Serie sobre las Hermanas del Huerto. Primera entrega, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Al terminar la Guerra Grande en 1851 el país se encontraba en ruinas y con su economía postrada, quebrado financieramente, sumergido en un sinfín de deudas de todo tipo y color, impagables, que serían el tormento de los sucesivos gobiernos. La amenaza y concreción de los levantamientos, que entonces llamaban revolución y hoy llamamos golpes de estado, aguardaban en cada esquina. Bastaba un puñado de hombres para que cayera un gobierno, una vez que estos avanzaran sobre la Casa del Fuerte ―la Casa de Gobierno convertida hoy en la Plaza Zabala, un edificio colonial con techo de tejas y con el típico patio en torno al cual se fue construyendo la ciudad―, y contaran tan solo con la complicidad de los cabecillas de los desnutridos regimientos, controlados por el partido colorado. Y cuando esto sucedía se movilizaban los jefes blancos que dominaban la campaña.
Eran los tiempos de la tan deseada y proclamada política de fusión: ¡no más partidos, no más barbarie, no más violencia de caudillos! ¡Basta de cintas blancas o coloradas! Es hora de enterrar ese pasado que ha destruido la república apenas estrenada y ha desgarrado la nación en sus primeros veinticinco años, los cuales continuaban la anarquía de los años revolucionarios. En la Asamblea Legislativa, de uno y otro gobierno, se repetían los discursos imbuidos y hasta ahítos de espíritu constitucional, del fervor de las leyes, del elogio de la educación y las virtudes, del trabajo mancomunado, de los proyectos que echarían a andar el progreso de estas tierras bendecidas y promisorias… Allí los doctores peroraban y pontificaban y dibujaban la realidad soñada. A los caudillos no les gustaba tanto ese lenguaje petulante, que los arrojaba en el abismo oscuro de la historia, por lo que Venancio Flores y Manuel Oribe estrecharon sus manos y sus lanzas para sacar a esa chusma de colorados conservadores que querían apropiarse de los destinos de la república dejándolos a ellos, los mandamás, los capangas, como los apestados de la patria. Así que los caudillos también acechaban y rugían cuando era necesario hacer sentir otra música en el interior de aquellos cenáculos de la palabra y el pensamiento mágico.
Los hechos desdecían las palabras. Los cuchillos y el hábito de la guerra mostraban su ceño fruncido cada vez que los caudillos eran declarados inútiles y perimidos, culpables de todos los males de la patria. Se quería decretar la muerte de la violencia por medio de bellas intenciones publicitadas a los cuatro vientos. Pero debajo hervía la sangre. Los cantos de reconciliación altruistas eran como una suave brisa que acaricia tímidamente el incendio salvaje, excitándolo todavía más. Los protagonistas de este combate perpetuo eran los mismos. Hoy tocaba hablar, y mañana golpear. Y así fue golpeado el presidente Giró, y el presidente Flores ―más tarde él también golpearía―, y el presidente Gabriel Pereira, que logró neutralizarlos, ejecutándolos a todos, después de darles cacería.
Los avatares de la política no hacían sino precipitar todavía más el derrotero económico del país, siempre dependiente de una ayudita del Brasil, el cual, mientras iba masticando nuestras fronteras, bocado a bocado, y organizaba las conspiraciones locales explotando esas luchas crispadas y atávicas en provecho propio, representaba el papel de verdugo y benefactor al mismo tiempo. Los préstamos se renovaban para para pagar los intereses, y el déficit crecía de modo angustioso, vertiginoso, mientras las rentas de la aduana permanecían afectadas casi por entero para mantener a raya a los prestamistas.
El Hospital de la Caridad (Hospital Maciel), cobijo de los enfermos, los dementes, los niños expósitos ―los abandonados al nacer―, compartía esa ruina general, y era solo atendido por los padres jesuitas, que hacían lo que podían. Juan Ramón Gómez, comerciante acaudalado y presidente de la Comisión de Caridad, con el auxilio de familias pudientes y gente influyente logró restaurarlo lo mejor que pudo, pero luego se preguntó quién podría ocuparse del Hospital para que este no se precipitara nuevamente en la decadencia. El Dr. Francisco Vidal, presidente de la Junta Económico-Administrativa de Montevideo ―de la que dependía la Comisión― que era la autoridad municipal de la ciudad, y que se había graduado como médico en París, le dijo que solo una congregación religiosa de hermanas, como esas que conoció él en Europa, podría dirigir con suficiencia el hospital.
El dilema de cómo costear el eventual viaje de la congregación femenina que asumiese la dirección del Hospital de la Caridad se sorteó con el generoso ofrecimiento de Juan Ramón Gómez de hacerse cargo de todos los gastos. A un sacerdote salteño, Isidoro Fernández, se le encomendó la misión de viajar a Europa. A su vez, otra gente le solicitó que intentara también traer consigo, a su regreso, a la Orden de la Visitación de Santa María, conocida más sencillamente como las monjas salesas, para que establecieran aquí un monasterio de clausura.
