Sobre el Monasterio de la Visitación y las monjas salesas, o visitandinas. Octavo artículo de la serie, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Este tramo de la memoria del manuscrito de la Historia de la Fundación del Monasterio de la Visitación, registra los permisos expedidos para la fundación de Montevideo, y las condiciones exigidas por la Santa Sede para autorizar un monasterio provisorio en la casa puesta a disposición por las hermanas García de Zúñiga. Da cuenta también de los contactos del P. Isidoro Fernández con las monjas de Milán, expectantes de los sucesos en curso y sometidas a la larga espera de las negociaciones. Se informa, también, del desaliento que perturbó el ánimo de Luisa Beatriz Radice, la hermana que había sido designada como nueva superiora de la aventura misionera. Continuamos en el año 1856.
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Por su parte el Sr. presbítero [Isidoro] Fernández, con humildísima súplica dirigida al mismo beatísimo Padre, hacía conocer su misión. Y añadía que, habiendo tenido noticia de que el Monasterio de Salesas que existe en Milán estaría dispuesto a destinar dos o más religiosas a este efecto de fundar un monasterio de la misma Orden en Montevideo, suplicaba que tuviera la dignación de conceder las facultades necesarias y convenientes al cumplimiento de su encargo.
A la súplica de las señoras de Montevideo, la Sagrada Congregación de Obispos y Regulares contestó, con bula de 22 de febrero de 1856, declarando que el Sumo Pontífice Pío IX ha benignamente atribuido al Vicario Apostólico de la República Oriental del Uruguay la facultad de erigir en la ciudad de Montevideo un monasterio de la Visitación, según la Regla y las Constituciones del Instituto de San Francisco de Sales, en conformidad con lo establecido en los sagrados cánones y en las Constituciones Apostólicas; y que fuera aprobada la erección con autoridad apostólica, después que estuviera concluido un conveniente edificio con la iglesia y la clausura, y que se hubiera asignado a la fundación una renta bastante para mantener, a lo menos, doce religiosas.
[La bula] condescendía entonces también, “que en el monasterio estén destinados algunos cuartos separados de las celdas; [que esos cuartos] de la parte exterior se pueda abrir una puerta para clase de las niñas. Y por eso no estén comprendidas en la ley de clausura. Y por la parte interior, puedan entrar, para la instrucción de las mismas niñas, la superiora, la maestra y aquellas otras religiosas que el Ordinario [= el obispo] juzgará a propósito; pero de modo que las puertas de ingreso, sea del exterior como interior, estén cerradas con dos llaves, una de las cuales sea guardada por la superiora, y la otra por la religiosa que habrá deputado [= destinado] el Ordinario”.
Está también allí declarado que el Sumo Pontífice ha concedido benignamente que, hasta que no se pueda proceder a la erección formal del mismo monasterio en la forma dicha, tanto las religiosas profesas que habrán llegado de Europa, como las nuevas discípulas que habrán sido admitidas, “puedan vivir en alguna casa que el Ordinario haya visto y hallado conveniente.
Y que se ponga libre de toda comunicación con otras casas —cuando sea necesario con las acostumbradas barras—. Todo eso con las debidas cautelas, y siempre con la ley que las discípulas novicias, mientras queden en esa casa, no pueden ser admitidas sino solo a los votos simples. Y que sea diferida la profesión de los votos solemnes, hasta que la religiosa congregación se haya establecido en el mencionado monasterio, canónicamente erigido”.
Y para que las religiosas puedan atender a los ejercicios espirituales, sin salir, todo el tiempo que queden en dicha casa, Su Santidad ha también concedido al Ordinario la necesaria y oportuna facultad de constituir un paraje decente y apartado de los demás, un oratorio o capilla, donde se puedan celebrar las misas, aun en los días más solemnes, y puedan cumplir con el precepto de oír la misa las religiosas y demás personas que viven en la misma comunidad, y también los ayudantes del sacerdote celebrante.
La contestación que la misma Secretaría daba al Sr. presbítero Fernández está expresada en los siguientes términos:
“Su Santidad ha atribuido al arzobispo de Milán la facultad de condescender, con el consentimiento de las religiosas, que deben [elegir] capitularmente, con votos secretos, a dos o más religiosas salesas del Monasterio de Milán, como se hallara más conveniente, que puedan transferirse a la ciudad de Montevideo para la fundación del monasterio arriba mencionado. Que antes se provea, cauta y prudentemente, que si ellas quisieran volver al propio monasterio, les sean suministradas todas las cosas necesarias para su vuelta. Por lo demás, que el arzobispo prescriba para el viaje las debidas cautelas, para que no nazca algún inconveniente, y que una de las misioneras religiosas sea destinada para superiora, y otra para maestra de las novicias”.
