Por Leopoldo Amondarain.
La vida cristiana está descrita en la Sagrada Escritura como una lucha. Así lo expresa muy elocuentemente el Libro de Job. Por otro lado, la catequesis tradicional de la Iglesia ha hablado de este combate espiritual como de una lucha entre el alma, que en el lenguaje cristiano significa el hombre interior que quiere ser fiel a Dios, y sus tres enemigos que son el mundo, el demonio y la carne.
San Juan de la Cruz menciona este combate diciendo:
“El mundo es el enemigo menos dificultoso. El demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo”.
Es curioso, porque san Juan de la Cruz dice que la carne es el más tenaz de todos. Pero, ¿qué es la carne? Es la escisión interior que todos tenemos a causa del pecado original. Es la desestructuración o grieta que hay en el ser del hombre que le permite al enemigo entrar.
El Concilio Vaticano II lo recordó diciendo:
“A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y solo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo”.
Con esto se explica que en la lucha espiritual lo que es más dificultoso es que interiormente estamos divididos, lo cual facilita al enemigo entrar y molestarnos. Claramente la solución pasa por unificar todo nuestro ser en torno a Cristo. Porque cuando nuestro ser está unificado, estamos en buenas condiciones para poder resistir los ataques del enemigo.
En el origen del combate está el demonio, que fue el que indujo a nuestros primeros padres al pecado. Como consecuencia de ese pecado lo que llamamos “la carne” quedó herida. Y también el mundo quedó afectado, entendiendo el mundo como la organización de la vida y de la existencia humana contra Dios.
«en la lucha espiritual lo que es más dificultoso es que interiormente estamos divididos, lo cual facilita al enemigo entrar y molestarnos»
Esta dimensión del combate espiritual la rebela explícitamente san Pablo al decir: “nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio”.
Con estas palabras nos dice que no basta con luchar contra las malas tendencias que llevamos dentro y contra las influencias perniciosas del ambiente, es decir, contra la carne y contra el mundo. En último término se trata de luchar contra los demonios. Por eso habla de los dominadores de este mundo tenebroso, los espíritus del mal que están en el espacio.
El día del bautismo la Iglesia nos pregunta si estamos dispuestos a renunciar a Satanás, a sus obras que son los pecados, y a sus seducciones que son las mentiras inteligentes que nos dice para convencernos de que lo mejor que podemos hacer es pecar, cuando en realidad es todo lo contrario. En ese sentido, la Iglesia nos dice la verdad: que sepas que si te haces cristiano te metes en una guerra contra el mal. Y lo primero que tienes que saber en una guerra es quién es el enemigo. Por eso nos pregunta: ¿renuncias a Satanás? Por tanto, el enemigo es Satanás. Después a sus obras que son los pecados, y a sus seducciones que son las mentiras y tinglados que hay en el mundo que intentan convencernos de que lo mejor es pecar.
Por lo tanto, el combate espiritual, siendo un combate contra el demonio, el mundo y la carne, en último término es un combate contra el demonio. Porque es el que se aprovecha del mundo y de la carne para inducirnos a pecar.
Toda la actividad demoníaca tiene como finalidad engañar a los hombres, porque en el fondo nos tiene envidia de que hayamos sido creados a imagen y semejanza de Dios, siendo un odio insaciable que ningún éxito puede apaciguar.
En el fondo, el demonio se enfrenta a Dios y le dice: tú amas a los hombres, pero mira qué pecadores que son. Por tanto, se convierte en nuestro acusador para desacreditar el amor que Dios nos tiene. Por eso la Iglesia le sienta fatal al demonio. Porque es el lugar de la comunión y de la relación, en donde las personas nos abrimos a Cristo, y abriéndonos a Cristo nos abrimos a nuestros hermanos.
Para vencer en el combate espiritual conviene recordar que el demonio no puede hacer con nosotros lo que él quiere, sino tan solo lo que Dios le permite, como se ve claramente en el Libro de Job y en las cartas de san Pablo.
