Escribe Leopoldo Amondarain Reissig.
Cuatro domingos antes de la Navidad comenzamos con lo que se llama “el tiempo de adviento”. Son cuatro semanas en las que la Iglesia nos hace mirar al único acontecimiento que Cristo nos ha prometido y que todavía no ha realizado, que es su segunda venida en la gloria con la instauración definitiva del Reino de Dios. Y al mismo tiempo nos hace mirar hacia atrás para recordar la primera venida de Cristo y prepararnos a la celebración de la Navidad. De ahí que sea un tiempo original, porque empezamos mirando al futuro y terminamos mirando al pasado, es decir, lo anunciado por los profetas y realizado a través de la Virgen María en el portal de Belén.
Si bien es un tiempo corto, ya que dura cuatro semanas, tiene unas características que lo hacen muy especial. En primer lugar porque puede considerarse el tiempo del deseo con mayúscula, entendiendo el deseo con mayúscula como el tiempo de la oración.
En el libro del Génesis leemos: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza”. Por tanto, que la persona sea imagen y semejanza de Dios quiere decir que fue creada tomando como modelo el ser mismo de Dios. La consecuencia de esto es que la persona solo encuentra su verdadero ser en Dios. De aquí surge una verdad fundamental: que la medida del hombre no es el mundo, y que no hay ningún equilibrio ecológico, social, político, cultural, o histórico que lo pueda conducir a su plenitud, porque lleva en su interior una medida distinta de la medida del mundo.
San Agustín lo expresó muy bien diciendo: “Nos has hecho, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esto significa, que como estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no podemos encontrar nuestra plenitud total hasta que estemos plenamente con Dios y en Dios. Por lo tanto, tenemos un deseo escrito con mayúscula que es distinto de la cantidad de deseos con minúscula que también existen en nosotros. Este deseo con mayúscula es el deseo de Dios. San Jerónimo escribe: “no es un tenue deseo el que tiene el hombre de ver a Dios, sino que lo desea con un ardor parecido al de la sed”.
Evidentemente, muchas veces nuestra sociedad nos entretiene con multitud de deseos con minúscula. Incluso, llegan a entretenernos de tal forma que nos impiden descubrir en nosotros “el Deseo”, escrito en singular y con mayúscula. Deseo que está inserto en lo más profundo de nuestro ser, y que es el deseo de Dios.
La persona humana es un ser de deseo, porque está habitado por el deseo de encontrarse con Dios. Intuye oscuramente que solo en ese encuentro podrá alcanzar su identidad más personal y hallar su propia plenitud. Así lo expresa el Apocalipsis: “Al que tiene sed, yo le daré de beber gratuitamente de la fuente del agua de la vida. El vencedor heredará estas cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo”. Este deseo solo puede satisfacerse en Cristo, en la casa del Padre, y en la efusión del Espíritu Santo.
La sed que atraviesa el corazón del hombre solo puede ser saciada por Cristo, como él mismo lo dijo: “El que tenga sed, venga a mí; y beba el que cree en mí. Como dice la Escritura: De su seno brotarán manantiales de agua viva. Él se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él”. Evidentemente el Señor no hablaba de la sed del cuerpo, sino de la sed profunda que existe en el corazón del hombre.
Por otro lado, con nuestro esfuerzo podemos ir satisfaciendo los deseos con minúscula que vamos teniendo a lo largo de nuestra vida, como por ejemplo trabajar para conseguir una casa, un auto, hacer determinado viaje, o tantas otras cosas. Todos deseos muy válidos y alcanzables. Pero lo que no podemos darnos a nosotros mismos es la respuesta al deseo en singular y con mayúscula que hay en nuestro corazón, y que es el deseo de Dios. Lo que si podemos hacer es suplicarlo. Podemos ponernos de rodillas y orar, incluso sin saber exactamente lo que pedimos. Pero dándonos cuenta que hay en nosotros una profundidad y hondura que la satisfacción de los deseos con minúscula y en plural nunca van a colmar.
Lo propio de la persona humana es que aun estando satisfecha, no esté realizada. Porque satisfecho quiere decir que ha realizado todos sus deseos. Pero a pesar de haberlos conseguido, no está realizado, porque hay algo que es lo más importante, que está más allá de nuestros deseos.
