Sobre el Monasterio de la Visitación y las monjas salesas, o visitandinas. Duodécimo artículo de la serie, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
Un hecho desafortunado desbarata los planes del P. Isidoro Fernández. En cuarenta y ocho horas el padre Isidoro Fernández debe salir a buscar, contra viento y marea, antes de que el barco zarpe de Génova, una congregación de hermanas de caridad. Echan mano a una comunidad naciente: las Hijas de María (las Hnas. del Huerto). Aparece en escena, así, la madre Clara Podestá, que hará amistad con la madre Radice, superiora salesa. Se suman también los franciscanos, que se dirigen a Salta, Argentina. Comienza el viaje hacia América del Sur.
Los acontecimientos nos probaron que Dios tenía unas miras dignas de su sabiduría en este retardo, como se verá en lo que vamos a decir. El señor Fernández había concertado llevar a América a buen número de padres de San Francisco para establecer un convento en Salta, su patria, y para llevar también a algunas hermanas de caridad que tomasen la dirección del Hospital de Montevideo.
Estas dos santas compañías debían hallarse en Génova con nosotras, y salir juntamente hacia el nuevo mundo. El día de la partida estaba muy próximo, cuando en lugar de las hermanas que se esperaban, el Sr. Fernández recibe una carta por la cual le avisan que no pueden salir de Roma sus superiores habiéndoles dado otras destinaciones.
Acostumbrado el Sr. presbítero a estar expuesto por Dios a la contradicción [contrariedad], no se desalentó por eso. Nos animó a rogar a Dios con mayor confianza, lo que ya hacíamos con todo el ardor por el gran deseo que teníamos de estar con tales compañeras en el viaje. El tiempo apresuraba, porque el vapor debía salir entre pocos días.
Nuestra respetable madre María Catalina Schiaffino [superiora del monasterio de Génova] tuvo el feliz pensamiento de dirigir al señor Fernández a las hermanas de caridad, fundadas desde hacía poco tiempo en Génova bajo el nombre de Hijas de María, y ya muy esparcidas en Piamonte, con gran provecho de la juventud y de los enfermos.
Esta nueva petición recibió primero una nueva denegación. Su respetable superiora contestó que el arbolito de su Instituto estaba demasiado tierno, para poder ser trasplantado tan lejos.
Esta respuesta, tan contraria a nuestros deseos, no hizo más que redoblar nuestras súplicas a Dios. La más joven de nosotras (sor María Carolina Crespi) se sintió singularmente animada de confianza en la intercesión de la Santísima Virgen, al punto que se atrevió a asegurarnos que sin duda llevaríamos con nosotras a esa amable pequeña tropa de vírgenes edificantes. Realmente, apenas había llegado el día siguiente, supimos que la superiora había mudado de parecer, o por mejor decir, había debido adherir a la impulsión de su Divina Madre.
Aquella noche misma juntó a sus consiliarias [consejeras], y resolvió con ellas la salida de ocho de sus hermanas, teniendo por superiora a la respetable madre Clara Podestá, que contrajo íntima amistad con nuestra amada madre. Dos días bastaron para arreglar su ajuar.
En esos mismos días los reverendos padres franciscanos llegaron de Roma en número de 15, llevando con ellos la cantidad de plata convenida con el Sr. Fernández, y las autorizaciones necesarias de la parte del Sumo Pontífice. Todo estando tan bien dispuesto por la Providencia, nada retardaba más nuestro embarco.
Fue entonces que recibimos de la parte de nuestra muy amada madre de nuestro Monasterio de Milán una nueva demostración de su cuidado y de su tierna solicitud, de lo que conservaremos eterna gratitud. Ella quiso estar enteramente asegurada, desde el principio, de nuestra navegación, por lo cual nos envió al incomparable amigo de nuestra familia, el respetable presbítero don Cayetano Zumagalli ¡Oh, cuánto supo interesarse en nuestro favor! Él fue a visitar en el vapor los camarotes que nos habían señalado, y habiendo hallado que debíamos estar muy incómodas, pensó no poder emplear mejor los dos mil francos que nuestra excelente madre de Milán había tenido la caritativa bondad de enviarnos por su intermedio, que en procurarnos los primeros puestos.
Los acontecimientos posteriores dieron motivo para admirar la divina Providencia en esta disposición, y nos inspiraron la más viva gratitud hacia este buen sacerdote, del cual Dios se sirvió para preservarnos de mayores desgracias.
