
El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) nos explica que “las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe”. (1719)
Siguiendo el CCE, dice: “Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda creatura”. (1998)
El papa Francisco, en el mensaje de la 60ª Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, define la vocación como “‘el entramado entre elección divina y libertad humana', una relación dinámica y estimulante que tiene como interlocutores a Dios y al corazón humano”.
A su vez, en palabras del santo padre, esta vocación común a todos “se despliega y se concreta en la vida de los cristianos laicos y laicas, comprometidos a construir la familia como pequeña iglesia doméstica y a renovar los diversos ambientes de la sociedad con la levadura del Evangelio; en el testimonio de las consagradas y de los consagrados, entregados totalmente a Dios por los hermanos y hermanas como profecía del Reino de Dios; en los ministros ordenados (diáconos, presbíteros, obispos) puestos al servicio de la Palabra, de la oración y de la comunión del pueblo santo de Dios. Sólo en la relación con todas las demás, cada vocación específica en la Iglesia se muestra plenamente con su propia verdad y riqueza. En este sentido, la Iglesia es una sinfonía vocacional, con todas las vocaciones unidas y diversas, en armonía y a la vez ‘en salida’ para irradiar en el mundo la vida nueva del Reino de Dios”.
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