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El adulto mayor del siglo XXI

Desafíos y posibilidades de los adultos mayores en el contexto actual
Los adultos mayores en el siglo XXI. /Fuente: Unsplash - Ekaterina Shakharova

El domingo 25 de julio se celebra la primera Jornada Mundial de los Abuelos y Personas Mayores, instaurada por el Papa Francisco. Por este motivo compartimos con ustedes una entrevista realizada, en el quincenario Entre Todos, a Ricardo Alberti: sociólogo, magíster en Gerontología social, especialista en Sociología del cambio, y Sociología de la familia, integrante de la Federación Iberoamericana de Asociaciones de Personas Adultas Mayores (Fiapam).

Ricardo, durante estos meses de pandemia, se ha hablado mucho de cuidar a los ancianos de nuestro país, cuidar a los abuelos, pero sin tomar en cuenta que, por su experiencia de vida, también ellos pueden cuidarnos a nosotros, enseñándonos a afrontar la adversidad, ya que los más mayores han pasado también por guerras, pandemias y grandes vicisitudes. ¿Qué nos pueden enseñarnos a las generaciones más jóvenes, para transitar un momento de crisis sostenida como es la pandemia del Covid-19?

 En verdad es así como dices, en esta pandemia nuestros adultos mayores están jugando un rol preponderante de sostén y apoyo desde una postura imperceptible. A veces, en cuanto sociedad, los vemos como a una desvalida víctima, cuando en realidad son “superhéroes” que están sosteniendo la casa donde vivimos, pero lo hacen sin entradas triunfales ni música de acción, no vuelan ni tienen fuerza descomunal, sino que poseen una capacidad humana casi extinta: la de haber vivido y aprendido, haberse caído y levantado cientos de veces, lo que les da una mirada comprensiva y a la distancia. Pero para no caer en una mirada telenovelesca, permíteme que te cuente la percepción de esta situación, desde una perspectiva sociológica.

La situación de Covid-19 pasó por la fase de epidemia y se convirtió en pandemia al momento de volverse un fenómeno global. Por primera vez en la historia de la humanidad un suceso sanitario viajó por todo el mundo igualando en vulnerabilidad a la humanidad entera. Vivimos epidemias y pandemias desde el origen de la humanidad, pero nunca viajaron tan lejos, ni cruzaron todos los océanos. Las epidemias como las guerras mundiales fueron en realidad regionales en sus impactos, y a veces hasta con resultados contradictorios, unos afectados y sus vecinos beneficiados.

Hoy la globalización socioeconómica y cultural se ha vuelto una globalización de la vulnerabilidad, más que nunca y por el lado más duro, nos hemos humanizado, hemos tomado conciencia de nuestra fragilidad, más allá de dónde vivamos y de quiénes seamos.

Aquí identificamos el primer aporte de nuestros mayores: la mayoría de nosotros no tomamos conciencia de nuestra fragilidad, hasta padecer alguna dolencia o dependencia, sea esta física, psicológica, social o espiritual, de forma temporal o permanente. Vivimos y trabajamos como si no tuviéramos cuerpo ni edad, y viviendo así, fuimos sorprendidos por un hecho (quebranto) que pasa raya en nuestra vida y la redefine.  

Solo quienes han vivido y experimentado una dependencia y han tomado contacto con su frágil naturaleza humana, están en condiciones de darse cuenta y aceptar la ayuda del otro como un gesto de amor. El dejarse cuidar, dejarse ayudar y dejarse acompañar, es uno de los primeros aprendizajes que las generaciones más jóvenes y activas debemos aprender urgentemente de nuestros mayores.  

Venimos de hogares donde las madres “no se enferman nunca”; no dejamos de trabajar hasta que los hechos y médicos nos lo prohíben; no perdemos un compromiso por unos “quintos de fiebre”. Solamente las personas adultas mayores saben “cuidarse, para cuidar al que los cuida”.  

