Tercer artículo de la serie sobre José Benito Lamas, por el Pbro. Gonzalo Abadie.
El nuncio había ponderado la edad de José Benito Lamas al preferirlo por sobre Jacinto Vera, el párroco de Canelones, que tenía veinticinco años menos, cuando se decidió a nombrarlo vicario apostólico de Montevideo. Los años vividos hacían también que Lamas lo sobrepasara en experiencia, conocimientos y servicios prestados a la Iglesia, como señalaba en su informe. Y por si fuera poco, lo favorecía incluso el semblante en general, “el porte grave y digno” que imprimía un dejo señorial a su estampa, como convenía, al parecer, al cargo que debía desempeñar.
En opinión de Marino Marini, el nuncio, tal como dirá pocos años más tarde, Jacinto Vera “carece de las maneras, que aumentan el respeto, y procuran simpatía a quien es colocado en un alto puesto”. Es decir, José Benito Lamas era un hombre que sabía moverse en la sociedad de su tiempo, y que era, también, fruto de ella. Sus maneras correspondían a la de la clase dirigente. En cambio, Jacinto era apenas un paisano, con el porte, el lenguaje y las maneras de un paisano. De conducta ejemplar, intachable, es cierto, sí, inmune a las pasiones e influjos políticos, atento a los feligreses, de intacta reputación, sí, sí, es cierto, claro, pero paisano al fin, desconectado de los apellidos sonoros, de las familias y ambientes cuya sola pertenencia confería porte y dignidad, y granjeaba la simpatía que hace más fácil las cosas a quien es colocado en un alto puesto.
Y esa Iglesia oriental, pensaría Marini mientras paseaba por los jardines de la nunciatura o leía la correspondencia y los informes que llegaban a su oficina en Río de Janeiro, necesita también de unas maneras, unas formas que estén a la altura de las circunstancias. Alguien que pudiera regir los asuntos eclesiásticos con suficiente capacidad y tino. Recordemos que al llegar unos meses antes para cumplir su misión diplomática, el legado pontificio se había encontrado con una situación rocambolesca, exótica: dos pretendientes pugnaban por suceder en el gobierno eclesial al difunto Lorenzo Fernández, vicario apostólico. Dos sacerdotes que decían haber sido designados para desempeñarse como provicarios hasta tanto Roma —el nuncio— no proveyese un nuevo vicario apostólico. Uno, Manuel Rivero, párroco de Rocha, astuto, mañoso, y probable embustero e impostor —a no ser que él mismo haya sido embaucado, haya formado parte del fraude sin saberlo, o sin querer averiguarlo demasiado—, que se dijo poseedor de unas letras apostólicas, que el entorno de Reyna juzgó, sin dudarlo, de sorprendentes y mágicas, de apócrifas y lúdicas, de inaceptables y sediciosas… Entre ellos el propio Lamas, párroco de la Matriz, que secundó al implacable Reyna, hombre tenaz, desmesurado, agresivo, en esta sonada disputa. Pero el gobierno de Giró miró con simpatía el ‘inesperado’ reclamo de Rivero, que pondría de su parte a un hombre identificado con los blancos. Pronto sobrevino un viraje, uno de tantos, que depuso al presidente, y colocó en su lugar, golpe mediante, a uno colorado: Venancio Flores. Y las cosas volvían a girar. Una danza tensa en que el ritmo político y el religioso se entrelazaban, se resistían, y propendían a fusionarse peligrosamente.
Es en esa encrucijada que fue elegido José Benito Lamas, que gozaba, en efecto, de una aceptación y estima general, también entre los sacerdotes, aunque de trato algo aristocrático y distante —”el porte grave y digno”—, que impedía el vínculo más afable y cálido. Esta indisimulada superioridad, a la que se sumaba cierta ambición y vanidad, no lo beneficiaba, y le había ganado algún enemigo, y postergado, lo más probable, su designación como vicario apostólico. Tampoco le había hecho bien la fama, ganada con justicia o no, de apego al dinero.