Fue el 23 de agosto a tres horas y media de la tarde que salimos de nuestro monasterio de Génova. Como esa querida familia había granjeado nuestra íntima dilección, esta segunda separación despertó todas las impresiones de la primera. Nuestras amables hermanas se excedieron a sí mismas en esos últimos días en cordialidad, en atenciones, en penitencias, en prevenciones, y nos ofrecieron una porción de pequeñas provisiones para el viaje.
Mientras nuestro corazón estaba afligido por la separación, la punta [?] de nuestro espíritu bendecía el momento en que podíamos, al fin dejarnos enteramente a la merced de la divina Providencia, para la ejecución del designio que tenía sobre nosotras. El pequeño vapor, nombrado El Piamonte, fue el que nos llevó desde Génova a Marsella, siendo nuestra comitiva muy numerosa. Nos fue preciso alojarnos muy al estrecho; dos cuartitos muy chicos, cercanos el uno del otro, contenían trece religiosas.
El mar, que la noche precedente parecía amenazante, se había puesto en la mañana en una perfecta calma. A pesar de eso, como no estábamos acostumbradas, apenas levantado el áncora [ancla] nuestros estómagos se descompusieron y resintieron todo el trastorno imaginable. Esta primera noche fue de las más penosas. A la mañana no estábamos mejor. No había ninguna de nosotras que estuviese en estado de socorrer a las demás. Al fin a las seis de la tarde abordamos en Marsella.
Nuestras muy amadas hermanas de esta ciudad, que nos esperaban desde hacía muchos días, enviaron al puerto una muy amable señora, parienta de una de ellas —y su antigua educanda—, encargándole que nos llevara en sus carruajes al monasterio. Como nos fue preciso visitar el vapor La Francia, que nos estaba destinado para el gran viaje, no fue sino a las ocho de la noche que nos hallamos entre los brazos de esas amadas hermanas. ¡Pero cuántas cosas no no nos dijeron en ese breve rato! ¡Tan contentas de vernos! Como sentían que íbamos tan pronto a separarnos, la expresión de la ternura de sus corazones estaba pintada sobre sus rostros.
Aquí también, como en Génova, una madre muy amable, y su digna hermana la depuesta [la predecesora], sobrepujaron a sus dichosas hijas en las demostraciones de dilección que solo corazones maternos pueden sugerir.
A la mañana nos hicieron recorrer el monasterio, edificado exactamente según el dibujo del libro de las Costumbres; no deja nada, absolutamente nada que desear. El orden, la regularidad, el mayor aseo y limpieza resplandecen en todos los rincones. ¡Cuál encanto produjo la vista de este paraisito! Realmente él nos arrobaba. La cordialidad, pues, de las que nos acompañaban, acabó de arrebatarnos.
Estuvimos casi por exclamar: ¡Oh, qué bueno está el quedarnos acá!, establezcamos nuestra morada. Pero no era la divina Voluntad. Esta impresión nunca se borrará de nosotras, como también la más sentida gratitud por la cordialidad de que fuimos objeto. Hubiéramos deseado por lo menos hacer una visita a nuestro segundo monasterio de esta ciudad, pero los gozos son siempre limitados. Nos avisaron que debíamos hallarnos en el vapor una hora antes de mediodía, y así tuvimos dos sacrificios que hacer, el de separarnos tan pronto de nuestra respetable madre María Celeste de Fontainieu [superiora del monasterio de Marsella] y de sus hijas, y el no menos sensible, sin duda, de estar tan cerca de otro monasterio de nuestras hermanas, sin poder tener la consolación de verlas.
He aquí que otra vez estamos en mar para dejar por siempre la Europa donde estaban los más queridos objetos de nuestra afición sobre la tierra. ¡Quiera nuestro Señor tener por agradable nuestro sacrificio!
Serie completa sobre el Monasterio de la Visitación y las monjas salesas o visitandinas
Primer artículo: El manuscrito
Segundo artículo: Encender el fuego divino en la Patria Vieja
Tercer artículo: Sor Luisa Benedicta Gricourt
Cuarto artículo: Todo se volvió en nada
Quinto artículo: El P. Isidoro Fernández
Sexto artículo: Un terrible huracán
Séptimo artículo: Pío IX: otra vez Montevideo
Octavo artículo: El enemigo no dormía
Noveno artículo: Pío IX: “Lo que hemos oído personalmente”
Décimo artículo: El sacrificio: 5 de agosto de 1856
Undécimo artículo: Dieciocho días de espera
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