Sexto artículo de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Hemos referido en el artículo anterior la gresca que tuvo lugar el 30 de enero de 1855 entre Venancio Flores y José Benito Lamas, a quien el presidente le recriminó a los gritos, despechadamente, arrebatado, los nombramientos de párrocos solicitados por él, y resistidos por el vicario apostólico.
Era un episodio más de la larga serie de enfrentamientos, ora mayores, ora menores, entre la autoridad de la Iglesia y el poder ejecutivo, debidos fundamentalmente al llamado “derecho de patronato eclesiástico nacional”, que el Estado uruguayo consignó al proclamar la Constitución de 1830, en su artículo 81: al presidente de la república compete “ejercer el Patronato, y retener o conceder pase [= la venia, el permiso para su ejecución, ‘el exequátur’, una especie de nihil obstat] a las bulas [= documentos, resoluciones] pontificas conforme a las leyes…”.
El derecho de patronato, del que había gozado la monarquía española en América como un privilegio concedido por la Santa Sede en la bula Universalis Ecclesiae regimini (1508), fue adoptado en los Estados emergentes americanos, y de modo generalizado, como si se tratase de un elemento inherente a la soberanía, o como si las nuevas naciones lo hubiesen heredado legítimamente de la corona, de la que se habían independizado. Habían roto con el régimen indiano, pero, curiosamente, retenido el patronato, que formaba parte de aquel viejo mundo ante el que gritaban ‘¡libertad!’.
Ese supuesto derecho, recordaba la Iglesia, especialmente a través de los nuncios, jamás había sido concedido, y por tanto, no existía. Pero lo hacía con cautela, buscando el entendimiento con los g«o sus delegados, manifestaban la invalidez de ese derecho írrito, que provocará, en 1859, el gran conflicto con el sucesor de Lamas, don Jacinto Vera, cuarto y último vicario apostólico, y primer obispo de Montevideo.
«La turbulenta escena en la que Flores protestó furiosamente por entender que el vicario desconocía temerariamente su investidura de patrono de la Iglesia, revela hasta qué punto el Estado invadía los derechos de la Iglesia»
El patronato se traducía, sobre todo, en el derecho que el presidente decía tener, en su condición de patrono, en la intervención de los nombramientos no solo de los vicarios apostólicos, sino también de los miembros de la curia, y hasta de los párrocos. Pero el brazo invasivo del Estado iba mucho más allá, pues por medio de otros artículos de la Constitución del 30, se añadía a ese pretendido privilegio, una serie de prerrogativas que conformaban un verdadero regalismo criollo, que pretendía emular las prácticas de la monarquía española, que Roma contempló en atención al celo evangelizador de los reyes españoles, y a su fidelidad a la fe católica.
Pero el ambiente ideológico era bien distinto en la situación presente, en que el elemento ilustrado y liberal se había introducido en la dirigencia política, y en que empezaba a verse, con frecuencia creciente, cómo los políticos ya no actuaban a favor de la Iglesia —en contraste con la acción de la corona española— sino en su contra, quedándose con sus propiedades, o manifestando poco empeño en protegerla, o abandonándola a su suerte, descuidando la erección de seminarios donde pudieran formarse los futuros sacerdotes, o suprimiendo comunidades religiosas, o inmiscuyéndose en sus leyes inmutables. La mayor parte de los políticos, decía el jurista y político argentino de la época, Félix Frías, en su tesis doctoral publicada aquí, en Montevideo, en 1861, no brillaban por sus sentimientos religiosos ni su viva adhesión a los preceptos y prácticas católicas. Para ellos ser creyente y ser fanático significaba la misma cosa.
Ese conjunto de facultades que el Estado se atribuía y ejercía en la disciplina y organización de la Iglesia, y que podemos llamar ‘regalismo criollo’, excedía la potestad concerniente al patronato propiamente dicho, o sea, la de intervención del poder ejecutivo en los nombramientos eclesiásticos. Prescribía también, como se dijo ya, el derecho a conceder o retener el pase a las bulas (art. 98) —como hará, nada más y nada menos, cuando retenga el pase de ejercer el gobierno eclesiástico a Jacinto Vera—, interviniendo en la jurisdicción espiritual que procedía directamente del papa Pío IX.
