La Iglesia de Montevideo celebró la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado en comunión con el Jubileo en Roma.
La fila comenzaba en la puerta del templo y se extendía hasta la vereda, doblando en una L para no alcanzar la calle. En ella se mezclaban acentos, rostros y banderas: los representantes de doce países se aprontaban para entrar.
Algunos avanzaban en pareja. Otros, en solitario. Algunos vestían trajes típicos. Otros, ropa sencilla, de todos los días. Pero todos llevaban con firmeza la bandera de su país y la imagen de la Virgen de su tierra.

Eran de Bolivia, Cuba, Ecuador, Filipinas, Haití, Indonesia, Italia, País Vasco, Paraguay, República Dominicana, Venezuela y Perú. Eran una veintena de personas en total. Pocos, pero al mismo tiempo muchos: cada uno representaba a cientos, miles y millones que dejaron su tierra buscando un nuevo lugar donde volver a empezar.
Era el domingo 5 de octubre. Eran las diez y media de la mañana. Era un día lluvioso en Montevideo.
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Horas antes, al otro lado del mundo, la lluvia también caía sobre la Plaza de San Pedro. Bajo el cielo encapotado y resguardados por paraguas, unos diez mil peregrinos de cerca de noventa países participaban del Jubileo de los Migrantes y del Mundo Misionero, encabezado por el papa León XIV.
Este año, la 111.ª Jornada Mundial del Migrante y el Refugiado se celebró en comunión con el Jubileo en Roma. En Montevideo, la parroquia Nuestra Señora de la Asunción y Madre de los Migrantes fue, una vez más, el punto de encuentro donde uruguayos y extranjeros compartieron la misma fe bajo el mismo techo.
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El desfile comenzó y el silencio se adueñó del momento.
Las primeras banderas en ingresar fueron las de Uruguay y del Vaticano, que se colocaron a los dos costados de la sede. Detrás llegó un retrato de san Juan Bautista Scalabrini, fundador de los Misioneros de San Carlos, que fue colocado a los pies del altar.
De a poco empezó a sonar una música suave, que no invadía, pero llenaba el aire.

Las duplas —y quienes caminaban solos— avanzaban por el pasillo, cada uno sosteniendo su bandera y la imagen de su Virgen patrona: la Virgen de la Caridad del Cobre, la Virgen del Carmen, la Virgen del Perpetuo Socorro, la Virgen de Caacupé, la Virgen de la Altagracia y la Virgen de Coromoto. No hubo aplausos. Algunos levantaban el teléfono para captar el instante y recordarlo después.
El resto de las banderas quedaron a un costado, mientras que las imágenes se colocaban en un altar que ya tenía otra escultura de gran tamaño la Virgen Maria, vestida con túnica blanca y manto celeste, coronada y rodeada por pequeños ángeles en la base.
Era la misma Virgen, pero con un vestido distinto, un reflejo de cómo múltiples tierras la veneran.
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El desfile dio paso a la misa, que presidió el padre Gonzalo Estévez —vicario general de la Arquidiócesis de Montevideo— acompañado por los sacerdotes Wilnie Jean —de Haití y párroco de Nuestra Señora de la Asunción y Madre de los Migrantes— y Febrianus Samar —de Indonesia, vicario parroquial y capellán del apostolado del mar Stella Maris— y los diáconos Jorge Vargha y Mauricio Calleo.
—Antes que nada les voy a pedir a los descendientes de charrúas que levanten la mano —dijo el padre Estévez antes de saludar a la asamblea.
Algunos se miraron entre sí. Otros se rieron bajo, sin saber qué hacer. Unos pocos levantaron la mano. El sacerdote añadió rápido, en pocos segundos:
—En conclusión, todos somos migrantes o hijos de migrantes.
Y acto seguido comenzó la misa.
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Al iniciar la homilía, Estévez volvió sobre la pregunta que había hecho al comienzo de la celebración: quién era descendiente de charrúas. Esta vez, nadie tuvo que levantar la mano. “Tal vez haya alguno que tenga una gotita de sangre. Pero lo cierto es que todos somos migrantes. Y no solo porque entre los presentes no hay quien tenga sangre indígena de esta tierra, sino porque el creyente es un migrante”.
El sacerdote recitó de memoria una estrofa del poema Vivo sin vivir en mí, de santa Teresa de Ávila (1515-1582):
¡Ay, qué larga es esta vida!
¡Qué duros estos destierros,
esta cárcel, estos hierros
en que el alma está metida!
Sólo esperar la salida
me causa dolor tan fiero,
que muero porque no muero.
También recordó una frase de san Agustín de Hipona (354-430), tomada de la serie de libros Confesiones:
“Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
¿Por qué estas citas? “El creyente es alguien que está en el mundo, pero, como dijo Jesús, de manera transitoria. Por eso, de alguna manera, somos conscientes de que nuestra verdadera patria es el cielo”, explicó Estévez.
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En su prédica, el vicario general de Montevideo reflexionó sobre el concepto de patria desde un enfoque espiritual y religioso, mezclando lo nacional con lo trascendente.
“Todos nosotros hemos nacido en una patria. Yo soy orgullosamente oriental y uruguayo, y cada uno de ustedes, según el país donde haya nacido, será orgullosamente lo que es su nacionalidad. Pero eso no impide que, de alguna manera, todos seamos conscientes de que, siendo peregrinos y migrantes, hay un espacio en la tierra que es mi casa siempre, independientemente de la geografía en la que asiente. Ese lugar es la Iglesia. Para los que creemos, la Iglesia es nuestra patria, nuestra familia, nuestra tierra”.

