Reflexión sobre el tiempo de Adviento. Escribe el Pbro. Gonzalo Abadie.
La pregunta de Dios resuena inevitable en los oídos de Adán y Eva, en cuyos corazones se agita algo nuevo y desagradable: la culpa. El jardín se ha convertido ahora en un lugar en el que se sienten como extraños, avergonzados, lejanos, desnudos. Será, a partir de este momento, el paraíso perdido, el de la inocencia rasgada, el de la oportunidad desechada, el de la confianza traicionada. Lo que pudo ser y no fue. Lo que estuvo al alcance de la mano, y se arruinó. La belleza que se entrevió y luego nos abandonó. Lo que ya no está y, sin embargo, persiste, anclándonos, como una molesta melancolía, o una utopía envenenada, ilusoria, o un deseo irreprimible, que empuja hacia adelante, a pesar de todo. Algo de lo que huir para siempre, por imposible, o, por el contrario, que no se puede dejar de soñar, de buscar, de esperar.
La experiencia del paraíso perdido nos habita, nos determina, nos acecha. La narración del Génesis se multiplica y personaliza en los divanes terapéuticos, en las lágrimas lloradas a solas, en los abrazos en que retenemos a quien quisiéramos siempre con nosotros, en las fábulas con que nos embaucan las ideologías, en las historias que se susurran en los confesionarios, en tantos momentos de un mundo roto o a punto de romperse en que tocamos eso que la fe llama ‘el pecado original’, lo que se ha roto allá en el mismo origen, en el propio comienzo. Tocamos, y duele. Todos somos Adán, todos somos Eva. Es esta dolorosa experiencia, difícil de anestesiar, que ha sido entendida como un destierro, como un valle de lágrimas. Allí vemos a Adán y Eva marchándose cabizbajos, expulsados del Edén.
Desde entonces, afirma el Génesis, la rastrera serpiente perturba el camino de los hombres, siempre pronta a acometerlos en el talón e inocularles el vil veneno. En esa lucha anunciada participamos todos, aunque no lo queramos, en la antigua lucha entre la descendencia de la serpiente y la de la mujer. “Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la suya. Ella te aplastará la cabeza”, dice Dios a la serpiente. ¿A quién se refiere? ¿A la descendencia? En tal caso, la alusión puede estar dirigida a la humanidad toda, o al pueblo de Dios. O quizá la referencia pudiera recaer en una descendencia singular, personal, que la historia de Israel identificará en la figura del Mesías prometido y esperado, que habría de traer la salvación. Finalmente, el pronombre podría señalar a ‘la mujer’, y no a la descendencia, por lo que la fe cristiana puso su mirada en María, quien es representada, en muchas imágenes, en efecto, aplastando la cabeza de la serpiente, dando origen así a una nueva estirpe, una nueva humanidad, que la tiene a ella por Madre, por nueva Eva. En la cruz le dirá Jesús, poco antes de morir: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”, en referencia al discípulo amado. Yo no seré vencido ―parece decir Jesús, agonizante en la cruz― yo viviré en él, me encontrarás en él.
«La experiencia del paraíso perdido nos habita, nos determina, nos acecha»
En la cruz, el lugar de la batalla, de la antigua batalla, en el aparente lugar de la muerte, surge la vida, una nueva descendencia. En Cristo y en María allí presentes, la fe reconoce un nuevo punto de partida, un nuevo Adán, una nueva Eva, y la posibilidad, otra vez, de habitar el jardín.
En estos pocos versículos que nos presenta la liturgia en la fiesta de la Inmaculada Concepción está contenida la caída del hombre, así como un combate incesante y misterioso contra la serpiente, que quiere comerle los talones, hacerlo trastabillar, y, de acuerdo a la memorable escena que se despliega en el capítulo 12 del libro del Apocalipsis, que está decidida incluso a devorar a los hijos de la Mujer a punto de nacer al pie de la cruz, los hijos de la nueva estirpe, con el fin de hacer fracasar su confianza en Dios, y así impedir el acceso al jardín que se está recreando con la pascua.