Es cierto que Satanás conserva todos los dones que Dios le dio al crearlo, y que son dones superiores a los nuestros, ya que tiene una naturaleza puramente espiritual, pero hasta para una operación tan banal como el entrar en una piara de cerdos los demonios necesitan pedirle permiso a Dios, como recordamos en el episodio del endemoniado de Gerasa.
Para lograr vencer al demonio, en primer lugar, hay que reconocer nuestros pecados, y pedir perdón por ellos. La acción del diablo tiende a oscurecer en nosotros el sentimiento de culpa, haciéndonos creer que la culpa la tienen siempre los demás. Por eso a los demonios no les gusta nada cuando en misa los cristianos decimos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”. Porque están frente a hombres y mujeres que reconocen que tienen una complicidad con el mal. Además, no hay que olvidarse que lo que hace que los demonios se marchen es la humildad.
La cima de la santidad no consiste en creer que uno está libre de pecado, sino en asumir, como hizo Cristo, todo el pecado del mundo y morir suplicando el perdón para todos los hombres y para uno mismo.
En segundo lugar, hay que reproducir en nosotros la actitud de la Virgen María, que es una apertura total a la gracia de Dios. En el libro del Génesis leemos: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo. Él te aplastará la cabeza y tú le acecharás el talón”.
«Para lograr vencer al demonio, en primer lugar, hay que reconocer nuestros pecados, y pedir perdón por ellos»
Según este versículo, lo que va contra lo demoníaco y acaba por aplastar su cabeza es la mujer, y lo que ella engendra, que es su descendencia. La mujer significa de manera general la receptividad a la gracia, y se refiere en forma preminente a la Virgen María, que estando llena de gracia es pura receptividad hacia el Señor. Y su descendencia, que es Cristo, aplasta la cabeza de la serpiente infernal.
Si me abro a la gracia, el Espíritu Santo va a hacer que Cristo crezca y reine en mí. Entonces Cristo aplasta la cabeza de la serpiente. Pero para eso tengo que estar abierto por completo a la gracia y al Espíritu Santo, al igual que la Virgen María.
Es absolutamente normal que el Espíritu Santo triunfe sobre el espíritu malo. También es normal que triunfe mediante un espíritu bienaventurado como el arcángel san Miguel. Pero que lo aplaste por medio de una humilde mujer de carne y hueso el demonio no lo puede soportar por el orgullo que tiene.
La tradición nos muestra a la Virgen María pisando la cabeza de la serpiente con sus pies. Incluso, se muestra esta pisada como algo que se ejerce sin esfuerzo, sin lucha, como si no ocurriese nada. María no vence al diablo como el arcángel san Miguel, que lo derriba por tierra blandiendo la espada. María se mantiene sobre la serpiente como si esta última no estuviese, sin ni siquiera mirarla. Todo su ser en su feminidad no es más que recibimiento del Altísimo. Si aplasta a Satán es por añadidura, y porque no cesa de ser un receptáculo desbordante de gracia. Por eso aplasta a Satán mejor que el arcángel san Miguel. Lo priva hasta del prestigio del combate. Porque con san Miguel el demonio puede luchar, pero como la Virgen está tan pendiente y llena de Dios, aplasta al demonio casi que sin darse cuenta.
Por tanto, tenemos un primer medio para vencer en este combate que es reconocer los pecados y el arrepentimiento. En segundo lugar, reproducir en nosotros la actitud de la Virgen María. Y en tercer lugar está la pobreza, aunque resulte difícil de entender en los tiempos en que vivimos. El diablo, que es espíritu puro, no necesita riquezas materiales. Sabe muy bien que las riquezas a las que estamos apegados le proporcionan agarraderas. Por eso el desprendimiento es el mejor escudo espiritual, y la desnudez nuestra más sólida armadura.
Una cuarta cosa que derrota al demonio es el espíritu de infancia. “Les aseguro que si ustedes no cambian o no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los Cielos”, leemos en el evangelio de Mateo.
La infancia es la época de la admiración. Es la época en la que el hombre cree que puede comenzar en cada momento y siempre va a ser perdonado, porque sus padres lo aman. Esto es lo lindo del espíritu de infancia y lo que es necesario para ir al cielo.