Escribe la Dra. Bárbara Díaz
Se iniciaba el siglo IV de la era cristiana. Atrás quedaba la primera época —heroica— de la vida de la Iglesia: su comienzo en Jerusalén, su primera expansión llevada a cabo por los apóstoles, el primer concilio, también en Jerusalén, las grandes persecuciones de Nerón y, más delante de Decio y Diocleciano. La Iglesia se estructuraba con su jerarquía y reconocía la primacía de la sede de Pedro. El cristianismo se extendía por toda la sociedad, entre gente del pueblo y de la élite gobernante, entre hombres y mujeres, entre jóvenes y niños, entre romanos y bárbaros.
El contacto entre la fe cristiana y la cultura grecorromana planteaba desafíos que era necesario enfrentar: ¿había que tomar como verdadera esa filosofía pagana o, por el contrario, afirmar con Tertuliano que no hay nada en común entre Atenas y Jerusalén? ¿El Cristianismo era una nueva fe o una filosofía más dentro de la diversidad de posturas intelectuales de la época?
Poco a poco, y de la mano de los que llamamos Padres de la Iglesia por su recta doctrina y su santidad, se fue produciendo la inculturación de la Iglesia en la civilización grecorromana. El filósofo san Justino afirmaba que en la filosofía helénica existían semillas de verdad —semina Verbi— que era preciso tomar en cuenta para profundizar en la fe cristiana. Comienza, de modo incipiente la teología —la reflexión, ayudada por la razón, en los datos revelados—. Esta teología patrística se consideraba la verdadera sabiduría, estaba profundamente unida a la santidad de vida, y en su elaboración se destacaba la lectura y profundización de los textos bíblicos. Poco a poco, y especialmente en Oriente, se desarrollaron escuelas teológicas, las principales de las cuales fueron las de Alejandría y Antioquía. Al mismo tiempo, algunos cristianos se fueron desviando de la fe de la Iglesia, cayendo en diversas herejías (palabra que significa “escisión”). Se hacía cada vez más necesario establecer de modo claro algunas de las verdades creídas por los cristianos desde los tiempos apostólicos.
El dogma, explica Lortz, es una verdad religiosa ya enunciada en lenguaje sencillo y comprensible (tomado de la Sagrada Escritura), y que se expresa ahora con un vocabulario más filosófico, más científico. Se trata de aquello que ha sido creído en la Iglesia siempre y en todas partes, pero que se hace necesario explicitar debido a desviaciones que se han producido por parte de algunos grupos (cf. J. Lortz, 1982, 152).
Para tratar estas difíciles cuestiones fueron convocados los concilios ecuménicos, también llamados «sínodos imperiales» porque estas reuniones de obispos de todo el orbe cristiano eran convocadas por el emperador. Esto nos lleva a preguntarnos qué relación había entre el Emperador y la Iglesia a comienzos del siglo IV.
El Emperador Constantino, después de una batalla en la que reconoció la intervención divina, promulgó el edicto de Milán (313), que establecía la tolerancia religiosa en el Imperio. Además, reconoció la personalidad jurídica de la Iglesia, con lo cual, por primera vez en la historia, quedó consagrada la separación de dos esferas: la temporal o política y la religiosa. ¿Se estaba cumpliendo lo que había dicho Jesús: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios?». No exactamente, pues Constantino tendrá intervenciones claras en la vida de la Iglesia y, concretamente, en el Concilio de Nicea. Por otra parte, a partir de este momento y durante muchos siglos, serán frecuentes las tensiones y disputas entre las autoridades eclesiásticas y civiles del mundo cristiano.
El edicto de Milán tendría vastas consecuencias en la vida de la sociedad romana: comenzó a celebrarse públicamente el domingo, quedó abolida la pena de la crucifixión, se promulgaron leyes de protección a la familia y a la moralidad pública. La población se convirtió en gran número al cristianismo, pero el nivel religioso y moral de los cristianos descendió y permanecieron ciertas costumbres populares paganas (Cf. J. Lortz: 1982, 137-38). Por otro lado, la libertad de la Iglesia permitió el desarrollo más sistemático de la teología, lo cual, a su vez, redundó en una mayor claridad en las definiciones de fe, a fin de evitar o perseguir errores o herejías.
El Emperador pasó a residir en Constantinopla, la «nueva Roma», una ciudad construida sobre la primitiva Bizancio griega, que se convirtió en la segunda sede episcopal, por encima de iglesias mucho más antiguas como Antioquía o Alejandría.
