Cuarta entrega de la serie sobre Dante Alighieri, al cumplirse 700 años de su muerte.
Por el P. Gonzalo Abadie
Una colección de repulsivos seres brutales, fantásticos y mitológicos, aguardan al lector y custodian las periódicas fronteras de la degradación humana que se deben trasponer para descender por la tétrica espiral cónica que se va adentrando y estrechando en torno al abismo infernal, hasta que se avisten las murallas de la ciudad de Dite, a cuyas puertas una multitud de ángeles caídos se ha concentrado tumultuosamente para impedir que el intruso ―Dante―, que pertenece al mundo de los vivos, pueda franquearlas, acompañado de su guía, Virgilio, el cual no hace en todo este asunto sino cumplir con un pedido que procede de allí donde se puede lo que se quiere («colà dove si puote ciò che si vuole»), y en el que han intervenido tres mujeres: la Virgen María, santa Lucía, y, por supuesto, Beatrice, la cual había ido hasta el limbo a buscar el auxilio del poeta latino: “Soy Beatriz la que te manda que vayas; vengo del lugar adonde deseo volver y es el amor quien me mueve y me hace hablar”.
Dante ha decidido emprender este viaje espiritual para escapar de la situación lamentable en la que se encontró hacia la mitad de la vida, y que nos ha dado a conocer bajo la imagen de una selva oscura, áspera y densa, encajonada en un valle desde el cual no ha conseguido remontar la ladera de la colina, en cuya cima brilla la luz, porque unas fieras amenazantes le cierran el paso. Se ha dado cuenta de que está atrapado y perdido, aunque no sabe cómo sucedieron las cosas, cómo desvió la senda correcta que finalmente lo condujo a un estado tan desesperado en el que ya no es posible ver con claridad nada, y en el que sus propias fuerzas ya no son suficientes para resolver la crisis y el miedo que lo tiene paralizado y con el corazón lleno de espanto. El reconocimiento de su propia oscuridad, y es de noche en la selva, lo preparó para atisbar una noche más grande, la que se cierne sobre el mundo entero. Como a san Pablo, como a tantos, en el momento en que abrió los ojos y alcanzó a contemplar el esplendor de la verdad, quedó cegado, fulminado, inoperante, animado apenas por la nostalgia del sol que había visto brillar en lo alto de la colina, y que no podía dejar de asociar con ese gran amor que Beatriz, fallecida diez años antes, le había hecho descubrir y registrar su memoria, y el significado de esa memoria, en la Vita nuova, en cuya última página se proponía decir de ella “lo que nunca fue dicho de ninguna” y expresaba el deseo de que su alma pudiera “ir a ver la gloria de su señora”.
La profecía se echaba a andar ahora de modos misteriosos. La encrucijada de la selva oscura impone ese límite en el que solo resta rendirse para siempre o pelear para salvar la vida, aunque esto último sea imposible sin auxilio. Dios siempre manifiesta su cercanía enviándonos a alguien que pasa por allí donde nos encontramos: “se me ofreció a los ojos alguien…”. En el caso de Pablo, fue Ananías, el hombre que en Damasco le dirá lo que tiene que hacer. En el de Dante, Virgilio, que le servirá de guía durante el primer tramo del viaje, y que le hizo saber que no se puede salir así no más de la selva tenebrosa: “Te conviene seguir otro camino si quieres huir de este lugar salvaje”. (Pertenece al lenguaje coloquial actual referirse a tal ambiente, o a la misma sociedad, como una selva). No existe una salida rápida ni indolora ni mágica. Es necesario entrar, caminar paso a paso, discernir, y decidir continuar. Dios te ayuda, te da una compañía para el camino, pero tendrás que luchar, enfrentar tus miedos y protagonizar tu propia redención con la ayuda de lo Alto. Este es el punto fundamental de la Divina comedia: tú decides el rumbo de tu vida. El viaje místico dantesco evoca aquel otro de Las moradas de la gran Teresa de Ávila, quien recuerda a sus hermanas que “pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino». Por eso la santa invita a entrar en la profundidad de la vida, porque la verdadera lucha no está fuera, sino dentro, y advierte que el comienzo de la travesía es duro, es una batalla: “¡Acábese ya esta guerra, por la sangre que derramó [Jesús] por nosotros lo pido yo a los que no han comenzado a entrar en sí y a los que han comenzado…!”. Dante, por su parte, se dispone “a sostener la lucha del cuerpo y del alma”.