Después, destacó la presencia de las colectividades de distintos países presentes en la celebración. “Hay muchas banderas, pero hay algo que nos une más: la cruz de Cristo”, dijo y señaló el crucifijo que preside el templo. “En la cruz de Cristo todos somos familia. Lo que nos une, la sangre que nos une, es la fe. En la eucaristía desaparecen las distancias”.
Estévez tuvo palabras para la parroquia de la Sagrada Familia, el único templo católico en el territorio palestino de Gaza, atacado por Israel en julio pasado, lo que provocó la muerte de tres personas e hirió a su párroco. También se refirió a Ucrania, Rusia y Nigeria, donde “se están matando a los hermanos”.
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“Somos familia, todos somos migrantes, todos queremos llegar a la verdadera patria que es el cielo”, dijo el sacerdote sobre el final de la homilía. “Quienes son migrantes lo son porque han buscado un horizonte nuevo para lograr superar dificultades que en su patria se habían vuelto insuperables. Dios quiera que aquí encuentren el lugar para superar cualquier dificultad y encuentren un espacio para echar raíces, crecer y dar frutos. Pero que eso no les haga perder de vista que vamos más allá, vamos más lejos”.
Y en ese ir lejos, está el cielo.
“Los migrantes siempre van a tener el corazón dividido: aún encontrando una nueva tierra y una nueva patria, sienten que algo se les quedó allá. Y si vuelven algún día, sentirán que algo se les quedó aquí. Es la experiencia dolorosa de ‘no termina de ser este mi lugar’. Que para todos, Dios sea nuestro pueblo, nuestra patria. Que sea nuestra tierra fértil, en la cual cada uno pueda crecer, ser feliz y alcanzar su plenitud, hasta que lleguemos a la verdadera felicidad en la casa de Dios, en el cielo”, concluyó Estévez.
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Las oraciones de los fieles se escucharon en distintos idiomas: español, inglés, guaraní, quichua, quechua e italiano. Se mezclaban palabras conocidas y otras que llegaban apenas entendibles. A cada intención, la asamblea respondía: “Escucha nuestra oración, Señor”, probablemente sin entender cada frase, pero uniéndose en la misma súplica.
Luego, la misa continuó como de costumbre.

En las ofrendas se presentaron un globo terráqueo, una maleta pequeña —símbolo de los migrantes—, dos canastas con alimentos y frutas, y, finalmente, el pan y el vino. Cada objeto tenía su propio significado que cada quien interpretaba en silencio, sin necesidad de palabras.
Y luego, la misa volvió a continuar como de costumbre.
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La misa estaba por terminar, pero el padre Jean quería detenerse unos minutos más. Tenía en la mano un papel con cada uno de sus agradecimientos.
“Querido pueblo de Dios, hermanos y hermanas, ¡muy buenos días! Fuerte aplauso para Dios, para Jesús y para la Virgen María”, dijo con una sonrisa. Luego empezó la catarata de agradecimientos: al padre Estévez, a su hermano sacerdote, a los diáconos, a la Pastoral Social de Montevideo, al Servicio Jesuita al Migrante, a las religiosas, a los embajadores y representantes consulares, a las colectividades, a Radio María, a Radio Oriental, a quienes organizaron la celebración, al coro.

“Haciéndome eco del lema de esta jornada —‘Migrante, misionero de esperanza’—, me uno al sentir de la Iglesia con la mirada puesta en que todos somos misioneros y migrantes. Muchas gracias a todos y que Dios bendiga a cada uno de ustedes”, concluyó.
Tras la bendición final, quienes habían entrado en procesión con sus banderas las volvieron a tomar y se colocaron delante del altar, junto a los celebrantes, para tomarse una foto. Todas las banderas juntas y los trajes típicos dibujaron un mosaico de colores. Pero la foto era más que una foto: mostraba que la fe hace desaparecer las fronteras.
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