El exfutbolista repasa su historia: su vida de fe, sus años en Nacional, la familia que construyó y la espiritualidad que sostuvo su camino.
Cuando el partido terminaba y Agustín Viana sentía que había dejado todo en la cancha, aceptaba que lo que viniera ya no dependía de él. Algunos de sus compañeros le decían destino, pero para él siempre fue la voluntad de Dios.
Alguna vez alguien le dijo que los católicos se “descansaban” en Dios. Nunca lo vio así. El dicho “a Dios rogando y con el mazo dando” no lo representaba. “Siempre me exigí mucho. Pedía a Dios para que las cosas salieran bien, lo mejor posible, pero sabiendo que hay cosas que no entendemos, que no sabemos, y que él maneja los tiempos mejor que nadie”.
En sus quince años de carrera como futbolista profesional, Viana recuerda que, a veces, en medio de un partido o de un entrenamiento, se le cruzaba por la cabeza una frase de san Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei: “Si tú no necesitas mi honra, ¿yo para qué la quiero?”. Ese pensamiento le daba paz.
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La vida de Agustín Viana empezó lejos de Uruguay. Nació en Chicago, Estados Unidos, el 23 de agosto de 1983, mientras su padre cursaba un doctorado en Economía, en la Universidad de Chicago. Sus dos hermanos mayores —Luis y Sara— también habían llegado al mundo allí. Diez meses después, la familia regresó al país.
Es el tercero de doce hermanos, hijo de Luis Viana y María del Socorro Ache. “Me crie en un hogar cristiano: rezábamos las tres avemarías por la noche, veía a mis padres rezar el rosario juntos, fuimos bautizados, íbamos a misa los domingos. La fe es un don de Dios. Desde chico tuve muy presente la filiación divina, la voluntad de Dios”.
En el colegio Monte VI —un centro educativo masculino vinculado al Opus Dei— transcurrieron sus años de formación. En alguna de las fiestas que unían a los cursos del Monte VI con los del colegio Los Pilares conoció, siendo niño, a Adriana Gastaldi, Nani. Años más tarde, ya en bachillerato, volvieron a coincidir en el preuniversitario Juan XXIII, al compartir la misma clase. En 2002 empezaron su noviazgo. En 2007 se casaron, con veinticuatro años.
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“Por mi abuela materna y por mi madre tenemos mucha devoción a la Virgen de la Medalla Milagrosa. Una vez, cuando estaba en la selección sub-20 y no había quedado, mi madre me dijo: ‘Vamos a rezar a la Virgen’. Buscamos el santuario y coincidía en que se llamaba Virgen de la Medalla Milagrosa y San Agustín. Son esas coincidencias —o señales, por decirlo de algún modo— que uno siente que le mandan. Ahí empezó una devoción muy grande a la Virgen de la Medalla Milagrosa, que sigue hasta hoy”.
En 2009, al llegar su primera hija, decidieron ponerle Milagros, un nombre que también habla de la devoción que compartían como matrimonio. “Ella, en cierta manera, vivió algo parecido a lo mío: se crio en un hogar cristiano, donde se rezaba el ángelus, el avemaría, todos eran bautizados y habían recibido la comunión”, dice Viana sobre su esposa.

Milagros nació mientras su padre jugaba en el CFR Cluj, en Rumania. Después vino Italia: el pase al Gallipoli Calcio, en la Serie B. En 2010 regresó a Uruguay y volvió a ponerse la camiseta de Bella Vista, el club donde había debutado. Aquel año nació Santiago, su segundo hijo.
En 2013, llegó Sofía. “El nombre lo elegimos por una amiga íntima de Nani, Sofía Vilaró. Una mujer que llevó la enfermedad con una estoicidad y una cantidad de valores humanos y una fe increíbles, de esas que uno llama santas en la tierra”. En 2014, llegó Álvaro. El nombre tampoco fue casual: lo eligieron por la devoción a Álvaro del Portillo, beatificado ese mismo año. Como su padre, Sofía y Álvaro nacieron en Estados Unidos. Fue en los años en los que Viana jugaba en el Columbus Crew.
La familia se agrandó aún más ante la llegada de Facundo, en 2018, y Pilar, en 2020. El 4 de julio pasado nació Benjamín, el séptimo. “La familia que tengo es un regalo de Dios”, dice.
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En 2016, con treinta y dos años, Viana decidió dejar el fútbol profesional en Danubio. A los pocos meses se mudó a Mercedes y empezó a trabajar en San Nicolás, una empresa familiar vinculada al transporte.
El emprendimiento había sido fundado en 2010 por su hermano Pablo —el sexto de la familia— con el apoyo de su padre. Lleva el nombre del décimo hermano, que tiene síndrome de Down. “Su enfermedad la vimos como una bendición. Para nosotros es un angelito y tendrá su premio en el paraíso”, dice.
En paralelo, se graduó de la carrera de Administración de Empresas en la Universidad Católica del Uruguay, que había empezado cuando ya jugaba al fútbol: “Si bien la fe es un soporte importante, el estudio era mi cable a tierra”. Ser universitario le devolvía algo de normalidad: otros ámbitos, otras personas, una vida que no discurría únicamente dentro de la cancha.
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Un hito en su carrera fue consagrarse Campeón Uruguayo con Nacional en 2005/2006. “Me siento bendecido y un privilegiado. Haber jugado en Nacional —el cuadro del que soy hincha— fue un regalo de Dios, lo mismo que haber salido campeón, dar la vuelta en nuestro estadio y jugar con Luis Suárez, [Fernando] Muslera, [Diego] Godín, [Gonzalo] ‘El Chory’ Castro, Juan Albín, y me estoy olvidando de muchos”.
Hoy sigue a Nacional como un socio e hincha más. Viaja con frecuencia a Montevideo para estar en el Gran Parque Central, el escenario deportivo que siente como propio y donde dejó parte de su historia.