El primer sínodo imperial fue el de Nicea (hoy Iznik, en Turquía), que se ocupó de la formulación del dogma de la Santísima Trinidad frente a aquellos que lo negaban, en especial los seguidores de Arrio. Este obispo, nacido a mediados del siglo III, predicaba que Jesús no era Dios sino una criatura especialmente dotada de fuerza divina. Frente a esta posición, que tuvo gran éxito en algunas ciudades del Imperio, se levantaron entre otros Alejandro y Atanasio de Alejandría. A fin de zanjar la discusión, y para mantener la unidad de la fe, que se había convertido en un objetivo político, Constantino convocó el concilio de Nicea, que en el 325 reunió a 250 obispos de todas partes de la cristiandad. Aunque la mayoría era de Oriente, también había representantes de pueblos remotos como los persas o los pueblos germánicos.
¿Por qué se produjo esta desviación? Si bien la Escritura señala, en varios textos, que Jesús es Dios, que es el Hijo unigénito del Padre, y que el Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo para consolar y enseñar, hubo cristianos que, con el propósito de recalcar la unidad de Dios y el monoteísmo frente al politeísmo reinante, exaltaron tanto a Dios Padre, que el Hijo y el Espíritu Santo quedaban en una situación secundaria o subordinada. El Hijo era considerado un «demiurgo», es decir alguien que hizo el mundo pero que fue creado por el Padre, o bien simplemente un hombre dotado por Dios de especiales dones, que es lo que sostenía el arrianismo en su versión más radical.
Después de arduas discusiones, los quince obispos que defendían el arrianismo suscribieron la profesión de fe nicena, que hoy seguimos confesando en la Iglesia: el Hijo es «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza que el Padre».
A pesar de que los obispos de todo el orbe cristiano habían aprobado el Credo de Nicea, el peligro arriano no cesó sino que tuvo una nueva expansión en Occidente, pues la mayor parte de los pueblos germánicos conocieron el cristianismo en su versión arriana. La lucha por desterrar esta herejía y conducir a estos pueblos bárbaros a la verdadera fe, llevaría varios siglos en Occidente.
En la época contemporánea, el cardenal Joseph Ratzinger identificó una especie de retorno al arrianismo, manifestado en la consigna «Jesús sí-Hijo de Dios no», que describió como un verdadero desafío para el cristianismo actual. Ya en su Introducción al Cristianismo, de 1968, escribía:
«Encontramos a Dios en la figura de su enviado, que no es un ser intermedio entre Dios y el hombre sino que es realmente Dios y, sin embargo, llama a Dios como nosotros, “Padre”». «Es Dios con nosotros (“Emmanuel”). Si fuera distinto de Dios, si fuese un ser intermedio, desaparecería inmediatamente su mediación, que se convertiría en separación; entonces no nos llevaría a Dios, sino que nos separaría de él. Por eso hay que concluir que él es al mismo tiempo Dios mediador y “hombre”, y ello real y totalmente» (J. Ratzinger: 2016, 138).
Más tarde, su obra Jesús de Nazaret se presentó como un intento de recordar la divinidad de Jesucristo y la verdad definida en Nicea frente a aquellos que la negaban o silenciaban: «Este es también el punto de apoyo sobre el que se basa mi libro: considerar a Jesús a partir de su comunión con el Padre. Este es el verdadero centro de su personalidad. Sin esta comunión no se puede entender nada y partiendo de ella, Él se nos hace presente también hoy» (Ratzinger, J.: 2007, 10).
En este aniversario del concilio de Nicea estamos llamados a rezar y meditar con más fe el Credo, a sentirnos unidos, por la comunión de los santos, a los cristianos de esos siglos remotos, y a alabar a Dios por habernos revelado los misterios de la Santísima Trinidad y del Dios encarnado, Jesucristo.
Bibliografía:
Belda Plans, Juan: Historia de la teología. Madrid: Palabra, 2010.
Lortz, Joseph: Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento. I Antigüedad y Edad Media. Madrid: Cristiandad, 1982.
Ratzinger, Joseph: Introducción al Cristianismo. Salamanca: Sígueme, 2016. [1ª edición alemana 1968].
Ratzinger, Joseph-Benedicto XVI: Jesús de Nazaret, primera parte, Madrid: Planeta, 2007.
1 Comment
Excelente! Mil gracias por recordarnos estás Santas Verdades.