El segundo elemento de aprendizaje de nuestros mayores tiene que ver con la percepción de futuro y el manejo de la ansiedad. Cerramos cada una de las jornadas con un “reporte de guerra”, alegrándonos paradójicamente cuando baja el número de fallecidos, contagiados, etc. Pero nunca nos alegramos de haber conquistado un día, de haber hecho algo por alguien, de que haya gente recuperada, etc. Las personas adultas mayores con una amplia experiencia vital no piensan en el futuro con fechas, períodos o metas. Ven el futuro como deseo sin tiempo ni espacio, en que futuro y esperanza se confunden; “cuando volvamos a estar juntos”, “ya nos vamos a poder abrazar”, etc.

Los adultos mayores y la tecnología

El tercer impacto, y para mí el más significativo, ha sido el salto cuantitativo en el manejo, por parte de los mayores, de las tecnologías de la comunicación.  

El 13 de marzo de 2020 nadie se imaginaba el salto tecnológico que nuestros adultos mayores harían. 

Los que trabajamos en temas gerontológicos e incursionamos en la proyectiva (proyectar los cambios a un futuro), sabíamos que para ver personas adultas mayores manejando tecnologías, debíamos esperar a que los nativos tecnológicos (quienes nacieron en la era de la tecnología) envejecieran. Estamos hablando de al menos unos treinta años hacia adelante (2050).

Hasta marzo del 2020, sabíamos que los teléfonos inteligentes y las computadoras en las casas de las personas de cuarta edad (75 años a más), experimentarían el mismo destino que los microondas regalados por los hijos y nietos, que eran utilizados para calentar leche o sopas y descansar debajo de una hermosa mantilla tejida a mano.  

Algunos más avezados y con espíritus inquietos, comenzaban a explorar los mensajes de WhatsApp, solo para mantener comunicación y para recibir La palabra en vos.

Tres meses bastaron para que pandemia, aislamiento social y cuarentenas, impulsaran a que “generaciones antitecnológicasvencieran miedos y tabúes para poder vernos, escucharnos y encontramos.  

La abuela no solamente sacó el teléfono del cajón de la mesa de luz, sino que comenzó a realizar video llamadas, compartir chistes por WhatsApp, participar en misas por Facebook o verlas en un canal de YouTube. Ni Steven Spielberg se esperaba esto. 

Mesas amorosamente vestidas con manteles, crucifijos, velas, rosarios y celulares con celebraciones religiosas pasaron a ser cotidianas.

Los deberes de los nietos con la abuela o abuelo ayudando desde la pantalla de la “compu”.  Las comidas de las “burbujas familiares” con computadora en la cabecera donde se compartía todo, menos el espacio físico.

Las videollamadas de la noche “para ver cómo están y cómo pasaron el día”, y una inmensa cantidad de momentos traducidos a bits.

El vencer el miedo era una parte importante, pero el aprender el manejo era otro paso de apertura no solo afectiva, sino principalmente intelectual. Se ha comprobado fehacientemente y en carne propia que el ser humano nunca deja de aprender y de crecer. La revolución no es el uso de tecnologías, sino vencer el miedo y la incertidumbre por mantenerse en contacto. Un acto que solo se hace por amor.

Este paso admirable tiene una dimensión que no se nos puede escapar: el miedo y la apertura al aprendizaje, fue por parte de la persona mayor; pero la enseñanza, tolerante y reiterada, tuvo otro actor importante, y de otra generación: hijos, nietos, vecinos, hijos de vecinos, etc., fueron impecables, pacientes y amorosos educadores (hacedores) de este “pequeño paso para el adulto mayor pero un gran salto para nuestra comunidad. 

Es muy cierto lo que dices, Ricardo. Vemos grandes cambios en las personas mayores, y lo vemos más allá del contexto actual de pandemia. Décadas atrás, una persona se jubilaba y su “destino” era cuidar nietos, o sentarse en la plaza a ver pasar las tardes. Si bien eso puede ser muy saludable, hoy vemos con mayor frecuencia a las personas mayores, una vez que se jubilan, comenzar nuevos emprendimientos, concretar un segundo o tal vez un tercer proyecto de vida. ¿Cómo se analiza desde la desde la sociología, los cambios de mentalidad del adulto mayor en las últimas décadas? 

