Escribe Leopoldo Amondarain.
Los seres humanos solemos pensar que al momento de la muerte llegamos a un lugar en donde hay tres sectores. Uno que es el cielo, otro que es el purgatorio y otro que es el infierno. Esta forma de pensar estas tres realidades, no solo solo nos pasa a los cristianos, sino a toda la humanidad. Sin ir muy lejos, lo podemos apreciar en la mitología.
Sin embargo, los cristianos iluminados por la fe que hemos recibido, subrayamos que cuando una persona se muere con lo que se encuentra es con Dios. No se encuentra con un lugar, sino con Dios. Y ese encuentro para cada persona puede ser cielo, infierno o purgatorio, lo cual dependerá de cómo esté el corazón de cada uno.
Benedicto XVI en su encíclica sobre la esperanza —Spe Salvi— ha recordado estas tres posibilidades al decir: “la opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte”. Desde que nacemos hasta que morimos, con nuestra libertad, nos vamos formando una determinada configuración espiritual. Pero suele ocurrir que a veces somos de un modo y otras veces de otro. Y así vamos, hasta que llega la muerte, en que se termina esa oscilación.
Siguiendo a Benedicto XVI: “puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor”. Esto es tremendo, pero puede ocurrir.
Por otro lado, puede haber personas purísimas que se han dejado impregnar completamente de Dios, estando totalmente abiertas al prójimo. Son personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia a Dios los lleva solo a culminar lo que ya son. En ellas el encuentro con Dios sería la culminación de todo aquello que buscaron durante su vida. El encuentro con Dios para esas personas es cielo, es decir, felicidad total.
En tercer lugar, dice Benedicto XVI: “no obstante, según nuestra experiencia, ni lo uno ni lo otro son el caso normal de la existencia humana. En gran parte de los hombres queda en lo más profundo de su ser una última apertura interior a la verdad, al amor, a Dios. Pero en las opciones concretas de la vida, esta apertura se ha empañado con nuevos compromisos con el mal; hay mucha suciedad que recubre la pureza, de la que, sin embargo, queda la sed y que, a pesar de todo, rebrota una vez más desde el fondo de la inmundicia y está presente en el alma”. En estas personas, el encuentro con Dios hace que su purificación se haga definitiva. Eso es lo que llamamos purgatorio.
Por lo tanto, como primera afirmación decimos que cuando uno se muere se encuentra con Dios. Si estamos purificados del todo, ese encuentro es inmediatamente cielo para toda la eternidad. Si la persona se ha afianzado en el odio y en la mentira, y sobre todo no quiere saber de nada con el amor de Dios, su encuentro se convierte en un infierno. Y si no es ni una cosa ni la otra, porque ha buscado el bien y la verdad, pero al mismo tiempo ha sido débil, o ha tenido compromisos con la mentira, dejándose llevar por las pasiones, el encuentro es la purificación necesaria para encontrarse totalmente feliz con Dios.
Reflexionando más detenidamente en estas tres posibilidades podemos decir varias cosas. Empezando por el infierno, que es lo más desagradable de todo, podemos afirmar dos verdades, que es bueno recordar. En primer lugar que Dios no ha creado el infierno. En segundo lugar, que el infierno es una posibilidad real para el hombre.
“En la medida en que cada uno de nosotros recibe el amor de Dios, que es un fuego devorador, ese fuego aquí en la tierra empieza a purificarnos”
Nadie, excepto el hombre, es el responsable de la existencia del infierno. El infierno ha sido creado por la criatura, no por Dios. Ni el Padre, ni el Hijo, ni el Espíritu Santo, ni nadie, puede nada contra una libertad que se ha cerrado sobre sí misma, hasta tal punto, que cuanto más se rebela el amor infinito de Dios, más se rechaza.
El infierno lo crea la libertad del hombre cuando se cierra sobre sí misma. Y lo hace de tal forma que cuando más la aman, más rechaza ese amor. Y ¿por qué lo crea? Normalmente por orgullo. Es una libertad que lo único que quiere es sentirse libre en su ejercicio, sin preocuparse para nada de elegir el bien o el mal. Es esa libertad que dice: todo me vale con tal que yo lo elija libremente, sin importar si es bueno o malo lo que elijo. Una libertad que se ejercita de esa forma, estaría totalmente cerrada frente a Dios.
La buena noticia es que depende de la libertad de cada uno. Por lo tanto, si uno no se crea el infierno, no lo tendrá. Pero si lo crea, Dios lo respetará. Por eso es tan importante usar bien de la libertad.
Dios no quiere condenar a nadie, y si hay alguien que se condena, es porque Dios ha respetado la libertad de una persona que no quiere saber de nada con su misericordia.
En segundo lugar decimos que el infierno es una posibilidad real para el hombre cuando hace un uso perverso de la libertad. Ni la santa Escritura, ni la tradición, ni la fe de la Iglesia han dicho con certeza de nadie que esté en el infierno. Sin embargo, siempre es presentado como una posibilidad real y ligada a la conversión. Si uno rechaza la conversión, el perdón y la misericordia, es una posibilidad real.
Respecto al Purgatorio, podemos decir que la vida eterna no es para nosotros aquí abajo algo extraño, sino que es perfectamente posible vivir la temporalidad de tal forma que busquemos las cosas del cielo, como dice san Pablo en la carta a los Colosenses. Si vivimos así, entonces el amor de Dios nos va purificando en esta tierra.
