Reflexiones sobre el tiempo de Pascua, por Leopoldo Amondarain.
«Este es el día que hizo el Señor: alegrémonos y regocijémonos en él” leemos en el Salmo 118.
El centro de todo el año litúrgico es el triduo pascual de la pasión, muerte y resurrección del Señor. Empieza con la misa vespertina del jueves santo, en la que celebramos la institución de la eucaristía. Continúa el viernes santo con la celebración de la pasión y muerte del Señor. Durante el sábado santo conmemoramos la sepultura del Señor y su descenso al lugar de los muertos para anunciarles la buena noticia de que acaba de dar su vida en rescate por la salvación de todos los hombres. Y por último la resurrección.
Por tanto, son tres momentos: la entrega sacramental de la eucaristía, la muerte en la cruz y el descenso al lugar de los muertos, y por último la resurrección. Pero a pesar de ser tres momentos distintos, el triduo pascual posee un carácter unitario, ya que no están desconectados unos de los otros. De hecho, cada vez que celebramos la eucaristía, celebramos la pascua. Porque el misterio pascual es precisamente eso: la muerte y resurrección del Señor.
En el fondo para nosotros la pascua no es algo, sino alguien. Es Cristo. Por eso san Pablo escribe: “Porque Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado”. Por tanto, al decir pascua decimos Cristo, que se ha entregado a la muerte y la ha vencido resucitando.
Este acontecimiento pascual lo celebramos durante cincuenta días. Se inicia el domingo de resurrección y finaliza el domingo de Pentecostés. Es el tiempo que nos recuerda a Cristo resucitado presente en su Iglesia, a la cual hace donación de la promesa del Padre. Es decir, del Espíritu Santo. Por eso, celebramos estos cincuenta días con alegría y exultación.
La idea del tiempo de pascua es como un día tan grande que abarca cincuenta días. Porque en ese día se inicia una nueva etapa en la historia de la salvación. La etapa última llamada la escatológica, porque la escatología empieza con la resurrección de Jesucristo.
En este tiempo celebramos la presencia de Cristo entre sus discípulos, y su manifestación dinámica en los signos que se convertirán a partir de su ascensión en la prolongación de su cuerpo glorioso. Esos signos son la palabra, los sacramentos y la eucaristía.
Cristo vive en la Iglesia, y está siempre presente en ella. Eso es lo que celebramos en el tiempo pascual de manera especial. Y la luz del sirio que encendemos en cada celebración es el signo visible de su presencia luminosa en medio de nosotros. Se trata de una presencia que culmina en la eucaristía, donde el resucitado invita, parte el pan, se entrega a sí mismo, y está en medio de los cristianos haciendo de su Iglesia su cuerpo.
Los cincuenta días del tiempo pascual es un espacio simbólico sacramental cuyo objeto es la celebración de Cristo muerto y resucitado, que trasmite el Espíritu Santo recibido del Padre. De ahí que Pentecostés no sea una fiesta desgajada de la Pascua, sino su cumplimiento por la efusión del Espíritu Santo. Por eso, para subrayar la unidad entre Pascua y Pentecostés el evangelio de la Misa de Pentecostés es el del capítulo 20 de San Juan. Es decir, la efusión del Espíritu Santo por Cristo resucitado la tarde misma del día de la resurrección. Cuando Cristo se aparece a los discípulos y sopla sobre ellos diciéndoles: “Reciban el Espíritu Santo”.
El tiempo pascual es un tiempo fuerte del año litúrgico, de tanta importancia como la cuaresma, a la que supera no solo en duración, sino sobre todo en simbolismo. Mientras la cuaresma está marcada por la prueba y la tentación, en la Pascua se significa la eternidad, es decir, la perfección de la meta.
Por otra parte, el tiempo pascual es el tiempo litúrgico dedicado al Espíritu Santo, que ha brotado del costado de Cristo muerto en la cruz. Recordamos cuando el centurión le dio la lanzada a Cristo. De su corazón abierto brotó sangre y agua, es decir, bautismo y eucaristía. Pero dice también que Cristo, inclinando la cabeza, entregó el espíritu. Esa expresión significa por un lado que Cristo muere, pero también que Cristo nos da el Espíritu Santo. Por esa muerte, el don del Espíritu Santo viene a nosotros. De ahí que el tiempo pascual sea el tiempo emblemático de la Iglesia.
