La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, más que una devoción, podemos decir que es una espiritualidad, porque es una vía que conduce al centro de la revelación cristiana, conectando el centro del hombre con el centro de Dios. Escribe Leopoldo Amondarain.
Si vamos a la Biblia, vemos que el corazón indica siempre lo que es esencial o principal. Así lo vemos reflejado en el gran mandamiento de Dios: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón…”. Las palabras que siguen son intercambiables, pero el corazón siempre es el primero, porque designa el centro más íntimo de la persona.
El corazón resume de alguna forma el cuerpo entero de la persona, ya que es la sede de todos los actos de conocimiento del alma y también de las decisiones. De ahí que reflexionar se exprese diciendo: después de haberme aconsejado en mi corazón. Por eso mismo, cuando el corazón se embota el hombre se vuelve incapaz de percibir las manifestaciones evidentes de Dios y su providencia.
El corazón es el lugar de donde el hombre saca todo lo que es bueno o malo de sus palabras, tal como el Señor lo dijo en el evangelio: “de la abundancia del corazón habla la boca”. Por eso a veces a uno se le escapan unas palabras y se queda horrorizado. Es que el corazón tiene recovecos que no vemos, y a veces un hablar espontáneo lo revela.
El corazón es también el centro de los sentimientos y de las pasiones del alma, desde la alegría hasta la exultación, así como de la tristeza. Todos los matices de la hostilidad, desde los celos hasta la amarga envidia, la Biblia los atribuye al corazón.
Siendo como es el corazón el centro del hombre, es el lugar del combate espiritual. En él siembra el Señor su palabra, pero también entra el demonio y roba la palabra que Dios ha sembrado. En él habita Cristo por la fe, y es derramado el amor de Dios que nos ha sido dado con el Espíritu Santo. Pero también el diablo siembra propósitos malvados, como sucedió con Judas en la última cena.
Por ser el centro del hombre, el corazón expresa de alguna forma la totalidad de nuestro ser. Por eso entregar el corazón es entregarlo todo. De ahí que la sabiduría de Dios diga: “dame tu corazón”. Con esto vamos entendiendo la necesidad de custodiar el propio corazón con un cuidado especial, porque de él depende todo lo que constituye nuestra vida.
Si bien el ser de la persona alcanza profundidades que van más allá de lo que puede conocer, es muy importante conocer el propio corazón. Porque solo desde ese lugar se puede entablar una relación auténtica con Dios, un culto en espíritu y verdad como le dijo el Señor a la samaritana.
«El corazón de Jesús es ya un corazón verdaderamente nuevo en el cual está inscrita la ley de Dios»
Las diferentes circunstancias de la vida, y en especial las dificultades, sirven para que cada uno vaya conociendo lo que hay en su corazón, y de este modo se vaya haciendo humilde. En este sentido, el Señor hizo que el pueblo de Israel estuviera en el desierto durante cuarenta años para que conociera lo que había en su corazón. Porque mientras las cosas van bien todos somos encantadores, pero cuando hay sed, hambre, y solo hay arena, empieza a salir lo que hay dentro.
Siendo el centro del hombre su corazón, empezamos a entender que su salvación va a consistir en un trasplante de corazón para que el Señor nos dé un corazón nuevo. Ya en el libro del Deuteronomio leemos: “El Señor, tu Dios, circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes, para que lo ames con todo tu corazón y con toda tu alma, y así tengas vida”. Porque mientras no cambie mi corazón no amaré al Señor como merece ser amado.
Esto que dice el Deuteronomio lo anunció el profeta Jeremías al decir:
“Llegarán los días… en que estableceré una nueva Alianza. No será como la Alianza que establecí con sus padres… que ellos rompieron… pondré mi Ley dentro de ellos, y la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios y ellos serán mi Pueblo. Y ya no tendrán que enseñarse mutuamente, diciéndose el uno al otro: Conozcan al Señor. Porque todos me conocerán, del más pequeño al más grande…”.