Pero, más importante todavía, en estos versículos se anuncia la esperanza, como quedó dicho, de alcanzar nuevamente nuestro lugar en el paraíso perdido. El jardín, claro, es tan solo una imagen, poderosa, sí, pero apenas una imagen. Las Escrituras usan otros nombres para evocar esta realidad: el reino de Dios, la Vida, un nuevo cielo y una nueva tierra, la Nueva Jerusalén, la nueva creación… En fin, no hay palabra que pueda nombrar esa melancolía, esa nostalgia del paraíso, que gracias a la Mujer y a su Hijo se convierten ahora, también, en esperanza, y una esperanza que nos salva, es decir, realmente efectiva, presente, influyente para los que creen en ella. Una esperanza que nos libera de la melancolía, del agujero negro.
«En la cruz, el lugar de la batalla, de la antigua batalla, en el aparente lugar de la muerte, surge la vida, una nueva descendencia»
En su carta Spe salvi, precisamente, Benedicto insiste en esta realidad, de que ya gozamos de eso que esperamos, de ese jardín que aguardamos. Por eso, bien entendida, “la fe es la garantía de los bienes (el jardín) que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Hb 11, 1). La fe es la experiencia misma y actual de eso que será más a lo grande, es cierto, un más con potencial y horizontes gloriosos, insuperables, pero, entre tanto: “Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una ´prueba´ de lo que aún no se ve”.
Sabemos de qué se trata, y al mismo tiempo no lo sabemos, porque todo nos sabe a poco, aunque ese puñado sea tanto y tantísimo, un verdadero tesoro. Sabemos que es un puñado de vida, sí, y la apetecemos, la gustamos, pero, mientras lo hacemos, nos vemos como desengañados, porque sabemos que hay más, y que eso es tan solo una huella, pero el camino se proyecta otro tanto, y luego, otro tanto todavía… Ese más va siempre tirando hacia ese más allá. Y podemos decir que esto es lo que celebramos en el Adviento: lo que ya ha llegado, lo que sigue llegando, y lo que llegará de modo abrumador entre trompetazos y fanfarrias.
San Bernardo nos ayuda a comprender también así el modo en que la vida de Cristo, que es Cristo mismo, llega a nosotros: “Sabemos de una triple venida del Señor. Además de la primera y de la última, hay una venida intermedia… En la primera venida, el Señor vino en carne y debilidad; en esta segunda, en espíritu y poder; y, en la última, en gloria y majestad”.
«La fe es la experiencia misma y actual de eso que será más a lo grande…»
En este tiempo el Señor nos hace oír su voz: “¿Dónde estás?”. Es una pregunta profunda, existencial. ¿Te das cuenta que yo estoy siempre yendo hacia ti, a favor de ti? ¿O estás como dormido y aturdido, viviendo como si no hubiese más que los problemas y tú, como si no hubiese más que los pequeños placeres y pasatiempos, o peor, pensando que nada puede cambiar, que yo no estoy? ¿Dónde está tu capacidad para buscarme, para verme, para encontrarme? ¡Despierten, aquí estoy yo!
El poeta holandés Pieter van der Meer de Walcheren, relató su conversión en el libro Nostalgia de Dios. Aquí dejo tan solo unas líneas, que dan cuenta de cómo él, ateo, lentamente comenzó a respirar la llegada de un mundo nuevo, que aún no tenía el nombre de Dios, pero se presentaba como un profundo deseo que se manifestó, de pronto, sorprendentemente, como nostalgia y esperanza al mismo tiempo. Él se encontraba en su jardín, cautivado por la llegada de la primavera, las primeras flores, una brisa delicada, la mirada y la sonrisa de Cristina, su mujer, la presencia de su hijo…:
«Mi corazón se quiebra de emoción y de amor. ¿Quiénes somos en el fondo nosotros, los hombres? ¿Quiénes somos, pues, que, insatisfechos incluso ante toda esta delicia, nuestros anhelos nos empujan más y más y nuestros sueños atisban eternos mundos inaccesibles? ¿Acaso hemos perdido algo? Bueno, vamos a dejarlo, no sea que ahuyente esta bella alegría que nos invade».
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2 Comments
Que linda reflexión! Gracias Padre Abadie!
En estos momentos de locura por fin de año y todas las actividades que eso supone sus palabras son un oasis de paz.
Muchas gracias. Muy linda reflexión