Respecto al ámbito judicial, la Constitución establecía (art. 97) los recursos de fuerza, o sea, la capacidad de la justicia civil para decidir acerca de la apelación de una sentencia de un tribunal eclesiástico. Por otra parte, una ley del año 1835 promulgada por la Asamblea Legislativa, obligó a que las tres instancias de los tribunales eclesiásticos resolviesen en el territorio nacional, excluyendo a la Santa Sede como última instancia de apelación, por considerarla un tribunal extranjero.
«El ‘regalismo criollo’, excedía la potestad concerniente al patronato propiamente dicho…»
La turbulenta escena en la que Flores protestó furiosamente por entender que el vicario desconocía temerariamente su investidura de patrono de la Iglesia, revela hasta qué punto el Estado invadía los derechos de la Iglesia, al punto de considerarla como subordinada a la autoridad civil en general, y al presidente en particular. ¡Nombramientos de párrocos! La Iglesia estaba atada de pies y manos. Pocos años más tarde, el presidente Berro no tolerará que el vicario Jacinto Vera destituya al párroco de la Matriz sin su consentimiento de patrono. Y ese hecho, en apariencia tan banal y concerniente solamente al fuero eclesiástico, desató la mayor tempestad en las relaciones entre el Estado y la Iglesia, que incluyó el destierro de don Jacinto. Pero, a través de ese camino, oscuro y providencial al mismo tiempo, la Iglesia recobró su libertad. Al precio, eso sí, del sacrificio del hombre que sucedió en su cargo de vicario apostólico a José Benito Lamas, quien vivió en su carne, como sus predecesores en la conducción de la Iglesia oriental, la resistencia al sometimiento al Estado, y la lucha, mayor o menor, contra ese avance ‘jurisdiccionalista’, intervencionista, invasivo, de los gobernantes de turno.
De acuerdo al secretario de Lamas, José Antonio Chantre, el presidente Flores, enajenado y atrabiliario, lo amenazó con frustrar su posible episcopado, que el mismo presidente promovía ante la Santa Sede. En fin, el vicario le respondió, en aquella agria e inesperada trifulca, que nunca había pretendido tal cosa. Lo cierto es que, en adelante, Lamas desalentó abiertamente la conveniencia de la figura de un obispo para nuestra Iglesia, fundándose en la calamitosa realidad económica del país, y en la veleidad política y mentalidad regalista en que se hallaba por entonces:
“Si la dignidad no se ha de acatar —escribía en el año 56—, si no se ha de sostener, si no se la fortifica, si su decoro es solamente ideal y fantástico, no se debe apetecer […]. En suma: yo no sé qué se puede esperar de una nación siempre cruelmente agitada: que si tiene Iglesia es para no ser atendida; sin vigor ni material ni formal…”. Chantre, por su parte, consideraba de sumo riesgo “cualquier arreglo de obispado. Es mucho el desquicio —afirmaba— y destruye totalmente, por ahora, la confianza”.
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2 Comments
Buenas noches
Le planteo el siguiente asunto: En 1854 asume el Vicariato Apostólico el Pbro. José B. Lamas y tengo entendido por alguna lectura que efectué, que en ese año una importante cantidad de fieles de la Parroquia de San Agustín de la Villa de La Unión solicitan -a través suyo- la reposición en su cargo de Párroco al Pbro. Domingo Ereño.-
Tengo entendido que fue solicitado al Gral Venancio Flores (único integrante del Triunvirato vivo, entonces ), a lo cual se negó rotundamente.-
¿ Hay detalles de esa controversia ?
Agradezco la respuesta.
Unidos en Cristo
Lic. Carlos Poggi Bacalario
Buenas tardes. Recién me entero que había comentarios en los artículos. Desconozco la respuesta a su pregunta. Lamento responderle con tanto retraso, espero sepa disculparme.
Saludos cordiales,
Gonzalo Abadie
P.D. Si llego a leer algo al respecto, le escribiré nuevamente