Hoy se celebra el Día Internacional del Libro.
Por Laura Álvarez Goyoaga
Hoy, 23 de abril, celebramos un nuevo Día Internacional del Libro, que bien podría definirse también como el día del lector, el día del escritor, e incluso el día de la creación literaria o la literatura. Es un evento que busca fomentar el gusto por la lectura, una afición apasionante y beneficiosa por excelencia para quien aprende a apropiarse de ella. Sabemos de antemano que cuando hablamos del Día del Libro no estamos pensando en libros de texto o técnicos, sino en la literatura de ficción. Esa que, como suele decirse, cumple la función de revelarnos verdades fundamentales acerca de nosotros mismos, por la vía de contarnos una serie de cosas inventadas sobre personas que nunca existieron.
El icónico escritor Umberto Eco, en más de una de sus obras se planteó esta pregunta: ¿Qué es la literatura y por qué importa que exista? Analizar sus profundas reflexiones al respecto excede los límites de este artículo, pero vale la pena detenernos en la conferencia del autor que se incluye en su libro Sobre Literatura. Allí Eco nos recuerda que, a pesar de los tiempos materialistas en que nos toca vivir, “Estamos rodeados de poderes inmateriales” entre los cuales incluye “el de la tradición literaria, vale decir, el complejo de textos que la humanidad ha producido y produce no con fines prácticos sino más bien ´gratia sui´, por amor a sí misma, y que se leen por placer, elevación espiritual, ampliación de los conocimientos”.
La gran enseñanza
Eco reseña una serie de funciones que la literatura reviste para nuestra vida individual y social, como ser, ejercitar el patrimonio colectivo de la lengua que hablamos: “La lengua, por definición, va donde quiere […] pero es sensible a las sugerencias de la literatura. Sin Dante no habría existido la lengua italiana unificada”. Señala además que “la práctica literaria pone también en ejercicio nuestra lengua individual”; y en un tercer plano recuerda que la lectura de obras literarias pone en juego los límites de la interpretación, ya que si bien “Existe una peligrosa herejía crítica, típica de nuestros días, de acuerdo con la cual se puede hacer lo que a uno se le antoje con una obra literaria […] No es cierto, […] para poder proceder en este juego, en el que cada generación lee las obras literarias de modo diverso, es preciso actuar movido por un profundo respeto hacia […] la intención del texto […]; el mundo de la literatura es tal que nos puede inspirar fe en la existencia de algunas proposiciones que no pueden ser revocadas por la duda, y nos ofrece por lo tanto un modelo, imaginario si se quiere, de verdad”. ¿A qué se refiere Eco cuando nos habla de un modelo imaginario de verdad? Sin dudas a que “Podemos hacer afirmaciones verdaderas sobre personajes literarios porque lo que les sucede está registrado en un texto”. Pero va más allá: está hablando de “el descubrimiento de que las cosas han sucedido, y para siempre, de cierto modo, más allá de los deseos del lector. El lector debe aceptar esa frustración y, a través de ella, experimentar el estremecimiento del Destino”.
Hoy escuchamos repetir como verdad revelada que todo es narrativa. Todas las grandes narrativas, o para adoptar las expresiones de Eco, “Todas las grandes historias nos dicen lo mismo […] La función de los cuentos ´inmodificables´ es precisamente esta: contra nuestro deseo de cambiar el destino, se nos hace tocar con la mano la imposibilidad de cambiarlo”. Y aunque lo he leído muchas veces, el cierre de la reflexión de esta conferencia siempre me impacta. “Necesitamos”, concluye el autor, “la severa lección ‘represiva’ de esos textos inmodificables”. Más que nunca incluso en épocas de narrativa hipertextual, relativismo y libertad creativa a modo de absoluto. Porque con su naturaleza inmutable, “Los relatos ‘ya hechos’ nos enseñan también a morir”. Esa, para Eco, es tal vez la más importante de las funciones de la literatura. Y no es una función menor.
Es mediante los símbolos que la literatura logra comunicar ideas y sentimientos, con impacto intelectual y emotivo.
Lectura y libertad
La literatura tiene sin dudas una función estética, al transmitir belleza a través de la palabra. También una social, al resumir los ideales y parámetros históricos de una época, y canalizar la toma de conciencia de los problemas sociales. Está por otra parte en la tapa del libro (valga la imagen en todo su alcance) su función cultural para afirmar y transmitir valores. Y sobrevolándolas a todas, está la función simbólica, mediante la cual, a través de una representación mental, podemos comprender la realidad mediante una representación convencional y arbitraria. Es mediante los símbolos que la literatura logra comunicar ideas y sentimientos, con impacto intelectual y emotivo.