Pero nadie podía dejar de reconocer su competencia como profesor de gramática latina, filosofía, moral y teología en conventos franciscanos de la Argentina —en el Convento de los Recoletos (actual Centro Cultural Recoleta) en Buenos Aires, en el Máximo de san Jorge, de Córdoba, en el de Mendoza—, en universidades o centros de estudio de San Luis, Salta y, por supuesto, Montevideo, cuyo nombre está asociado a los orígenes de la Universidad de la República, ya que el gobierno lo designó preceptor de gramática latina en 1830, y tres años después, catedrático de teología dogmática y moral. Se creaba, así, la Casa de Estudios Generales, que en 1836 dictaba las cátedras de Latín, Filosofía, Matemáticas, Teología y Jurisprudencia. Este hijo de gallegos era, lo sabemos, un cura ligado a las gestas patrias, expulsado del Convento de san Bernardino de Montevideo en 1811, tres días después de la Batalla de Las Piedras, por Elío, acompañado de nueve frailes más, entre ellos del propio Joaquín Reyna. Lamas era el único oriental, y fueron recibidos por Artigas en su campamento. En 1815 fue capellán de Fernando Otorgués, y acompañó al padre Larrañaga en su viaje a Paysandú para encontrarse con Artigas. En la crónica de su viaje, Larrañaga lo recuerda como un hombre de muy buen humor. En aquel mismo año, Lamas fue nombrado director de la Escuela Pública del Estado.
Era párroco de la Matriz desde 1838, sucediendo al padre Juan Ciriaco Otaegui. Durante el Gobierno de la Defensa fue miembro de la Asamblea de Notables, y, una vez firmada la paz de octubre de 1851, fue elegido senador de la república.
Uno se pregunta cuál es el valor real de todo ese medallero cuando llega la hora de la verdad, la hora en que debe asumirse efectivamente el gobierno, en una situación tan difícil. Los problemas llegaron pronto, y José Benito Lamas debía probar sus dotes de conductor. Desde el primer momento quiso mostrar una actitud más amable, distendida, tomando distancia de los modos más rudos, verticales y ásperos de Joaquín Reyna, que había dejado un tendal de resentimientos y discordias, de medidas drásticas, había removido unos cuantos párrocos que volvían por una nueva oportunidad, o directamente por una revancha.
El primero de ellos fue el mismísimo Rivero, que solicitaba ser reintegrado como párroco de Rocha. Lamas vacilaba, ¿qué hago? Porque, curiosamente, al formar su equipo de gobierno, su equipo de curia, había llamado a su lado, como su mano derecha, como provisor y vicario general, a Joaquín Reyna. ¿Por qué lo hizo si quería tomar distancia de sus maneras y presentarse con una impronta renovadora? Cada petición de curas removidos introducía la tensión en el seno mismo de la curia. Lamas solía preguntarle: ¿por qué removiste a fulano, qué pasó con mengano? El rostro de Reyna gruñía y sus entrañas palpitaban por el enojo que le causaba todo esto. Por otra parte, Lamas no quería desautorizar lo hecho por él, y sufría esa duda, ese temor de poner a Reyna en su contra, y agrupar en torno a él la oposición, o bien despertar reacciones populares en su contra, no ser complaciente con las solicitudes que recibía, y que podían desbaratar su deseo de ser el vicario de la armonía. Así, un grupo bullanguero de parroquianos de Dolores, se manifestaron en Montevideo, solicitando al vicario fuera reintegrado el padre Marcos Bergareche, removido por Reyna, tiempo antes, de la Parroquia de San Salvador. Joaquín, ¿por qué motivo removiste al padre Bergareche? No es asunto tuyo, estaba en mi derecho, el prelado puede cambiar a un párroco si lo considera necesario, por su sola voluntad.
Pero, ¿y el derecho de patronato? ¿No pedía el gobierno, según la ley 38, que el prelado diese un motivo fundado al gobierno para remover a un párroco? José Benito Lamas quería ajustarse a esa norma, porque el pretendido derecho de patronato había conquistado su mente, digamos. Él pensaba que debía haber un motivo grave para hacerlo, un motivo que el gobierno pudiese consentir. Reyna sabía que esto no era así, y se ufanaba de haber defendido los derechos de la Iglesia, algo cierto, pero con maneras un tanto pendencieras, broncas y erizadas, y a veces, violentas incluso, que dejaban heridas abiertas y una sensación de injusticia y arbitrariedad.