Con el correr de los días en París el P. Isidoro se llevó una desagradable sorpresa, del todo inesperada, cuando las Hnas. de San Vicente de Paúl declinaron su ofrecimiento después de considerarlo debidamente. Las razones que pesaron en su resolución fueron las mismas que se encontró en otra serie de congregaciones a cuya puerta Fernández llamó, no solo en Francia, sino también en Italia. Nadie quería venir, pues del Uruguay no se tenían otras noticias más que de perpetua agitación política, guerra civil siempre inminente y colapso económico irreversible. El panorama no ofrecía ninguna estabilidad que hiciera aconsejable tamaña misión a ultramar.
Ya a punto de embarcarse de regreso desde Génova, desahuciado, el P. Isidoro tuvo la oportunidad fortuita de conocer a un sacerdote que años después sería un recordado arzobispo de esa diócesis, Salvatore Magnasco, que, enterado del propósito de su viaje, le dijo que él conocía de primera mano una congregación que le merecía el mejor de los elogios, que atendía varios hospitales en la región y que no solían rehuir los retos que se les presentaban: el Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto, fundado a menos de cuarenta quilómetros de allí, en Chiávari, y que desde hacía pocas semanas, casualmente, tenían presencia también en la ciudad de Génova. Era necesario hablar con la superiora del lugar, la Hna. Clara Podestá, una mujer prudente y determinada, llena de energía y audacia. Su hermana de sangre, Catalina Podestá, era la Madre General del Instituto, con sede en Chiávari. Le explicaron al sacerdote uruguayo que hacía falta tiempo para estudiar el asunto, como se solía hacer, pero los tiempos apremiaban, porque el padre Isidoro tenía que regresar inmediatamente a su país, por lo que en menos de tres días se decidió favorablemente la misión allende los océanos, persuadidas sobre todo por el P. Salvatore Magnasco, que las animaba a la aventura, y por las varias alusiones que el fundador del Instituto, fallecido diez años antes, Antonio María Gianelli, había hecho acerca de un futuro en que las Hnas. del Huerto serían llamadas a una presencia universal, a estar preparadas “por si acaso en un momento dado debieran cruzar los mares e ir a las misiones extranjeras, como muchas veces se ha dicho que se hará a su debido tiempo…”.
Sin posibilidad siquiera de sopesar los riesgos y las consecuencias, atinando a reunir rápidamente un puñado de siete jóvenes religiosas que apenas se habían movido por la región fundando obras en una media docena de diócesis, sin tiempo de despedirse de los suyos, siguieron los pasos de la Hna. Clara Podestá, elegida como superiora de la misión a ese remoto pero tumultuoso país de la América meridional, y colmadas por la emoción que electrizaba los muelles del puerto genovés, subieron al barco acompañadas de otras cinco religiosas salesas. Iban hacia un mundo incierto en medio de la premura, y el solo hecho de emprender un largo viaje por el océano, inspiraba normalmente un considerable temor en los viajeros. (Y de haber conocido las circunstancias del viaje, de la singladura extraordinaria, jamás se habrían embarcado, abrumadas por el miedo). “Sin embargo ―dice el historiador Luis Rodino― eran felices, emprendían ese viaje como si fueran a una fiesta, y se consideraban afortunadas por haber sido elegidas para esa misión y vivir después en países para ellas desconocidos”. Era el 23 de agosto de 1856.
Aquel buque traía las dos primeras congregaciones religiosas femeninas que se establecerían en el Uruguay, y que aún permanecen entre nosotros.
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2 Comments
Precioso artículo Pbro. Gonzalo Abadie! Incluye datos que los historiadores de la medicina manejábamos distinto como que quien había viajado en búsqueda de las Hermanas del Huerto era el propio Juan Ramón Gómez; tiene más coherencia que éste haya financiado el viaje del Padre Isidoro Fernández y de las monjas también.
Francisco Vidal es el homónimo de su padre, Francisco Antonino Vidal, que fue también el primer médico presidente de la república (maniatada por Santos); está biografiado por el Dr. Ricardo Pou Ferrari.
No manejamos el dato que los Jesuitas hayan administrado el Hospital de Caridad. Desde su apertura en 1788 hasta el año 1845 lo administró la Hermandad de Caridad, disuelta en 1845. Estamos casi en la mistad de la Guerra Grande. El Hospital pasó a ser un «Hospital Militar y de Caridad» hasta el final de la Guerra, pasando a la órbita municipal y administrado por la Comisión de Caridad y Beneficencia Pública, que a su vez traspasó la administración a las Hermanas de Huerto desde el día de su arribo a Montevideo. Es interesante la cita al historiador Rodino; Google no me brindó información sobre un libro o folleto de su autoría. Puede brindarme la cita bibliográfica de Rodino?
Buenas tardes. Más vale tarde que nunca. Recién me entero de la existencia de comentarios. El libro de Rodino es el siguiente:
Luis Rodino, Historia del Instituto de las Hijas de María Santísima del Huerto (1829-1889), Génova 1932. Por medio de el Libro manuscrito en el Monasterio de la Visitación -del que estoy escribiendo actualmente-, me enteré que el padre Isidoro Fernández vino de Salta, en Argentina (y no de Salto como leí en el libro de Rodino). El libro de Rodino se encuentra al menos en la Biblioteca de la Universidad Católica del Uruguay.
Disculpe el retraso de la respuesta.
Gracias por su interés, y saludos cordiales.
Gonzalo A.