«El que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho» decía Miguel de Cervantes. Gracias a los libros que leemos, desarrollamos nuestras propias ideas y opiniones. Cuanto más variado es el espectro de ópticas que tenemos como referencia, más desarrollaremos el pensamiento crítico, y seremos capaces de comprender la complejidad del mundo que nos rodea. Leer nos ayuda a comprender nuestro legado y nuestras circunstancias. Además desarrolla nuestra imaginación y creatividad, nuestra empatía y compasión. Los seres humanos percibimos la realidad con una estructura narrativa, y por ello la forma en que mejor nos comprendemos a nosotros mismos y nuestro lugar en el mundo es a través de historias, imágenes y poemas que interpelan nuestra propia humanidad.
La contrapartida necesaria para el desarrollo de estas funciones fundamentales de la literatura presupone la libertad del lector. ¿Somos hoy realmente libres? Mucho se ha hablado de la censura a lo largo de la historia, con el objetivo de imponer ideas propias desde sectores de poder, vulnerando la autonomía del juicio personal. El momento actual, con las presiones ideológicas de la cultura de la cancelación merecería un estudio aparte, en otro momento futuro.
El poder de la literatura
En este momento, prefiero cerrar la reflexión con el poder de la literatura, en todas sus funciones, como poderosa herramienta para el crecimiento espiritual. Desde los mismos Evangelios, pasando por la Divina Comedia, Don Quijote de la Mancha, y El Señor de los Anillos, escritores católicos han producido impactantes clásicos de la literatura universal, en esa larga cadena de narrativa o “storytelling” que constituye el camino más efectivo y natural para que la humanidad sea capaz de comprenderse e interpretarse a sí misma. Porque en definitiva, todo es narrativa y todo gira en torno a distintas narrativas que compiten entre sí.
El cristianismo es una narrativa, una historia: la más grande historia jamás contada.
Los escritores católicos presentan a la humanidad luchando en un mundo marcado por la caída del pecado original. Combinan un anhelo por la gracia y la redención con una profunda comprensión del pecado y la imperfección humana. En sus historias el mal existe, y es real, pero no hay nada malo en la creación como tal, donde toda la realidad refleja la invisible presencia de Dios.
Para ilustrar esto con un ejemplo claro y al alcance de todos, pensemos en un clásico literario que ha dado lugar a tres películas premiadas, entre las más populares de los últimos tiempos: la trilogía de El Señor de los Anillos, escrita por J.R.R. Tolkien y llevada al cine por Peter Jackson. Monseñor Robert Barron, obispo auxiliar de Los Ángeles, hace en el sitio web de su instituto “Word on Fire” un interesante análisis de esta obra, y su simbolismo. Tolkien, nos dice Barron, conoce el poder del pecado, por eso en el corazón de su obra de ficción fantástica hay una historia de la depravación humana marcada por un simbolismo impecable. Recordemos que como detonador de la trama se encuentra un “anillo de poder”, y el poder como ansia de dominar está en el corazón del pecado. “La gran tradición católica dice que el mal no es una cosa, es una falta, una privación, una forma de no ser”. El pecado deforma a la persona: como le pasa en la historia a Gollum (antes un “hobbit”), y a los orcos (antes hermosos elfos) que se han convertido en criaturas monstruosas. Algo en la misma línea ocurre con los espectros del anillo, los Nazguls, terribles figuras aladas que no son nada más que capas flotando en el vacío. Allí está la genialidad del escritor: Tolkien simboliza con estos personajes cómo la codicia del poder carcome, vacía al pecador. En el mismo sentido, hace del paisaje de Mordor, la tierra del mal, una imagen del pecado mismo: es un lugar totalmente árido, sin vida y vacío. No menos cristiano en El Señor de los Anillos es que el elegido para restaurar el orden y socavar el poder del mal no es el personaje más fuerte, el más poderoso, el más astuto, sino Frodo, el más pequeño, el más humilde, el más improbable. Frodo viaja hacia la tierra del pecado y la muerte, y la destruye desde sí misma.
Dios nunca es mencionado en forma directa en El Señor de los Anillos, todo es presentado en forma muy simbólica. “Frodo, el hobbit, es capaz de llegar al corazón de la oscuridad, y allí destruir el anillo. Jesús entra al corazón de la oscuridad, entra en nuestro pecado y nuestra muerte, muere nuestra muerte, y así le quita el poder” reflexiona Mons. Barron. “Esto lo entendió Tolkien, y lo cuenta en esta majestuosa narrativa. El genio de Tolkien podría haber contado la historia católica en forma directa, pero lo hace de una forma tan indirecta y sutil, que parte de la diversión es descubrirlo en esta forma simbólica. Así esta trilogía de películas premiadas, de las más populares de todos los tiempos, encierra una profunda narración de nuestra historia, y es bueno que los católicos lo sepan”.
El cristianismo es una narrativa, una historia: la más grande historia jamás contada. Tolkien, como tantos otros escritores cristianos, buscó evangelizar la imaginación; preparar la imaginación de sus lectores para recibir la historia del cristianismo. Muchos escritores no cristianos, pero capaces de llegar al núcleo de la naturaleza humana, han marchado en la misma dirección. Ahí está sin dudas el mayor legado de la literatura, el que la justifica y la redime.