La sociedad sigue con el concepto de persona jubilada de principios del siglo pasado, cuando el lapso entre la jubilación y el fallecimiento era muy pequeño y la salud de las personas que se jubilaban era frágil y sin intervención de la medicina preventiva.

Hoy en Uruguay una persona que se jubila tiene un promedio de sobrevida de veintidós años, toda una vida, pero esta vez sin “deberes”. 

Desde que nacemos nos formamos para una sola cosa: trabajar y ser productivos. Nuestras familias se esfuerzan en enviarnos a la mejor escuela posible, a un liceo “bueno”, y si es posible privado, que nos abra paso a una carrera ―en lo posible universitariapor la que podamos acceder a un buen trabajo, que a su vez nos permita “tener una linda familia”. 

El paradigma del trabajo como único “sentido de vida” se ha incorporado en nuestra sangre y nuestras instituciones. Hasta las escuelas tienen formatos de futuros trabajos: horarios, jerarquías, conductas de trabajo por objetivo y productos notas, recreos, premios y destaques, etc

Lamentablemente nunca, hasta ahora, nos habíamos dado cuenta de que no estábamos formando únicamente trabajadores, sino personas que debían realizarse, no solo en lo laboral sino también en lo humano y espiritual, donde pudiéramos aprender a superar un problema, a levantarnos cuando nos caemos, a ser agradecidos con las personas que nos rodean, a valorar una buena amistad, a superar una pérdida, a volver a empezar, a querer al prójimo como a nosotros mismos y a querernos a nosotros mismos. Sin duda, al escuchar esto recordamos la importancia de la familia, pero ¿dónde aprendemos a ser familia?

Hemos vaciado la vida familiar, ingresando cada vez más temprano a nuestros hijos a instituciones ―varias y simultáneas, trabajando más horas para asegurarles una buena educación que les brinde lo que nosotros mismos les estamos quitando. En el mejor de los casos, este círculo vicioso solo es quebrado por la figura de los abuelos en el sentido amplio (cualquier persona mayor familiar o no, que pueda dedicar tiempo y atención exclusiva a los niños, jóvenes o adultos).

Con esto quiero decir que el segundo proyecto de vida no debe ser banalizado como una lista de actividades recreativas, formativas y gratificantes. 

El segundo proyecto de vida de las personas que se jubilan, la mayoría de las veces encierra un proyecto de apoyo familiar, humano y espiritual. El disponer de unas horas por semana, el cubrir una eventualidad, el tomarse tiempo para llamar a alguien sin motivo, acompañar al médico, sentarse a conversar sin tiempo, etc., son dignos insumos para proyectos de vida.

Sabemos hoy cuánto cuesta la hora de un albañil, de un médico, de un empleado y hasta de un futbolista, pero ¿cuánto cuesta la hora de una abuela o abuelo que vive para la persona cuidada (niño o mayor), y que tiene “más de sesenta y cinco años de experiencia de vida, formación permanente en la atención y cuidado y habilidades varias”. Sin duda la repuesta es impagable

En Uruguay una persona jubilada ―si se le antoja― puede estudiar la carrera más larga y complicada, aun en este país se puede y a partir de aquí todo lo que desee. Quizás por primera vez en la vida se nos pone una hoja en blanco delante y en vez de hacer una redacción de cómo fueron mis vacaciones, la consigna sea cómo quiero vivir mi segundo proyecto de vida.

Todo esto que tú vienes hablando, también nos hace reflexionar sobre la necesidad de aggiornar la concepción de una pastoral del adulto mayor. Tiempo atrás era común asociar la pastoral de la tercera edad, con la pastoral de la salud o la pastoral de los enfermos. Aún vemos esta realidad presente en algunos lugares del mundo. Sin embargo, por lo que venimos conversando, la realidad de las personas mayores ha cambiado en las últimas décadas de forma vertiginosa. ¿Cómo concebir una pastoral para el adulto mayor en el siglo XXI?