Esta promesa significa una auténtica maravilla, porque cuando el Señor la realice ya no habrá necesidad de aprender la ley de Dios, ya que la llevaremos escrita en el corazón. Y si la llevo escrita en mi corazón, cuando actué espontáneamente voy a actuar conforme a la ley de Dios.
El profeta Ezequiel profundizó en la profecía de Jeremías diciendo: “Les daré un corazón nuevo y pondré en ustedes un espíritu nuevo: les arrancaré de su cuerpo el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”.
Por tanto, vemos que Jeremías ha anunciado esta promesa y Ezequiel la ha profundizado. Pero la pregunta que nos hacemos es si hay alguna persona en la cual esa promesa se haya hecho realidad. La respuesta es sí, y esa persona es Jesús.
El corazón de Jesús es ya un corazón verdaderamente nuevo en el cual está inscrita la ley de Dios. Un corazón que une la libertad más alta con la obediencia más fiel a la ley divina. El corazón de Jesús es la primera y más perfecta realización de la promesa divina anunciada por Jeremías y profundizada por Ezequiel.
De modo que ya sabemos en qué va a consistir ese trasplante de corazón. Va a consistir en arrancar el corazón viejo, de piedra y lastrado por el pecado, para implantar el corazón de Cristo.
Cuando tenga el corazón de Jesús seré un santo, y todo lo que haga espontáneamente será bueno y conforme a la voluntad de Dios, porque tendré los mismos sentimientos de Cristo Jesús hasta poder decir: “y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”.
Claramente el cirujano que puede hacer esta operación de trasplante es el Espíritu Santo. Así lo vemos en Pentecostés, en donde los apóstoles luego de recibir al Espíritu Santo pasaron a ser hombres nuevos.
Profundizando en el corazón de Jesús, recordamos que, cuando muere, uno de los soldados, le atravesó el corazón con una lanza, de la cual salió sangre y agua. Por tanto, todo el que reciba el corazón de Cristo tiene que saber que recibe un corazón roto, quebrantado y abierto para todo aquel que quiera entrar. De ahí que la primera obra que el Espíritu Santo hace en aquellos que quieren recibir el corazón de Cristo es quebrantarles el corazón. A través de este quebrantamiento nos alcanza la gracia, el amor con mayúscula, la caridad de Dios, y se nos hace patente nuestro pecado, pero no para sepultarnos en el remordimiento, sino para sumergirnos en una inmensa gratitud y agradecimiento. Y de esa forma se cumplen las palabras del salmo 51: “tú no desprecias el corazón contrito y humillado”.
El corazón quebrantado y traspasado es el corazón que no se escandaliza del pecado de nadie y por eso acepta el plan de Dios sin pretender que el hermano que peca está de más, que es inútil, y que todo iría mejor sin él. Porque Dios no está arrepentido de crear a ninguna persona, y a todos los ha creado para llevarlos al cielo.
El corazón quebrantado sabe que Dios puede mostrarnos en cualquier momento lo precioso que es a sus ojos ese hermano o hermana que a nosotros nos molesta. Porque Dios está muy por encima de lo que nosotros podamos ver.
El corazón quebrantado nos permite ver nuestro pecado y el de nuestros hermanos en una misma mirada, que es una mirada llena de amor, compasión, paciencia y misericordia. Es una mirada que capta al mismo tiempo la pobreza, la miseria, y el pecado, pero también la promesa de salvación que se nos da, y la esperanza que no defrauda.
Solo desde un corazón quebrantado uno se dice a sí mismo que no hay nada fatal, y que todo puede empezar de nuevo. Aquí está la clave de la espiritualidad del corazón de Jesús.
Si tuviéramos que resumir en una frase cuál es la esencia de la espiritualidad del corazón de Jesús podríamos decir: hay esperanza para todos sin ninguna distinción, porque sabemos que el amor del corazón de Jesús es infinitamente más grande que todas nuestras miserias, y en él confiamos, nos abandonamos y descansamos.