, asombrando con sus agallas y simultánea serenidad a generales y hombres curtidos en el combate y la crueldad.
La hermana Clara, siguiendo los pasos de Catalina, había participado de todas las luchas, al igual que todas aquellas que se inmolaron en la época legendaria fundacional en Italia, en que llegaron a hacerle frente al cólera, que llenó de pánico la región de Liguria en 1835 y 1836, que metió en las casas a hombres y mujeres, apabullados e impotentes, pero no a estas intrépidas mujeres que montadas a caballo se aventuraban por las montañas, y entraban en humildes cabañas para atender y consolar a los enfermos y moribundos con la palabra de Dios y el auxilio de algún sacerdote que las acompañaba, comiendo mendrugos, una sopas dudosas y algún vegetal de mala calidad antes de acabar el día, durmiendo miserablemente en jergones o sobre tablas, bajo techos estropeados por la injuria, que ni siquiera las protegía de la lluvia, en los escasos momentos de descanso. Conocemos sus nombres y biografías, y nos sorprende encontrarnos con muchachas que hallaron tempranamente la muerte, dando gracias a Dios por la alegría de servirlo hasta entregarlo todo. Una legión de disciplina y sacrificio. Me decía una monja, amiga, que todas las congregaciones del siglo XIX habían tenido ese talante en aquella época tan dura.
Así fueron conocidas aquí también, cuando se estaba haciendo la patria, y su temple y coraje fue medido apenas unas semanas de instaladas, cuando se desató la peste amarilla, y hasta los más corajudos huyeron de Montevideo. Pero ellas se quedaron, con la alegría que las caracterizaba, y la paz de espíritu que conmovía a una sociedad aterrada por la calamidad. “Fue precisa la serenidad de esas valientes mujeres, para devolver un poco de coraje a las enfermeras y a los propios médicos” del Hospital de Caridad, informaba el cónsul de Francia, que contrastaba la bizarría de las Hijas de María con la cobardía de la clase política, que se había fugado de la ciudad. Muchos nombres de los que se fugaron son recordados por calles o plazoletas. El nombre de las hermanas, incluso el de Clara Podestá, permanecen en el anonimato y el olvido.
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