Agradezco mucho esta pregunta porque es una preocupación muy grande que tenemos hace varios años. Seguimos asociando la pastoral del adulto mayor con la pastoral del enfermo, un mito que ya ha sido erradicado de la sociedad, donde se considera a la persona adulta mayor como sinónimo de enfermedad y deterioro.  

Si bien cada vez que sumamos un año a nuestra vida el desgaste físico es mayor, hoy sabemos que son muy pocas las patologías propias de la edad, ya que el resto son patologías que traemos con nosotros desde nuestra infancia o juventud, o fueron apareciendo por los hábitos incorrectos, también vividos desde la infancia. 

La gente se sorprende cuando se entera del porcentaje de adultos mayores viviendo en instituciones de larga estadía ―residencias y hogaresSi desafiáramos a los lectores a que adivinaran el porcentaje de personas mayores que viven en estas instituciones, ¿Qué dirían?: ¿50%?, ¿40%?, ¿30%?... ¿10%? Es posible que se sorprendan con la respuesta real: solo el 3,5 % de nuestros adultos mayores viven en estos lugares.

Lo mismo pasaría con la percepción de personas mayores dependientes.  

La moraleja es que más del 96% están en sus casas, en soledad parcial o total, o bien en compañía de pareja o ―y― de la familia. Y de estos, más del 85% tienen condiciones de salud aceptables y autonomía total o parcial. 

Y la tercera noticia de asombro,ç es que la inmensa mayoría se encuentra activa, inserta y atenta a la vida familiar y social.  

Después de decir esto, vemos la incoherencia de tratarlos como enfermos, dependientes y demenciados.  

El primer paso para una justa pastoral del adulto mayor, es no confundirla con la enfermedad, la demencia o deterioro. Si bien se consideran estas posibles condiciones, no es correcto hacer generalizaciones.

Otra incoherencia es considerar a la persona adulta mayor como objeto pasivo de cuidado y solidaridad. Solo basta ver nuestras parroquias, nuestras comunidades, nuestras familias y sociedad.  Si por un momento imagináramos que sale una ley que prohíbe a toda persona mayor de sesenta y cinco años realizar actividad alguna, en ámbitos particulares o comunitarios: ¿acaso no deberíamos cerrar inmediatamente parroquias, comunidades religiosas, organizaciones sociales y culturales, instituciones públicas y privadas, cámaras parlamentarias y hasta familias enteras?

A partir de aquí, de este examen de coherencia, deberíamos pensar una pastoral del adulto mayor que no considere a los integrantes como enfermos, dependientes o demenciados. Y menos como objetos pasivos, sino que los vean como actores relevantes de la solidaridad intergeneracional. 

De aquí surge la revolución de las pastorales de los adultos mayores del siglo XXI, que el mundo ha comenzado a experimentar, pastorales que toman una acción promocional humana y solidaria con sus congéneres, con la misma pasión y entrega que prestan servicio y asisten a otras generaciones, utilizando una riqueza incalculable e invalorable, que es la experiencia de vida. Pastorales de adultos mayores que velan por el crecimiento personal, humano y espiritual de los mayores, a la vez que impulsan lo mismo en otros grupos. Pastorales de adultos mayores que promueven y crean servicios, y que a la vez dignifican a colectivos que no tienen trabajo o son discriminados por género, raza o condición social; que fomentan el afecto intergeneracional, que da origen al respeto mutuo; que reflexionan sobre la realidad social y política, proponiendo futuros posibles.

En resumen, pastorales de mayores que comparten con todos la riqueza y el don que Dios les ha brindado, el de vivir. 

Nuestro Uruguay hoy está bendecido por una población abundante de personas adultas mayores sanas, activas, generosas y con fe. Depende de nosotros crearles el espacio pastoral, para que continúen su proceso de crecimiento y derramen su experiencia de vida sobre las otras generaciones.

Commentario(1)

  1. Excelente reportaje hacia las personas Mayores. Felicitaciones al Sicólogo Ricardo Alberti says

    Excelente reportaje hacia las personas Mayores. Felicitaciones al Sicólogo Ricardo Alberti
    Saludos desde Chile.
    Juana Marchant Iturra

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