Homilía pronunciada por el arzobispo de Montevideo, Mons. Carlos Parteli, en la misa del centenario de la muerte de Mons. Jacinto Vera, el 6 de mayo de 1981.
Hoy hace cien años que en esta misma Iglesia Catedral se celebraban los funerales de Don Jacinto Vera, el obispo que el día anterior había fallecido en el pueblo de Pan de Azúcar, en donde estaba predicando una misión.
Las crónicas de la época describen las solemnes exequias, y el interminable desfile de los fieles acongojados, que querían darle su último adiós. Los discursos pronunciados por distinguidas personalidades, al tiempo que muestran dolor de todos ante la muerte sorpresiva del prelado, reflejan también el profundo aprecio que se había granjeado en el corazón de todo el pueblo. La primera frase del discurso de Don Juan Zorrilla de San Martín resume el sentir general de todos: «El santo ha muerto!».
A cien años de distancia, su figura no se ha borrado; al contrario, acrisolada por el tiempo, brilla como una de las más puras y más nobles de toda la historia de nuestra Iglesia y nuestra Patria.
Su recuerdo vivo, queda patente en este acto conmemorativo que estamos celebrando. Llenos de veneración y reconocimiento, aquí estamos los que nos consideramos sus hijos y herederos, porque nadie mejor que él, merece el título de padre de la Iglesia del Uruguay.
Nuestro pueblo, descendiente de aquellas familias de honda raigambre cristiana, que con Bruno Mauricio de Zabala al frente fundaron esta ciudad y luego se esparcieron por todo el territorio de la Banda Oriental estuvo siempre marcado por la Fe. La conciencia nacional que se iba gestando en su seno era la conciencia de una nación cristiana.
Lamentablemente, circunstancias adversas no permitieron que al institucionalizarse la República en 1830, se estructurara también canónicamente la Iglesia Local, para poder acompañar el ritmo del país, prestando la indispensable atención pastoral a la población nativa y a la multitud de los inmigrantes. Por falta de un adecuado cultivo, la Fe de muchos se fue debilitando a tal punto que, al llegar luego la avalancha de las ideas liberales y racionalistas traídas de afuera, abandonaron la Iglesia y se pasaron al bando de sus enemigos.
De todas maneras, no faltaron hombres de gran valía ―clérigos y laicos― que no sólo perseveraron intrépidos, sino también redoblaron sus esfuerzos para superar la crisis. Entre todos ellos descuella Don Jacinto Vera, sacerdote ejemplar, de convicciones profundas, gran clarividencia y mano muy firme en el timón de la Iglesia.
«Llenos de veneración y reconocimiento, aquí estamos los que nos consideramos sus hijos y herederos, porque nadie mejor que él, merece el título de padre de la Iglesia del Uruguay»
Los estudiosos de aquel período de nuestra historia eclesiástica son contestes en decir, que humanamente hablando, fue gracias a él que la Iglesia en el Uruguay pudo salir airosa de aquella situación de desconcierto y con bríos renovados para proseguir su marcha lenta y difícil pero con paso firme y seguro. Por esto no es exagerado llamarlo el padre de la Iglesia en el Uruguay.
Nacido de una familia humilde, logró con sacrificio, hacer sus estudios eclesiásticos en Buenos Aires. Apenas ordenado sacerdote es destinado a la parroquia de Canelones. Durante diecisiete años ejerció allí su ministerio con dedicación total y celo infatigable. Fue austero en sus costumbres y generoso al extremo, siempre pronto a servir a todos, y a los pobres en particular.
Reconocido como el sacerdote más digno de conducir a nuestra Iglesia local, primero es nombrado Vicario Apostólico; luego en 1865 es ordenado Obispo, y por último, en 1878, al ser erigida la Diócesis de Montevideo, él es designado su primer obispo diocesano.
Múltiples son los aspectos admirables de su recia personalidad. Sólo el libro es capaz de analizarlos en particular: su Fe intrépida, su bondad innata, su carácter inflexible ante las exigencias de la justicia y la Verdad; su disponibilidad sin límites, aun a costa de fatigas enormes; su amor al estudio, su generosidad y su fidelidad absoluta a los requerimientos de sus compromisos con la Iglesia.

Mons. Carlos Parteli (1910-1999) fue arzobispo de Montevideo entre 1976 y 1985. Fuente: Archivo
Entre tantos aspectos relevantes, me limito en este momento a considerar aquellos que lo caracterizan como Pastor. El buen pastor conoce sus ovejas, conoce su situación y gracias a este conocimiento está en condición de poder apacentarlos debidamente.
Don Jacinto conocía muy bien a su pueblo. Sus muchos años de ministerio pastoral, en contacto directo con la gente, lo hacían conocedor de su sicología, sus valores, sus costumbres, su fe sencilla, y también de sus flaquezas y pasiones.
Por este conocimiento sabía que muchos de sus males provenían de una deficiente cultura religiosa que lo privaba de la luz necesaria para conocer la verdad plena acerca del misterio de Dios y del hombre y para apreciar los auténticos valores que fundamentan la convivencia fraternal y le dan sentido a la vida de las personas y de la sociedad. Sabía también que por falta de una sólida instrucción religiosa era incapaz de defenderse de las erróneas doctrinas foráneas, que se habían enseñoreado en los centros de la cultura y del poder.
Consciente de esta deficiencia puso empeño en que la Palabra de Dios expresada de mil maneras, llegara a todas las personas y todos los ámbitos, sea oralmente a través de la predicación en los templos, la catequesis, las misiones rurales y urbanas y los Ejercicios Espirituales; sea por escrito, en Cartas Pastorales, en folletos, en la Revista de la Diócesis y por último, también en el diario, en las Cátedras y en las aulas escolares.
