Comenzó la Cuaresma, tiempo de preparación para la Pascua. Escribe el P. Gonzalo Abadie.
La Cuaresma se abre con la imagen del desierto, la portada que nos aguarda el primer domingo del tiempo litúrgico, invariablemente. Con los calores elevados del presente mes de febrero, será más elocuente todavía.
Lógicamente, el desierto al que nos quiere conducir el Señor tiene una naturaleza espiritual, no topográfica. La Palabra de Dios se vale, precisamente, de los símbolos elementales y materiales que nos rodean, para conducirnos seguidamente a un territorio invisible, pero más real todavía: “no existió primero lo espiritual sino lo puramente natural; lo espiritual viene después” (1 Cor 15,46). Es la fe que permite ver ese mundo que está detrás de la figura de este mundo.
Cuando esto sucede, cuando una realidad material se presenta ante nosotros con la capacidad para hacernos pasar para el otro lado, adquiere la categoría de símbolo. Es cierto que esas realidades naturales ―la tierra, el camino, el cielo, el arriba y el abajo, el agua, el sol y la luna, la noche, el trueno o el relámpago, un corderito, una serpiente, el silencio o el fuego…― se presentan como imágenes, es decir, como elementos captables por alguno de los sentidos. Son muy expresivos, pero pueden no serlo tanto, y hasta incluso permanecer mudos.
«El desierto al que nos quiere conducir el Señor tiene una naturaleza espiritual, no topográfica»
Hay quienes permanecen insensibles ante un atardecer maravilloso. Da lo mismo. Un paseo junto a un amigo bordeando un río que se va iluminando y arremete con el fragor de la corriente, o atravesando el viejo sendero que se adentra por un bosque añoso y melancólico. Tanto da. Sí, eso sucede, es un hecho cada vez más frecuente. Una luna que se derrite y desparrama como un queso apetitoso sobre la línea de la costa, o arriba de la ventana. ¿Para qué sirve? Mirar desde un puente el valle que se extiende, frondoso, siguiendo el curso cristalino de unas aguas, y se pierde allá al fondo donde pega el codo… ¿Y a mí qué?
Se ve, se oye, se siente, se toca, se huele, pero como si se fuese un animal, no una persona. Los filósofos dirán que se va perdiendo la capacidad contemplativa, el poder ver más allá. Las cosas están ahí, pero han dejado de ser signo, de indicar un sentido, de vincularse con algo más emocionante. El mundo tecnocrático y consumista ha echado un velo espeso sobre el mundo. Las cosas se interponen ciegas y mudas, a la espera de ser devoradas o vendidas o compradas, o simplemente echadas al tacho de basura. El humano se va deshumanizando, va perdiendo el sentido, la orientación. Las cosas no son signo, no señalan hacia ninguna parte.
Por el contrario, cuando una imagen ―algo que vemos, oímos, etcétera― entra en relación profunda con uno mismo, se va transformando en símbolo: desplaza la atención hacia un significado que sugiere, pero no explicita. El ser humano se encuentra así frente al misterio. Eso escondido que se insinúa de modo brumoso, sin rostro, sin identificarse claramente.
Entre paréntesis: la liturgia resulta perfectamente aburrida cuando los que acceden a ella no han descubierto los símbolos, es decir, cuando no han tenido una catequesis como la gente. De ahí se sigue un segundo desorden: cambiar la liturgia porque “la gente no la entiende”. Para nuestra desgracia eso ha sucedido en las últimas generaciones, y el cambio de rumbo no se avizora todavía, aunque será inexorable.

El tiempo de Cuaresma comienza con el Miércoles de Ceniza. Fuente: Romina Fernández
El símbolo es invisible incluso entre muchos sacerdotes, al parecer. La reciente declaración de la Santa Sede ―Gestis verbisque― pidiendo que cese la farra en la celebración de los sacramentos, muestra el grado de ignorancia simbólica de la que estamos hablando, que equivale a decir falta de fe. La catequesis no está consiguiendo iniciar en el símbolo al que pertenece el cristiano. El credo no es una enseñanza gnóstica. Es, por cierto, la síntesis de las verdades de la fe, pero a las que se accede participando vivencialmente en ellas. Es llamado también, precisamente, ‘símbolo’ de la fe, porque etimológicamente esta palabra indica la mitad de un objeto partido en dos (Catecismo n.º 188). El credo es la mitad que no puede ser descifrada cabalmente si tú no aportas la mitad faltante. Enseña cosas, en el mejor de los casos, pero no vincula al misterio, que en nuestro caso tiene rostro: Jesús, que vive en el Espíritu y nos conduce al Padre.