Mientras que todas estas cosas pasaban en Roma, se alternaba una correspondencia de cartas entre la superiora del Monasterio de Milán y el Sr. presbítero Fernández; la primera proponiendo sus dudas, y, el Sr. Fernández, allanando las dificultades.
Cinco meses estuvimos esperando la decisión de la corte romana, siempre en la perplejidad de si sería favorable a la fundación, u opuesta. ¿Cómo pintar lo que nuestros corazones probaban en todo este tiempo de dudas y de incertidumbres?
Desgarradas por unos sentimientos los más opuestos los unos de los otros, vivíamos en una especie de agonía. A pesar de todo esto, es preciso decir, para gloria de nuestro Divino Maestro, que no se oía sino este gemido, este suspiro: Señor, hacednos conocer vuestra santa voluntad. Aparejadas estamos a todo lo que queráis de nosotros.
Mientras tanto las plegarias, las devociones, se sucedían sin cesar; procesiones, comuniones, prácticas de virtud, novenas, todo era dirigido al mismo fin. Jesús, María y José, los santos ángeles, nuestros santos fundadores eran continuamente invocados. Sí, nos complacemos en recordarlo. Esta pequeña casa debía ser el resultado de la oración: pueda un tal recuerdo empeñarnos a ser verdaderamente almas de oración.
Sin embargo, el enemigo de todo bien no dormía. Todas las obras de Dios están siempre perturbadas por sus astucias y sus tentaciones.
El alma que Dios había juzgado digna de llevar a cabo su designio (nuestra amada fundadora Luisa Beatriz Radice), dotada de una perspicacia extraordinaria, no podía ignorar las innumerables dificultades que parecían oponer a su obra unas barreras inexpugnables. Sola en desconocer el fondo de capacidad y de fuerza que Dios había puesto en ella, se creía enteramente incapaz de tal empresa. Así se ve acometida del temor, del desaliento y de un exceso de aflicción de espíritu, difícil de expresar.
Pero la voz de la obediencia y la confianza en Dios triunfaron, y su generosidad nos asombró otro tanto, cuando estábamos conmovidas de sus penas.
Al fin, el Sr. presbítero Fernández, con carta 16 de marzo de 1856, escribía, excusándose, que se había demorado mucho en contestar porque no lo hubiera podido hacer regularmente sin haber podido alcanzar antes el éxito de las diligencias con Su Santidad, lo que había conseguido favorablemente solo desde pocos días.
Y por eso, en el momento mismo en que recibía el decreto de aprobación, lo transmitía al señor arzobispo de Milán, con todas las licencias y las letras de fianza respectivas a este asunto, con la petición por la exclaustración de las religiosas.
En dicha carta el Sr. presbítero Fernández pone primero un grande elogio en favor de las religiosas salesas de Milán por el celo, prontitud y nobleza de ánimo con que acogieron la petición que él les hizo, como asimismo por el valor y generosidad en arrostrar los peligros y cualquier obstáculo para ejecutar la inspiración y los designios del Señor, conociendo de todo eso que fue voluntad de Dios que las fundadoras del nuevo Monasterio de Montevideo saliesen de Milán.
En cuanto al número de religiosas que deberán salir para América, manifiesta que, por vistas económicas, él había llevado fondos calculados solamente en proporción del viaje de tres religiosas y una sirviente, sacándolas de España, donde se había pensado primero en buscarlas, y desde donde se hubiera gastado solo la mitad de lo que precisaba por igual número de personas desde Milán a Montevideo.
Sin embargo, si a la reverenda madre superiora le pareciera mejor, podrían salir de Milán cuatro religiosas y una sirvienta que las sirviera en el viaje, y tuviera alguna habilidad para poder en seguida ser agregada a la misma comunidad. Dice también que dichas religiosas podrán llevar, y será muy bueno que lleven todo lo que vean les pueda ser útil, conveniente y necesario. Y que él, en calidad de encargado por las señoras de Montevideo, estaba en obligación de proveer a todo lo que fuera necesario para el monasterio que se iba a erigir: todos los gastos de viaje, permanencia, muerte, y para la vuelta si fuese necesario (lo que Dios no quiera permitir), porque deben ir determinadas a quedarse hasta la muerte, excepto algún caso extraordinario que no podemos prever.
Al fin, el mismo Sr. Fernández acaba con decir que no obstante todo lo expuesto, se remite y se sujetará a todo lo que la reverenda madre superiora determine después de haber consultado la voluntad del prelado eclesiástico, y que espera recibir pronto el deseado permiso de ir a buscar a las religiosas, recibir sus órdenes, y ponerse a su disposición para todo lo que fuera necesario y conveniente para la comodidad y seguridad de las religiosas que deben partir, y para tranquilidad de la superiora que las envía.
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