En el Día Nacional del Libro
Por el Diác. Damián Velázquez
“De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación”. Con estas palabras, definía J. L. Borges, en una de las conferencias dictadas en la Universidad de Belgrano a fines de los setenta, el libro. Para el escritor argentino, los libros no eran solo la memoria de la humanidad, como otros autores creían, sino algo más: “la extensión de la imaginación”. “¿Qué es el pasado ―se preguntaba― sino una serie de sueños?” A partir de esta pregunta planteaba la identificación entre recordar los sueños y recordar el pasado. Por eso, para él, los libros no solo evocan, sino que también invitan a soñar.
Narra Irene Vallejo, en El Infinito en un junco, que el libro nació hace más de cinco mil años, no tal como lo conocemos hoy, sino en su forma primitiva. Fueron los sumerios quienes “comenzaron a escribir sobre la tierra que sostenía sus pasos”. Como explica la autora, en las orillas de los ríos de Mesopotamia no había juncos de papiro y escaseaba la madera, la piedra o la piel, pero sí había arcilla. De hecho, la obra épica más antigua conocida, El Cantar de Gilgamesh, fue escrita en tablillas de arcilla, de unos veinte centímetros de longitud, con forma rectangular y alargada. Aún hoy se conservan algunas de estas tablillas en el Museo Británico.
Pero en el Río Nilo, crecía una hierba acuática que podía alcanzar hasta los cinco metros de altura y que, prensada y secada, servía de soporte flexible, fuerte y fácilmente transportable: el papiro. Su elaboración era un secreto real y la Cyperus papyrus (planta de la que se extraía) era considerada sagrada. Recién en el año 1966 el ingeniero egipcio Hassan Ragab descubrió y reveló al mundo el proceso de elaboración del papiro. En primer lugar, se extraían varias tiras delgadas y verticales de la parte central del tallo de la planta, la parte blanca. Luego se colocaban en remojo un máximo de catorce días (cuantos más días, más oscuro sería el papel). Se aplanaban con un mazo y se trenzaban en forma horizontal y vertical hasta lograr una lámina. Esta era prensada, secada al sol y pulida con un instrumento de marfil. Ese fue el primer papel de la historia y en rollos de papiro empezaron a viajar los libros por todo el mundo conocido.
El papiro tenía, no obstante, algunos defectos. No reaccionaba bien a la humedad de algunos países europeos, incluso se desintegraba y podemos imaginar lo que esto implica en una sociedad en la que no había varios ejemplares de cada libro. Además, solo podía escribirse de un lado, y la planta, que era su materia prima, no crecía fuera de la zona del Nilo y de algunos ríos de Sudán. Por lo tanto, Europa debía importarlo, aceptando el elevado precio que quisieran fijar los faraones y los reyes egipcios.
En el siglo II a. C y debido a un “ataque de envidia”, surge un nuevo soporte para la escritura. Cuenta Vallejo que el rey Ptolomeo V buscaba la manera de perjudicar a una biblioteca rival, fundada en Pérgamo, ciudad griega enclavada en Asia. La había creado Eumenes II, buscando eclipsar el brillo de Alejandría, faro cultural de la época. Ante esta afrenta, reaccionó Ptolomeo V, primero, encareciendo el costo del papiro y luego, cortando el suministro a esa ciudad. Pero las crisis, si saben gestionarse, ayudan a crecer. Los habitantes de Pérgamo comenzaron a perfeccionar una antigua técnica que consistía en tensar la piel de oveja o de otros animales y dejarla secar al sol, luego de ser sumergirla en cal.
Se obtenía así una lámina de material más barato y resistente que el papiro. Además, se podía escribir por las dos caras de la piel y la humedad no la afectaba. Esto permitió a los países europeos dejar de depender del papiro que era importado desde Alejandría. Al decir de la citada autora, los libros se convirtieron así en “cuerpos habitados por palabras, pensamientos tatuados en la piel”.