En la medida en que cada uno de nosotros recibe el amor de Dios, que es un fuego devorador, ese fuego aquí en la tierra empieza a purificarnos. Pero es muy posible que la purificación realizada por el amor de Dios durante esta vida no haya sido total, a causa de que el entrenamiento para la vida eterna nos resulta difícil. También es posible, que, aunque hayamos tenido tiempo durante una vida entera para aprender el amor, al final aparezcamos ante Dios como analfabetos que desconocen sus más básicos rudimentos. Pero la fe nos enseña que esto no implica que estemos perdidos para la vida eterna. Porque Dios va a continuar la obra de purificación que ha empezado en esta vida y la va a llevar a cabo para que el encuentro con él ya no tenga nada de doloroso, sino que sea completamente gozoso.
Esta es la verdad tan linda del purgatorio: que empieza en esta vida. Pero en muchos de nosotros la obra de purificación no está terminada del todo. Y tendremos que continuarla un poco más después de esta vida. Porque para vivir en el seno de la Trinidad por toda la eternidad, la purificación tiene que ser total. Y si después de la muerte queda algo por purificar, el Señor lo hará por nosotros.
Hay tantas heridas y tanta suciedad que necesitamos estar preparados y purificados. Esta es nuestra esperanza, que incluso con tanta suciedad en nuestra alma, al final el Señor nos lava con la bondad que procede de su cruz, y así nos capacita para estar eternamente con él.
Al principio del libro del Apocalipsis se narra cómo Cristo les habla a las siete Iglesias. A cada una le dice lo que vale mirando el interior de su corazón. Y les habla con mucha claridad, como una hoja de hierro incandescente que corta y quema a la vez. Esta voz se alza cada día en el mundo. Es la voz del esposo celestial que purifica y limpia a su esposa terrena que es la Iglesia. Pero ese trabajo de purificación pasa por decirle la verdad. Como la ama la purifica. Y es lo que sucede en el purgatorio, que en definitiva es una cuestión de amor y de verdad. El Señor toma nuestra vida y limpia la suciedad. Si acatamos la verdad humildemente, ese amor nos purifica y nos recrea. Y termina diciendo: ven amada mía, como leemos en el Cantar de los Cantares.
El purgatorio es el encuentro con el amor de Dios en la verdad, que es un fuego devorador. Leemos en la primera Carta a los Corintios: “la obra de cada uno aparecerá tal como es, porque el día del Juicio, que se revelará por medio del fuego, la pondrá de manifiesto; y el fuego probará la calidad de la obra de cada uno”.
“El infierno lo crea la libertad del hombre cuando se cierra sobre sí misma”
Comentando este texto de la primera carta a los Corintios, dice Benedicto XVI: “Algunos teólogos recientes piensan que el fuego que arde, y que a la vez salva, es Cristo mismo, el Juez y Salvador. El encuentro con él es el acto decisivo del Juicio. Ante su mirada, toda falsedad se deshace. Es el encuentro con él lo que, quemándonos, nos transforma y nos libera para llegar a ser verdaderamente nosotros mismos. En ese momento, todo lo que se ha construido durante la vida puede manifestarse como paja seca, vacua fanfarronería, y derrumbarse. Pero en el dolor de este encuentro, en el cual lo impuro y malsano de nuestro ser se nos presenta con toda claridad, está la salvación”.
El purgatorio es un encuentro de corazón a corazón. Estamos ante el amor que nos purifica, porque nos duele no haberlo amado como merecía ser amado. Lógicamente, este proceso no se mide con el reloj. Cuando más amemos a Dios, más rápido irá todo.
Por último viene lo mejor, que es el cielo, en donde reina la felicidad total. Consiste en la unión con Dios, que es entrar en el abrazo que une desde toda la eternidad al Padre y al Hijo. Ese abrazo es el Espíritu Santo.
El abrazo es una realidad de amor de comunión y por tanto un misterio nupcial. “Alegrémonos, regocijémonos y demos gloria a Dios, porque han llegado las bodas del Cordero: su esposa ya se ha preparado” leemos en el libro del Apocalipsis.
El cielo es entrar a consumar esas nupcias. Empiezan con el bautismo, y cada vez que comulgamos en la misa es un abrazo de amor entre Cristo y nosotros. Por lo tanto, eso es el cielo que ya comienza aquí en la tierra.
La Iglesia nos describe el cielo como la visión de Dios, según la expresión de san Pablo: “Ahora vemos como en un espejo, confusamente; después veremos cara a cara. Ahora conozco todo imperfectamente; después conoceré como Dios me conoce a mí” (1 Corintios 13, 12). También lo dice san Juan: “Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es” (1 Juan 3:2).
En la Biblia, visión significa conocimiento. Así lo expresa el Génesis cuando dice: “Adán conoció a Eva y Eva quedó encinta”. Por tanto, en la Biblia conocimiento no se refiere a información que recibo, sino a un encuentro de amor. De ahí que ver a Dios es abrazarse con él. Y no solo con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sino también la perfecta comunión con todos los que están con Cristo, es decir, con los santos ángeles, con los santos y con todos los hombres y mujeres que han alcanzado la salvación.
El cielo también es lo que nuestro corazón desea. Y un corazón unido a Dios desea que estemos todos juntos, todos bien y todos queriéndonos.
El cielo es un circuito de dones, en donde todos recibimos las riquezas de Dios y de todos los santos. Y ninguno retiene para sí su tesoro, sino que lo comparte con el resto. Sobre todo lo que hay es caridad, caracterizada por la humildad y el desprendimiento.
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Gracias, alegria y FElicidad, por manifestar conversion y comunicar.PAZ Y BIEN