La Carta a los Colosenses lo resume así: “Cristo es la Imagen (= Símbolo) del Dios invisible” (1, 15). La constelación de símbolos que vamos descubriendo, que se van revelando, se elevan y reciben la luz del Símbolo al que remiten: Jesucristo, la Imagen de Dios. Si pudieras mirar bien a Jesús, entonces verías a Dios.
El desierto es el gran símbolo que acompaña la Cuaresma. En el Evangelio de Marcos la escena aparece al comienzo, en lo que sería el prólogo del libro. Como si dijera: este libro trata de esto, tendrás que llegar hasta el final para comprender lo que aquí se adelanta. Jesús es tentado durante todo ese tiempo, y vive entre las fieras. ¡Una lucha! El oyente o el lector pensará: a mí me sucede también eso. Los salmos se refieren a menudo a las fieras, en el sentido de adversidades cualesquiera sean, enemigas y objetivas, o interiores y subjetivas. Problemas, conflictos, dificultades con ciertas personas, o en el trabajo, o en casa. Pero también pasiones instintivas, rencores, iras, tristezas o envidias… El mundo tiene su aspecto inhóspito, la dimensión en que te sentirás solo, que te insta a tomar una decisión y en la que las tentaciones no cesan. El número cuarenta, también simbólico, es la cifra de esta existencia, el tiempo en que estamos de paso, como peregrinos. Es la cifra de la pobreza, es el desierto en números. Lo provisional, lo pasajero.
«El número cuarenta, también simbólico, es la cifra de esta existencia, el tiempo en que estamos de paso, como peregrinos»
Por lo tanto, la escena pretende entrar en contacto con quien escucha el evangelio. ¿Cómo vivir la vida? Porque toda esta vida es un desierto, por donde la mires, dice la Cuaresma; “un valle de lágrimas”, recuerda el Salve Regina. “Recuerda que eres polvo, y en polvo te convertirás”, sentencia el sacerdote marcando nuestra frente. No te engañes, mirá cuánta pobreza te rodea, mirá tu fragilidad. ¿Qué podrás decir de tus pecados, de lo que no has conseguido, de tus ilusiones marchitas, de lo que ha quedado atrás, de los que ya no están? La enumeración podría ser interminable.
Es cierto, la Cuaresma busca hacer contacto con la miseria de la naturaleza humana, pero no tiene el centro en ella. El centro y meta de la Cuaresma es cómo Jesús logra cambiar las cosas en ese mismo territorio en que vivimos todos. Cómo se hizo uno de nosotros, pero venció. Pareciera que el desierto se transfigura en el paraíso, tal como señalaban las profecías mesiánicas en el Antiguo Testamento: los ángeles le sirven, las fieras no son hostiles, sino que conviven pacíficamente. Porque la Cuaresma es una flecha que se clava en la Pascua.
«El centro y meta de la Cuaresma es cómo Jesús logra cambiar las cosas en ese mismo territorio en que vivimos todos»
Por eso esta escenita se dirige a todos los que están poniendo su mirada en Jesús, como una esperanza. ¿No te gustaría cruzar tu desierto hacia el agua que brota de la Pascua? Bueno, estamos en la puerta del Evangelio, sigamos el camino, y también verás las fieras apaciguarse, los ángeles servirte, y a Satanás sin poder sobre ti. Y a los bautizados les recuerda que Cristo los ha participado de esta victoria. Pero a su vez los invita a poner la otra mitad. Por esto, en la Cuaresma, “sufrimos con él, para ser glorificados con él” (Rm 8, 17).
La Cuaresma tiene estas dos grandes dimensiones. Por un lado, la bautismal: renová tu participación en el misterio de Cristo, quien, para vencer su desierto, se guió por la Palabra de Dios, rezó, ayunó e hizo todo con amor. Sin esto, el desierto, en lugar de volverse paraíso, podrá convertirse en un infierno. Y la otra, la penitencial, el dirigir la vida hacia la meta, hacia la pascua, con un corazón puro. Y, entonces, brotará la fuente de la salvación.