Esta ímproba tarea de extender e intensificar la educación de la Fe requería un nutrido cuerpo de colaboradores, entre los cuales los presbíteros en primer lugar. Los que había eran pocos y no todos aptos para este delicado servicio, razón por la cual se preocupó de fomentar las vocaciones eclesiásticas. Envió a algunos jóvenes candidatos a estudiar en el Seminario de Santa Fe y en el Colegio Pío Latino de Roma, y por último, realizando su viejo sueño, fundó el Seminario de Montevideo, cuya dirección encomendó, a los padres Jesuitas.
«Fue austero en sus costumbres y generoso al extremo, siempre pronto a servir a todos, y a los pobres en particular»
Para medir el alcance de esta feliz iniciativa, basta mirar la lista de los clérigos formados en nuestro seminario, entre los cuales están los obispos y presbíteros de vasta cultura y sólida piedad, que han conducido bien a nuestra Iglesia, no sin luchas ni dificultades, durante el último siglo.
Con los jóvenes sacerdotes que renovaban las filas del clero, y con la ayuda de varias Congregaciones Religiosas masculinas y femeninas, que respondiendo a su llamado vinieron a establecerse entre nosotros, pudo ampliar los frentes de su acción apostólica, sobre todo en los de la enseñanza y de las obras asistenciales.
No sólo a través de sus colaboradores, sino también personalmente, ejercía sin descanso el ministerio de la Palabra, en esta ciudad y en sus largas giras por el interior de la República.
Basado en el principio evangélico: «Conocerán la verdad y la verdad los hará libres» (Juan 8-32) vigila la pureza de la doctrina, y en sus cartas pastorales da su voz de alerta ante la literatura que difunde el error. Impulsa la prensa católica, para ayudar a los fieles a juzgar los acontecimientos con criterios sanos; alienta con palabras cálidas y su bendición, a los laicos que se empeñan en profundizar el estudio de las ciencias filosóficas, teológicas y sociales; muchos de éstos fueron luego exponentes brillantes del pensamiento cristiano en las cátedras y en las Tribunas.
Hay un párrafo en la Evangelii Nuntiandi de Pablo VI, que parece escrito para retratar la figura de Don Jacinto: «El Evangelio que se nos ha encomendado es palabra de verdad. Una verdad que nos hace libres y que es la única que procura la paz del corazón, esto es lo que la gente va buscando cuando anunciamos la Buena Nueva. La verdad acerca de Dios, la verdad acerca del hombre y de su misterioso destino, la verdad acerca del mundo… El predicador del Evangelio será aquel que, aun a costa de renuncias y sacrificios, busca siempre la verdad que debe transmitir a los demás. No vende ni disimula jamás la verdad por el deseo de agradar a los hombres, de causar admiración, ni por originalidad o deseo de aparentar…

Jacinto Vera, un apóstol para el Uruguay. Fuente: Romina Fernández
Pastores del Pueblo de Dios: nuestro servicio pastoral nos pide que guardemos, defendamos y comuniquemos la verdad, sin reparar en sacrificios» (Evangelii Nuntiandi n.° 78).
Como buen pastor que era, fue héroe paciente de la justicia y el derecho hasta el extremo de sufrir el destierro; fue padre de los pobres dándoles todo lo que poseía con total generosidad; fue el buen samaritano, curando las heridas de los caídos en las batallas y despidiendo a los moribundos reconciliándolos con Dios. Fue el patriota dispuesto a detener las armas fratricidas, y hacer de mediador y reconciliador en la hora de las pasiones desatadas.
Como homenaje a su memoria, recojo estas palabras de hace un siglo, de Monseñor Mariano Soler, uno de sus íntimos colaboradores y también sucesor suyo en esta sede de Montevideo: «Sacerdote extraordinario, a la manera de los Apóstoles, tenía en su alma todas las cualidades del apóstol; sí, Monseñor Vera salvó a la Iglesia Oriental y levantó su espíritu profundamente menoscabado en el Clero y en el Pueblo. Mas, ¿cómo? Renovando la abnegación de los tiempos apostólicos, convirtiéndose en misionero incansable y permanente de esta República: y consagrando al bien espiritual de su grey, todos sus cuidados, sus insomnios, sus esfuerzos y hasta su misma vida. Monseñor Vera era del temple de esas almas que forman los mártires y los santos» (El Bien Público, mayo 1881).
«…ejercía sin descanso el ministerio de la Palabra, en esta ciudad y en sus largas giras por el interior de la República»
Celebramos este centenario no sólo para honrar la memoria de un hombre ilustre y santo, sino también para estimularnos a proseguir la siembra iniciada por él, seguros de que nada hay más grande que vivir la vida como él la vivió, rindiendo gloria a Dios y trabajando por su reinado de amor entre los hombres.
En vida fue el Apóstol de Jesucristo en esta tierra; ahora es el ángel tutelar de los que siguiendo su huella, estamos empeñados en continuar la obra que él puso en marcha.
Para sostener el ánimo escuchemos estas bellas y reconfortantes palabras de Pablo VI dirigidas a los obreros del Evangelio:
«Conservemos la dulce alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo como Juan el Bautista, como Pedro y Pablo, como todos los Apóstoles, como esa multitud de admirables evangelizadores que se han sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia con un ímpetu interior que nadie ni nada sea de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas entregadas. Y ojalá que el mundo actual —que busca a veces con angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han recibido ante todo, en sí mismos, la alegría de Cristo y aceptan consagrar su vida a la tarea de anunciar el Reino de Dios y de implantar su iglesia en el mundo” (Evangelii Nuntiandi n.° 80). Amén.