De ahí que la oración sea el tiempo para ese deseo en singular y con mayúscula. Es el tiempo en el cual tomamos conciencia de esta verdad sobre nosotros mismos. Es decir, tengo un montón de tareas que hacer, pero me detengo y hago silencio para clamar desde lo profundo de mi corazón hacia aquel que puede saciar lo que sé anticipadamente que no quedará saciado, aun cuando haya hecho lo que tenía que hacer. Y me dirijo a aquel que puede saciar esa otra cosa. Eso en definitiva es la oración. Supone un tomar distancia frente a nuestros deseos y necesidades, poniéndolos entre paréntesis, para situarnos en otro lugar que está más allá.
Todos los seres vivos sacian sus necesidades, pero solo el hombre tiene otra cosa que lleva dentro de sí, que con sus propias fuerzas no puede satisfacer. Esa otra cosa es el deseo de Dios, el deseo de Cristo. Y la oración es el tiempo que uno dedica a rescatar esa dimensión que existe dentro de uno mismo, y a suplicar por ese deseo con mayúscula, que es deseo de Dios.
En el adviento la oración que más se repite es: “Ven Señor Jesús”. Maranatha es una palabra que quiere decir: Ven Señor Jesús. Así lo leemos en el libro del Apocalipsis, que termina diciendo: Ven Señor Jesús. De esta forma oraban los primeros cristianos, como vemos en la Biblia y en sus escritos. Pedían la vuelta de Jesucristo, porque se daban cuenta que hasta que no estuvieran con Cristo cara a cara no iban a estar felices del todo.
El adviento es el tiempo en el cual la Iglesia recoge esta dimensión de la vida del hombre y la pone de relieve. Y nos hace orar diciendo “Ven Señor Jesús”, para que tomemos conciencia de que es lo que nos falta, incluso cuando tenemos todo lo que deseamos.
Otro aspecto del adviento es el de ser un tiempo especialmente dedicado a la vigilancia. Recordamos las palabras del Evangelio de San Marcos: “Estén prevenidos, entonces, porque no saben cuándo llegará el dueño de casa, si al atardecer, a medianoche, al canto del gallo o por la mañana. No sea que llegue de improviso y los encuentre dormidos”.
El Señor empleó bastantes veces la imagen del señor o dueño de la casa que va a venir. Y cuando vuelva quiere encontrar a su gente preparada, y no durmiendo o preocupada en otras cosas. Y la actitud correcta para estar preparados es lo que se llama velar o vigilar.
Estas actitudes, humanamente hablando, se realizan de noche o cuando ha terminado el día. Quien vela se recuerda a sí mismo que cuando todo ha terminado, en realidad no ha terminado todo, porque falta algo. Y algo ciertamente tan importante que me quita el sueño. Así vela la madre que tiene un hijo de viaje. Así velan los amantes que están forzosamente separados. Velan porque les falta algo muy importante, que son los suyos.
Para velar hay que tener un deseo distinto de todos los deseos que se pueden saciar. En el fondo hay que tener el deseo de Dios. Si en mí está vivo el deseo de Dios, entonces velaré, entonces no me conformaré con la satisfacción de los demás deseos materiales, culturales, o del ámbito que sean.
Hoy en día vivimos en una sociedad de bienestar que nos da un mensaje de manera subliminal, diciéndonos: yo me encargo de todo y sacio todas las necesidades. Les doy comida, comodidades materiales, cultura, seguridad social, asistencia sanitaria y psicológica contra las angustias. Les saco la culpa de todo y les doy una buena jubilación. ¿Qué más quieren para ser felices?
Frente a ese planteamiento, el corazón vigilante responde: queremos a Dios. Queremos la verdad, el bien y la belleza totalmente armonizados. Queremos un mundo totalmente reconciliado, una fraternidad verdadera y sin mentiras. En una palabra: queremos el Reino de Dios y su justicia. Solo entonces estaremos de verdad contentos. Eso es lo que los cristianos le respondemos a la sociedad: que queremos a Dios y lo que solo él nos puede dar, que es toda la verdad, pero también todo el perdón y la misericordia.
En definitiva, la persona que está vigilante es aquella que mantiene la verdadera dimensión de sus anhelos, de su deseo en singular y con mayúscula, sin dejar que la sociedad la reduzca a la mera satisfacción de las necesidades materiales, económicas, psicológicas y culturales. Esta es la verdadera lucha que tenemos los cristianos en el mundo.
Nuestro corazón está inquieto porque todavía no tenemos a Dios. “Yo duermo, pero mi corazón vela” dice la esposa del Cantar de los Cantares. Y el corazón no debe dormir nunca porque el esposo, que es Cristo, no ha llegado todavía.
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Excelente. Gracias. Apunta a lo esencial de la VIDA.