En total vistió ocho camisetas. Además de Uruguay, jugó en Brasil, Rumania, Italia, Grecia y Estados Unidos. “En la mayoría de los países viví lo que es la hermandad de los cristianos y lo que es la universalidad de la Iglesia”, dice. En el exterior, también asistía a centros del Opus Dei.
Viana es supernumerario del Opus Dei, una vocación igual a la de un numerario o un sacerdote de la prelatura personal. Su misión implica colaborar en la labor de la obra y, al mismo tiempo, recibir formación y acompañamiento. La diferencia es que puede casarse y dedicar tiempo a su familia: “Es la llamada a santificar el trabajo, hacer bien lo que hacemos y vivir de cara a Dios”.
Esa dimensión espiritual se volvió un punto de apoyo durante su carrera. Lo acompañó en los cambios de país, cuando era contratado por un nuevo club y en el entrenamiento del día a día. En las pretemporadas, cuando debía hacer pasadas de ochocientos metros ofrecía su esfuerzo por un alma o un ser querido. Eso también era santificar el trabajo, una premisa que lo acompañó toda su vida, dentro y fuera de la cancha.
En sus momentos de máxima exposición, recordaba otra frase de san Josemaría Escrivá: “Ningún día sin la cruz”.
“Capaz que en el fútbol nuestra cruz es una crítica, un resultado negativo, es quedar expuesto a raíz de un error”, reflexiona. “Pero después tenemos la cruz con las enfermedades, las enfermedades de nuestros hijos, los problemas laborales y económicos. Ese es un poco el sentido que siempre le encontré. Valorarlo es difícil: es un misterio, el misterio del cristiano”.
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La fe católica que recibió de sus padres y su abuela materna, Viana se la inculcó a sus hijos. En familia, tienen sus momentos de oración o comparten alguna lectura espiritual.
Cada mañana se da su tiempo para rezar. Lo trata de hacer temprano, con un mate en mano. “Trato de compartir con el Señor que es mi mejor amigo”. A veces, si está apurado, lo hace en el auto cuando lleva a sus hijos al colegio. Pero siempre trata de darle a la oración un lugar central.

Nunca ha callado sus creencias en público. En sus redes sociales publica mensajes católicos y se ha pronunciado sobre ciertos temas, como la reciente aprobación de la ley de eutanasia. “Uruguay tiene muchísimas cosas positivas, como el nivel de su democracia, pero creo que hay ciertas opiniones, que se fundamentan desde el lado de la fe, que se toleran poco. No debemos olvidar que Uruguay fue un país católico en sus orígenes. No pedimos que todos crean, pero sí que todos respeten”.
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“Cuando veo todo en perspectiva y encuentro en Jesús la fe y la explicación de lo que es la razón de mi vida, todo se me hace más fácil”.
En la actualidad, la vida de Viana transcurre en Mercedes, dedicado a su familia y a su trabajo en la empresa. Mira con orgullo que sus hijos jueguen al fútbol y sueñen con llegar a primera división, como lo hizo él. Van juntos a la catedral, celebran la misa y participan de retiros. Una fe que se alimenta en lo cotidiano.
“No tengo manera de explicar mi vida, ni profesional ni personal, sin ver la mano de Dios detrás de todo. Capaz que puede entenderse como que nunca tuve momentos de agobio, de desafío, de miedo, pero cuando me pongo a pensar tranquilo, siempre he visto la mano de Dios, incluso en los momentos más difíciles. Es la razón de mi vida y la de mi familia. Es la razón de vivir”, concluye.
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3 Comments
Adelante Agustín y Nani! En el IUFF nos honramos de que se hayan preparado para el matrimonio con nosotros mismos!
Precioso testimonio de fe y de vida de este Tricolor que junto a su esposa y ayudados por la mano de Dios, han creado una preciosa familia cristiana y católica. Bendiciones…
Muy bueno Agustín!!