En el tiempo pascual prestamos una especial atención a los cuarenta días que estuvo Jesucristo en la tierra antes de subir al cielo en la ascensión. Estos cuarenta días son un tiempo especial en la historia de la salvación, porque se conectan dos etapas. La etapa anterior al nacimiento de la Iglesia, y la etapa que empieza con el nacimiento y manifestación pública de la Iglesia el día de Pentecostés. Es un tiempo a la vez humano, porque Cristo se deja tocar y ver. Incluso come y bebe con los discípulos. Y es a la vez eterno, en el que la temporalidad es asumida, redimida y albergada en la eternidad.
Entre el tiempo y la eternidad no hay contradicción, puesto que la eternidad asume el tiempo y lo redime. Toda la historia humana, podríamos decir, transcurre en la palma de la mano del resucitado. Esto es tanto como decir que la temporalidad está sostenida por la eternidad. Estos dos aspectos de este misterio son los que vivimos de manera especial en este tiempo pascual, en los cuales leemos los relatos de las apariciones de Cristo resucitado.
El sentido de estos cuarenta días es ver con cuanta realidad Cristo se queda con nosotros todos los días hasta el fin del mundo. Y contemplamos esta realidad, que es tan fuerte como cuando pide algo de comer, o cuando muestra sus cinco llagas.
En estos cuarenta días Cristo explica su vida vivida en la tierra, como hizo con los dos que iban camino de Emaús. Introduce su vida venidera en la Iglesia, la vida que nos comunica a través de los sacramentos.
El tiempo de los cuarenta días sigue siendo un tiempo auténticamente humano, aunque ahora ya no es tiempo para la muerte, sino tiempo de resurrección.
La vida terrena del Señor está toda ella transformada y eternizada en su resurrección. Por eso en las apariciones del Señor hay como una especie de desconcierto. Por un lado es él, pero por otro parece que no es él. La realidad es que es él, pero en su condición glorificada. Por eso le reconocemos como él mismo, pero le percibimos también como alguien que es portador de una vida distinta a la que ha tenido hasta el momento de su resurrección.
Es precisamente esa vida la que va a comunicar a los discípulos, y con esa vida va a construir la Iglesia. Por eso la Iglesia es antes que nada el lugar eucarístico donde encontramos la fuerza de la resurrección, la presencia del resucitado, de aquel que resucita a todos los hombres. Es el lugar donde el vencedor de la muerte se encuentra con nosotros y nos comunica su vida. Si hacemos esta experiencia, estamos haciendo la experiencia cristiana.
Durante los cuarenta días Cristo acompañó a los suyos en la forma manifiesta de la revelación, mientras que a partir de la ascensión nos acompaña ocultamente en la forma sacramental. Pero los cuarenta días se dieron precisamente como introducción de los días de la Iglesia. Son los cuarenta días en los que el Señor está con los suyos con una libertad que desconcierta, porque aparece y desaparece. Pero les da la pedagogía necesaria para que comprendan lo que va a ocurrir mediante los sacramentos: que va a dar la vida suya de resucitado.
Nuestro gran desafío en este tiempo es empezar a vivir la vida del resucitado. San Pablo dice en la carta a los Colosenses: “Ya que ustedes han resucitado con Cristo, busquen los bienes del cielo donde Cristo está sentado a la derecha de Dios”. Es como si dijese: empiecen a vivir la felicidad que no se termina nunca, es decir, como resucitados. Aunque estamos sometidos a los problemas y dolores, podemos vivir ya como resucitados.
La novedad es que Cristo ha resucitado, y esto tiene que poner en nuestros ojos una luz especial, y una alegría en el corazón. Que algo de la belleza de Cristo resucitado se transparente en nosotros, y se haga presente en medio de los hombres.
“¡Puertas, levanten sus dinteles, levántense, puertas eternas, para que entre el Rey de la gloria!” reza el salmo 24. Las puertas del cielo se han quedado chicas cuando Cristo resucita, porque Cristo no vuelve solo, sino que lo hace con una multitud.
La resurrección de Cristo es el inicio de su triunfo. Del triunfo de la redención de esa multitud innumerable de hombres y mujeres de toda raza, lengua, pueblo y nación, que suben al cielo con Cristo.
¡Aleluya, ha resucitado el Salvador, ya nada es como antes!