El ingreso en el Infierno tiene pues como objeto salir de la selva sitiada por la pantera, el león y la loba, es decir, cercada por el enemigo espiritual. El bestiario que aguarda en los umbrales de los primeros círculos, son el portal que introduce a los peregrinos entre muchedumbres grotescas y horripilantes, y ellos mismos son el emblema de los hombres envilecidos por una existencia que prescindió del uso de la razón y sucumbió al instinto animal: “La abyecta vida que los hizo repugnantes los hace ahora irreconocibles”. Hordas amontonadas en submundos densos y lóbregos, cargados de un aire caliginoso y sin estrellas, hacinados o entrechocándose, o infligiéndose golpes o profiriéndose hirientes contumelias. Círculos infernales y fétidos, atufados por el hedor nauseabundo que sube irrespirable desde las simas del abismo, en que las almas animalizadas gritan, o lloran, o maldicen, se retuercen, lamentan o aúllan o chapotean o se revuelven en el lodo, o se desgarran, o yacen entre suspiros de tristeza sobre el lecho de las aguas muertas y apestosas de la laguna Estigia, haciendo burbujear su superficie en un extraño hervor repelente, perpetuando con exacerbación, y hasta el ridículo, las obsesiones por las que extraviaron la sensatez y “perdieron el bien del intelecto”, y sobre las que construyeron su existencia, como si quedaran vergonzosamente expuestas a la contemplación pública ―el ojo escrutador de Dante, y el del lector―, exhibiendo con impudencia la ruina que los arruinó. Las almas indiferentes y comodonas ―los ignavos― destinadas al vestíbulo del Infierno, los que jamás se jugaron por nada, corren ahora urgidos e incesantes tras una bandera anónima, acosados por avispas y moscones, como fanáticos de la causa por la nada: “vivieron sin vituperio ni alabanza. (…) Los cielos los rechazan por no ser bastante buenos y el profundo infierno no los admite, ya que alguna gloria recibirían de ellos los condenados”. Dante se va encontrando con su historia y sus contemporáneos, mientras nosotros no podemos dejar de encontrarnos con los nuestros, y con nosotros mismos, y sentir una inquietante interpelación a medida que se va desgranando el elenco de los miserables, como en un implacable examen de conciencia, como si el ojo escrutador de Dante se volviera sobre nuestras propias almas y nuestras propias culpas.
Allí está Ciacco (“el cerdo”), el banquero florentino y oportunista político, bajo una lluvia de agua inmunda, fría y fangosa en el círculo de los golosos, donde la adicción del hambre se sacia comiendo el granizado de barro maldito que cae eternamente, y que conversa con Dante acerca de la violencia y corrupción política en Florencia, un diálogo que parece insinuar que la voracidad de los “ciaccos” de las grandes finanzas es en realidad la de engullirse, ellos solos, lo que pertenece a todos. Allí están los derrochadores, condenados en un mismo foso, el cuarto, con los avaros, corriendo una carrera que los enfrenta entre aullidos furiosos, y que siempre vuelve a comenzar, y en la que se maldicen y reprochan: «“¿Por qué atesoras?”, y “¿Por qué derrochas?”». El afán de las riquezas los ha hermanado en el sufrimiento y la ofuscación pesadillescas, y aquellas no han sido sino una carga en su búsqueda de felicidad, y por eso estas almas van por el infierno oprimidas por grandes pesos en el pecho. Los unos prodigándose todos los placeres, dándose todos los gustos, atiborrándose de cosas; los otros, acumulando y escondiendo aquello cuya posesión estiman les dará seguridad, al punto de hacer crecer sus dineros por medio de la usura. “Todos fueron tan cortos de inteligencia”, explica Virgilio, “que no hicieron un solo gasto con mesura”.
Las diversas condenas son explicadas, invariablemente, como consecuencia de la desmesura, una incapacidad para saber valorar qué es lo importante en la vida para alcanzar la felicidad. Hasta que lleguemos a las puertas de Dite, nos encontramos con las muchedumbres de condenados cuya desdicha procede de la incontinencia, el desenfreno, el hecho de haber sometido la capacidad de pensar y decidir a las fuerzas instintivas. Son los “que someten la razón a la pasión”, como se dirá en la fosa de los lujuriosos, donde las almas son arrastradas y sacudidas al antojo de torbellinos caprichosos, como en vida sucedió a los cuñados Paolo y Francesca, asesinados por el rengo Gianciotto, esposo de esta, cuando los sorprendió en flagrante fornicio. Dante es taxativo e insistente en esto: al Infierno se llega por la libre decisión de renunciar al uso de la razón. Los primeros ―los incontinentes que hoy nos ocupan―, por subordinarla; los que vengan después, por ponerla al servicio de la maldad. Apenas llegados al Infierno, Dante le hace decir a Virgilio: “Hemos bajado al lugar donde te dije que verías a las gentes condenadas que han perdido el bien del intelecto” (“c´hanno perduto il ben de l´intelletto”), o sea, que han pedido el bien, que es la razón, y que han perdido el bien al que conduce el intelecto, que es la bienaventuranza del encuentro con el mundo de Dios. Cada cual decide lo que quiere. Por tal motivo no debe llamar la atención la inscripción tremebunda y solemne en las puertas del Infierno, en las que se da entender que se trata de una cuestión de justicia. Y tampoco debe sorprender que las muchedumbres apiñadas en las orillas del río Aqueronte ―los gentíos que han muerto recientemente―, y que Caronte, el barquero infernal de ojos enardecidos se dispone a cruzar para que les sea asignada la fosa correspondiente―, sientan ―después de un temor inicial que reina en esa playa del horror― el deseo de entrar decididamente y para siempre, en aquello que han elegido en su primera vida: “los que murieron maldiciendo a Dios se juntan aquí desde todas partes ―dice Virgilio―, dispuestos a pasar el río, pues la divina justicia los empuja y el temor se les vuelve deseo”.