Es gracias a monjes medievales anónimos, denominados ‘copistas’, que hoy poseemos gran parte del conocimiento humano de la Antigüedad y la Historia Clásica. Nunca hubiésemos podido leer a Homero, a Esquilo, a Virgilio o a cualquier otro autor clásico, de no haber sido por ellos. Antes de la imprenta, la reproducción y conservación de los libros era un verdadero problema. A principios de la Edad Media la Iglesia comenzó a ocuparse de esto. El primer monasterio que tomó cartas en el asunto fue el de Vivarum, fundado por Casidoro, en Calabria, en el siglo VI d. C. En su intento por preservar la cultura antigua, se creó el primer scriptorium, nombre que se le dio al lugar destinado a que los monjes copistas hicieran su trabajo. “Tres dedos escriben, todo el cuerpo sufre”: esta es una de las tantas frases encontradas en alguno de sus trabajos. Los monjes enfrentaban desde el frío hasta las incómodas posturas que tenían que adoptar para realizar su labor diaria.
En El nombre de la rosa, de Umberto Eco, se describe esta dura realidad. Sus protagonistas, Guillermo de Baskerville y su novicio Adso, que deben esclarecer algunas muertes misteriosas ocurridas en un monasterio benedictino en 1327, comienzan sus investigaciones dirigiéndose, precisamente, al scriptorium del convento. Así lo cuenta Adso, narrador de esta historia: “… los copistas, los rubricantes y los estudiosos estaban sentados cada uno ante su propia mesa, y cada mesa estaba situada debajo de una ventana. Como las ventanas eran cuarenta, cuarenta monjes hubiesen podido trabajar al mismo tiempo, aunque aquel día apenas había unos treinta. Severino nos explicó que los monjes que trabajaban en el scriptorium estaban dispensados de los oficios de tercia, sexta y nona, para que no tuvieran que interrumpir su trabajo durante las horas de luz, y que solo suspendían sus actividades al anochecer, para el oficio de vísperas.”
Con una pluma de ganso tallada (cálamo), en una mano, y el raspador en la otra para corregir pequeñas imprecisiones, los monjes escribían en medio del silencio y entre las frías paredes de la abadía, desde la salida a la puesta del sol. Aun así, tardaban muchos años en finalizar un solo volumen.
Un hombre nacido en 1400 revolucionó para siempre la historia del libro: Johannes Gutenberg. Ayudado de tipos móviles y de un sistema de fundición metálica, creó la imprenta. Moldeando más de cien mil caracteres, realizó la primera edición de ciento ochenta ejemplares del primer libro impreso de la historia: La Biblia. Hubo un antes y un después respecto de la difusión del conocimiento en la humanidad. La invención de la imprenta, en 1453, desempeñó un papel clave en el avance del Renacimiento, en la era de La Ilustración y lo sigue haciendo aún hoy, aunque haya voces que anuncien la muerte del libro tal como lo concibió la humanidad durante seis siglos.
Estas posturas no son nuevas ni recientes. En un artículo del año 1995 publicado en La Nación de Milán, el ya citado Umberto Eco respondía a estos augurios de desaparición planteando que existían dos clases de libros: “los que sirven para consultar y los que sirven para leer”. Entre los primeros, se encuentra la guía telefónica, los diccionarios y las enciclopedias y, entre los segundos, La Divina Comedia o El Quijote. El autor sostenía que, aunque los primeros podrían ser sustituidos, no pueden serlo los segundos, puesto que pertenecen a “esos milagros de una tecnología eterna de cual forma parte la rueda, el cuchillo, la cuchara, el martillo, la cacerola o la bicicleta”.
En este recorrido hemos citado repetidas veces a Irene Vallejo. Acaso su obra El infinito en un junco sea en sí misma un argumento contra los que vaticinan la muerte del libro. Un ensayo sobre la historia del libro se ha convertido, desde su publicación en 2019, en un best-seller, lleva más de cuarenta ediciones y se ha traducido a decenas de idiomas, sobradas razones para pensar que los millares de personas a lo ancho del mundo que lo han leído dan cuenta de que esos “milagros de una tecnología eterna” tienen un encanto inasequible a los adivinos de males.