Al ser consultado, Marini respondió a Lamas que el prelado podía cambiar a su gusto los párrocos, por un simple motivo pastoral, sin dar razón ninguna. Todos los párrocos eran removibles, y el hecho de ser cambiado de parroquia, de ningún modo presuponía que había cometido alguna falta, y mucho menos, grave. Que se sacara esas ideas de la cabeza, que el derecho de patronato contravenía los derechos de la Iglesia.
Lamas sufría estas desinteligencias. Su mentalidad regalista, tan extendida entre los fieles, y aun entre los sacerdotes, lo inducía a pensar que no era justo cambiar a un sacerdote sin más. Debía existir un hecho de grave naturaleza. En teoría, pensaba, los párrocos son removibles, pero en la práctica, no lo son. Cada vez que se sentaba a la mesa, veía el ceño fruncido de Joaquín Reyna frente a él.
Lamas reintegró como párroco de Rocha a Manuel Rivero. ¡Qué barbaridad! ¿No había apoyado meses antes a Reyna, sosteniendo que aquel episodio no había sido sino pura patraña, una impostura escandalosa, unos papeles fraguados, una infamia? ¿No debía más bien iniciar una investigación seria y precisa sobre lo sucedido cuando pretendió erigirse como provicario? Y en lugar de esto, lo premiaba, devolviéndole la parroquia desde donde había pergeñado todo el desbarajuste.
El sordo enfrentamiento con Reyna (en realidad ningún conflicto con Reyna podía ser sordo del todo, porque estallaría en alguna parte) hizo que su lugar en la curia, como número dos, se hiciera insostenible, y el vicario apostólico lo destituyó cuando el año 1854 llegaba a su fin. ¡Habían pasado solo tres meses! ¿Por qué Lamas lo había llamado a su lado, para escarmentarlo, para desdecir cada acto de gobierno suyo? Lo cierto es que Lamas entraba en una zona pantanosa, porque, en defensa de su política tolerante, terminaba arbitrariamente apartando al provisor del vicariato, sin dar ningún motivo para hacerlo. ¿No era necesario dar una explicación para remover a un párroco? ¿Y al provisor, a un hombre de su máxima confianza? Parecía, entonces, que Lamas también apelaba a la política de Reyna. Por supuesto que este, y otros más, le hicieron ver la contradicción. ¿No era capaz Lamas de aceptar una voz discordante? ¿Había atraído a Reyna a su lado simplemente para llenar los ojos y cubrir las apariencias? ¿Pensó que este habría de callarse y volverse sumiso, modoso, sordo y mudo?
Darío Lisiero, en su estudio José Benito Lamas. Reconstrucción histórica del gobierno eclesiástico en 1852-57, cree que tras ese auspicio de concordia y entendimiento con todos, Lamas terminó conformando una curia de hombres adictos, que no interpusieran ninguna disconformidad u objeción a su conducta como vicario apostólico. El nuncio Marini le escribió, lamentando que adoptara una medida tan radical, afectando así la imagen de “aquel buen viejo” que, aun con sus errores y excesos, había servido a la Iglesia oriental.
Reyna no estaba dispuesto a aceptar dócilmente y dar por terminado el asunto, y exigía de Lamas una respuesta satisfactoria. Él también había caído en la contradicción. Según su propio modo de ver las cosas, el vicario no tenía por qué darle explicaciones. Había sido removido, simplemente. De todos modos, Lamas se vio forzado a escribirle una carta consolatoria, que de ningún modo consoló a Reyna, argumentando que lo había removido en razón de su edad, de un merecido descanso. Reyna creyó llegado el momento de ceder en su lucha, aunque sabía que aquellos eran meros subterfugios. Él estaba hecho de fuego, de instintos fuertes, y esos chorritos de agua no podían sofocar el volcán que se sublevaba en su interior. Después de todo se iba manteniéndose firme, sin dar explicaciones de por qué había hecho tal cosa o dejado de hacerla. Lamentaba que la autonomía de la Iglesia se viera comprometida, y que los curas removidos por él regresaran a sus parroquias, como víctimas a las que se hacía justicia.
La estrategia pacifista y buenista de Lamas sufría un traspié duro, una contestación tenaz, que había debido sofocarse con una medida a lo Reyna.